En
1944, Jean Paul Sartre dijo sobre Francis Ponge: “Sus poemas se
presentan como construcciones biseladas: cada una de sus facetas es
un párrafo, y a través de cada faceta se ve el objeto entero, pero
desde un punto de vista diferente. La unidad orgánica del poema es,
por lo tanto, el párrafo que se basta a sí mismo. Rara vez Ponge
conduce de un párrafo a otro, éstos se hallan separados por cierto
espesor de vacío". Estos dos textos de Francis Ponge fueron
traducidos por Jorge Luis Borges para la revista Sur.
Del
agua
Más
abajo que yo, siempre más abajo que yo, está el agua. Siempre la
miro con los ojos bajos. Como el suelo, como una parte del suelo,
como una modificación del suelo.
Es
blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único
vicio: el peso; y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese
vicio: contornea, atraviesa, corroe, se infiltra.
En
su propio interior funciona también el vicio: se desfonda sin cesar,
renuncia a cada instante a toda forma, sólo tiende a humillarse, se
acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver, como los monjes de
ciertas órdenes. Cada vez más abajo: tal parece ser su divisa: lo
contrario de excelsior.
***
Casi
se podría decir que el agua está loca, por esa histérica necesidad
de no obedecer más que a su peso, que la posee como una idea fija.
Es
verdad que todas las cosas del mundo conocen esa necesidad, que
siempre y en todas partes debe satisfacerse. Este armario, por
ejemplo, se muestra muy testarudo en su deseo de adherirse al suelo,
y si algún día llega a encontrarse en equilibrio inestable
preferirá deshacerse antes que oponérsele. Pero, en fin, hasta
cierto punto juega con el peso, lo desafía: no se está desfondando
en todas sus partes; la cornisa, las molduras no se prestan a ello.
Hay en el armario una resistencia en beneficio de su personalidad y
de su forma.
Líquido
es, por definición, lo que prefiere obedecer al Peso para mantener
su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a su peso. Y lo que
pierde todo su aplomo por obra de esa idea fija, de ese escrúpulo
enfermizo. De ese vicio, que lo convierte en una cosa rápida,
precipitada o estancada, amorfa o feroz, amorfa y feroz, feroz
taladro, por ejemplo, astuto, filtrador, contorneador, a tal punto
que se puede hacer de él lo que se quiera, y llevar el agua en caños
para después hacerla brotar verticalmente y gozar por último de su
modo de deshacerse en lluvia: una verdadera esclava.
Sin embargo el
sol y la luna le envidian esta influencia exclusiva, y tratan de
mortificarla cuando, por ocupar grandes extensiones, les presenta un
fácil blanco, o cuando se encuentra en estado de menor resistencia,
dispersa en delgados aguazales. El sol le arranca entonces mayor
tributo. La obliga a un perpetuo ciclismo, la trata como a una
ardilla en su rueda.
***
El agua se me
escapa... se me escurre entre los dedos. ¡Y no sólo eso! Ni
siquiera resulta tan limpia (como un lagarto o una rana): me deja
huellas en las manos, manchas que tardan relativamente mucho en
desaparecer o que tengo que secar. Se me escapa, y sin embargo me
marca; y poca cosa puedo hacer en contra.
Ideológicamente
es lo mismo: se me escapa, escapa de toda definición, pero deja en
mi espíritu, y en este papel, huellas, huellas informes.
***
Inquietud
del agua: sensible al menor cambio de declive. Que salta las
escaleras con los dos pies al mismo tiempo. Que, pueril de
obediencia, abandona en seguida sus juegos cuando la llaman
cambiándole la dirección de la pendiente.
Sur,
Buenos Aires, Año, XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo de
1947
Orillas
del mar
El
mar hasta la cercanía de sus límites es una cosa sencilla que se
repite ola por ola. Pero para llegar a las cosas más sencillas en la
naturaleza es necesario emplear muchas formas, muchos modales; para
las cosas más profundas sutilizarlas de alguna manera. Por eso, y
también por rencor contra su inmensidad que lo abruma, el hombre se
precipita a las orillas o a la intersección de las cosas grandes
para definirlas. Pues la razón en el seno de lo uniforme rebota
peligrosamente y se enrarece: un espíritu necesitado de nociones
debe ante todo hacer provisión de apariencias.
Mientras
que el aire hasta cuando está atormentado por las variaciones de su
temperatura o por una trágica necesidad de influencia y de
informaciones directas sobre cada cosa sólo superficialmente hojea y
dobla las puntas del voluminoso tomo marino, el otro elemento más
estable que nos sostiene hunde en él oblicuamente hasta la
empuñadura rocosa anchos cuchillos de tierra que se quedan inmóviles
en su espesor. A veces encontrándose con un músculo enérgico una
hoja vuelve a salir poco a poco: es lo que se llama una playa.
Desorientada
al aire libre, pero rechazada por las profundidades aunque hasta
cierto punto tenga familiaridad con ellas, esta parte de la extensión
se estira entre lo uno y lo otro más o menos leonada y estéril, y
por lo común no sostiene más que un tesoro de desechos
incansablemente alisados y recogidos por el destructor.
Un
concierto elemental, por lo discreto más delicioso y digno de
reflexión, se ha ajustado allí desde la eternidad para nadie: desde
que se formó por operación sobre una chatura sin límites del
espíritu de insistencia que suele soplar de los cielos, la ola
llegada de lejos sin choques y sin reproche al fin por primera vez
encuentra a quién hablar. Pero una sola y breve palabra se confía a
los cantos rodados y a las conchillas, que se muestran muy
conmovidas, y la ola expira prefiriéndola; y todas las que la siguen
expirarán también haciendo otro tanto, a veces quizá con fuerza
algo mayor. Cada una por encima de la otra cuando llega a la orquesta
se levanta un poco el cuello, se descubre, y da su nombre al
destinatario. Mil señores homónimos son así admitidos el mismo día
a la presentación por el mar prolijo y prolífico en ofrecimientos
labiales a cada orilla.
Así
también en vuestro foro, oh cantos rodados, no es, para una grosera
arenga, algún villano del Danubio el que viene a hacerse oír: sino
el Danubio mismo, mezclado con todos los otros ríos del mundo
después que han perdido su sentido y su pretensión y están
profundamente reservados en una desilusión amarga sólo al gusto de
quien se cuidara mucho de apreciar por absorción su cualidad más
secreta, el sabor. Porque es, en efecto, después de la anarquía de
los ríos, a su abandono en el profundo y copiosamente habitado lugar
común de la materia líquida a lo que se ha dado el nombre de mar.
De ahí que éste parecerá aun a sus propias orillas siempre
ausente: aprovechando el alejamiento recíproco que les impide
comunicarse entre sí como no sea a través de él o por grandes
rodeos, hace creer sin duda a cada una que se dirige especialmente
hacia ella. En realidad, cortés con todo el mundo, y más que
cortés: capaz para cada cual de todos los arrebatos, de todas las
convicciones sucesivas, conserva en el fondo de su permanente tazón
su posesión infinita de corrientes. Sale apenas de sus bordes, por
sí mismo pone freno al furor de sus olas y, como la medusa que él
abandona a los pescadores como imagen reducida o muestra de sí
propio, se limita a hacer una reverencia extática por todas sus
orillas.
Eso
es lo que ocurre con la antigua vestidura de Neptuno, amontonamiento
pseudo-orgánico de velos unidamente extendidos sobre las tres
cuartas partes del mundo. Ni el ciego puñal de las rocas, ni la más
perforadora de las tormentas que hacen girar atados de hojas al mismo
tiempo, ni el ojo atento del hombre usado con dificultad y por lo
demás sin control en un medio inaccesible a los orificios destapados
de los otros sentidos y trastornado más todavía por un brazo que se
hunde para agarrar, han leído ese libro.
Sur,
Buenos Aires, Año XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo e 1947