jueves, 3 de septiembre de 2020

FRAGMENTO DE UNA NOVELA DE ALEXIS DÍAZ PIMIENTA

 


No sólo es un virtuoso del repentismo o un decimista excepcional, el cubano Alexis Díaz Pimienta se atrevió a la quijotada de pasar en verso –con todos los registros métricos que permite la poesía- la novela monumental de Cervantes, o en verso contar los detalles de la vida sexual de Robinson Crusoe. Pero además de ejercer en poesía su magisterio verbal , es un consumado prosista que se han internado como baqueano en los territorios del cuento y de la novela, alzándose con premios de la talla del Casa de las Américas, el Premio Nacional de Literatura Infantil –Cuba- o el Premio Internacional de Novela Unam-Colsin-Siglo XXI –México-, por citar sólo algunos reconocimientos internacionales. El siguiente es un capítulo de su novela “El huracán anónimo”, que se encuentra disponible en Amazon.


El cadáver de la joven promesa del béisbol capitalino Gabriel Pulido Arnáez, alias "Pompeya", fue descubierto por dos perros que no eran conscientes de que un cadáver humano, aunque lo parezca, no es un desperdicio comestible, y por lo tanto, no debe arrastrarse por medio de una calle, y menos por su calle, donde él vive, no importa que esté oscuro y sean más de las diez de la noche. Un cadáver humano no debe ser mordido así, con hambre vieja, y mucho menos tirar de él cada uno hacia un lado, ora del brazo, ora del vientre, ora de la cabeza. ¡Que es un cadáver humano, por Dios! ¡Que tiene nombre y apellido y familia y un futuro prometedorísimo en Industriales y el equipo Cuba! ¡Cuánta razón!, diría Dios si hablara, contemplando la escena. Pero un perro es un perro. Dos perros son dos perros. Dos perros callejeros abandonados y con hambre son dos perros callejeros abandonados y con hambre. No ladran, gruñen. No muerden, destrozan, mastican, engullen a pedazos lo que queda del joven Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, el mejor center field que había dado Guanabacoa en los últimos años. El nuevo Javier Méndez, decía su padre. El nuevo Víctor Mesa, decían sus amigos. Pero lo perros no saben de pelota, no siguen la Serie Nacional, no tienen equipo. Lo que tienen es hambre. Y la carne es carne aunque sea carne muerta, carne humana muerta a las diez y pico de la noche del 9 de septiembre del año 2007. Por la calle Cruz Verde de Guanabacoa, a esa hora, no circula nadie. Ni carros, ni peatones, ni gatos, ni otros perros. Es noche de apagón y todos los vecinos están en sus casas, encerrados y agobiados por su propio fastidio, jodienda, salación, aburrimiento. Qué fastidio, repetía la vecina más cercana a la casa de Gabriel Pulido, pared con pared, por la derecha. Qué jodienda, decía su padre. Qué salación esta jodienda de los apagones, decía otro vecino, pared con pared, por la izquierda. Qué aburrimiento, decía el hijo pequeño del carnicero de Cruz Verde, que no encontraba cómo entretenerse en aquella oscuridad tremenda. Los vecinos no sabían que el joven Pompeya había salido casi dos horas antes, a casa de un amigo, a recoger un guante nuevo que le habían mandado desde Estados Unidos (su padre decía que el mismísimo Duque, y Pompeya decía que sí, que el Duque lo mandaba, pero que quien lo había comprado había sido su ídolo, Kendry Morales). A Pompeya nadie lo echó de menos hasta mucho más tarde. El padre de Pompeya llegó a pensar que, por la hora, su hijo se quedaría a dormir en casa de su amigo, como hacía otras veces. Su madre, que al principio no sabía que su hijo había salido, se puso algo histérica. ¿Y Gabrielitooooooo?, le gritó al padre. La madre de Gabriel Pulido Arnáez era la única persona en el mundo que le llamaba Gabrielito a aquel negro enorme, de casi dos metros, flaco pero fornido. Le decía Gabrielito o Pompi, achicándole el alias. Su marido la agarró de un brazo para que su histeria no se desbordara. Ahora vuelve, le dijo, y la ayudó a sentarse en el sofá, junto a una vela. A la sombra de la vela la madre de Pompeya parecía más nerviosa de lo que estaba, parecía temblar. Recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby. El padre de Pompeya se llamaba Gabriel también, y para diferenciarlos ella y todos en el barrio lo llamaban Gaby. Con aquello de “recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby”, la madre de Pompeya se refería a una circular (todos decían así, “una circular”) que les había pasado el CDR, pero sobre todo a la advertencia del jefe de sector sobre “el extremo cuidado que deben tener los dos Gabrieles”, y el consejo de que no salieran de casa en esos días, si no era necesario. Los Gabrieles de la calle Cruz Verde de Guanabacoa, padre e hijo, habían estado acuartelados junto a otros cientos de Gabrieles durante varios días, y solo el día anterior al asesinato de Pompeya, por la mañana, habían regresado a su casa, pero con esa advertencia del jefe del sector, una circular del CDR en la mano y la orden de estar siempre juntos y localizados. La circular no hablaba del huracán Anónimo, ni decía la frase “asesino en serie”, solo decía aquello del extremo cuidado y la importancia de la disciplina revolucionaria. Estate quieta, Carmen, que Pompeya sabe cuidarse bien y está aquí cerca, dijo Gaby. Y era cierto. Pompeya, es decir, Gabriel Pulido Arnáez, su hijo, no solo era el mejor jardinero central que había dado Cuba en los últimos años, había sido también aprendiz de boxeador cuando era adolescente, y, aunque finalmente su fuerza al bate y su potencia en el brazo de lanzar lo decantaron por el béisbol, de vez en cuando servía de sparring para los boxeadores juveniles guanabacoenses. Sabe cuidarse, repetía su padre. Pero el huracán…, intentaba argumentar su madre. Sabe cuidarse, insistía Gaby, acercándose a ella, con cariño y lástima. Le daba lástima que su mujer, con tantos años ya, siguiera viendo a Pompeya como cuando era Pompeyita, flaco y débil, ingenuo e incapaz de defenderse. Por eso lo habían apuntado en boxeo desde temprano. Por eso ella se había alegrado tanto cuando su Pompi creció y lo vio ganar músculos y carácter. Pero el instinto maternal es del carajo. Carmen no se quedó tranquila pese a las caricias y las palabras de su Gaby. Llámalo al celular, dijo. Lo dejó aquí, míralo ahí, dijo el padre y señaló un teléfono Alcatel que estaba justo al lado de la vela, en la mesa de centro que tenían delante. Carmen no lo había visto. Pues llama a casa de su amigo, donde esté, y que se quede allí hasta mañana, que no venga de noche y tan oscuro. Basta, Carmen, se desesperaba Gaby. Dime el número y lo llamo yo. Ya debe estar llegando, chica, respondió el padre, ahora con tono de fastidio. Y era cierto. El cadáver de Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, su hijo, ya estaba llegando al portal de su casa en la calle Cruz Verde de Guanabacoa. Lo traían dos perros. Pero claro, los perros no lo habían traído hasta allí desde la casa de su amigo, que estaba cerca de los antiguos Escolapios y que era adonde había ido Pompeya a recoger el guante mágico con el que llegaría hasta el team Cuba. No. De la casa de su amigo, ya con el guante dentro de la mochila, Pompeya había salido casi una hora antes, tranquilo, silbando, con los auriculares puestos y escuchando un reggaetón que hablaba sobre sexo, bebidas y almendrones. Después que pasó todo, su madre pensó que tal vez por culpa de los jodidos auriculares (“no los pongas tan altos, hijo, que te vas a quedar sordo”, le decía diariamente el padre) el joven Pompeya no había visto venir a la muerte. No la había oído venir, mejor dicho. El reggaetón le taladraba los oídos (“¿no has oído a tu padre?, ¡bájale el volumen!, le decía diariamente Carmen) y Pompeya más que andar, bailaba, silbando y tarareando alternativamente la pegajosa música. Por eso no sintió llegar a la muerte. La muerte vino silenciosa, muy silenciosa, y lo hizo adrede, aposta, premeditadamente. La muerte sabía que Pompeya era atleta, un pelotero fuerte y talentoso, un practicante de boxeo, por eso debía ser muy rápida, tener sumo cuidado. Esta vez la muerte no había tenido que averiguar mucho sobre su posible víctima. A Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, todo el mundo lo conocía en Guanabacoa, en toda La Habana, en gran parte de Cuba. ¡El nuevo Javier Méndez! ¡Mejor que Víctor Mesa! Tal vez por eso fue escogido él y no otro como víctima. El asesino necesitaba (ya) un golpe de efecto, un golpe fuerte para ganar notoriedad, embutido como estaba en su personaje del huracán Anónimo, en el total anonimato. Estaba un poco harto de seguir en la sombra y de que solo los miembros de aquella cosa tonta llamada “Operación Anónimo” pudieran saber de él, hablar y conjeturar sobre él todo el tiempo. ¿Quieren guerra?, pensaba, pues tendrán guerra. Por supuesto, el joven Pompeya mientras regresaba a su casa estaba ajeno a todo esto. Ni siquiera sabía que la tormenta tropical “Gabrielle” era la séptima tormenta con nombre (su nombre) de la temporada de huracanes en el Atlántico ese año 2007. El joven Pompeya estaba sonriendo por los versos tan ocurrentes del reggaetón que oía (ay, mami, agárrate del tubo de la guagua, mami / agárrate del tubo y no te caigas, mami / agárrate del tubo), ajeno a que Gabrielle se había desarrollado como un ciclón subtropical el 8 de septiembre, cuatro días antes de su muerte, cerca de Cabo Lookout, en Carolina del Norte, Estados Unidos. Ya Pompeya había caminado como cinco cuadras, rumbo a Cruz Verde, sin saber que Gabrielle, tres días antes, el 9 de septiembre, había tocado tierra en Cabo Lookout, en los Outer Banks de Carolina del Norte, convertida en tormenta tropical con vientos máximos sostenidos de 90 km/h. Él llevaba el regalo de Kendry y el Duque en la mochila, y la mami de la canción seguía agarrando el tubo para no caerse. Eso era todo. ¿Qué más podía pedir? Feliz, tranquilo, el joven Pompeya regresaba a su casa ajeno a que “Gabrielle”, su tormenta tocaya, se había disipado el día antes, 11 de septiembre, dejando fuertes lluvias en toda Carolina y a lo largo de la costa, olas altísimas, corrientes turbulentas y marejadas que provocaron inundaciones leves. Él y su padre habían aceptado, con desgana pero con disciplina deportiva, aquella orden de “acuartelamiento obligatorio” que les llegó “de arriba”, y habían estado en una Casa Anónima, junto a otros muchos Gabrieles, hasta que al mediodía del mismo día de su muerte los liberaron. El joven Pompeya no supo nunca que los vientos y la lluvia de “Gabrielle” habían provocado solo daños menores en Carolina del Norte (vaya alivio, un respiro para sus habitantes, quienes todavía tenían frescas en la memoria las imágenes del huracán “Katrina”). No lo supo nunca. Ni él ni su padre ni el resto de los Gabrieles nacidos en Cuba y amenazados de muerte sin saberlo. Además, al joven Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, el futuro pelotero de Industriales y los equipos Cuba, el hijito de Carmen y Gaby, el sparring perfecto de los jóvenes boxeadores de Guanabacoa, qué le importaba “Gabrielle”, una tormenta tropical que andaba tan lejos, por el norte, que le importaba incluso que un día antes se disipara y desapareciera. Nada. Absolutamente nada. Él ya estaba muy cerca de su casa, en Cruz Verde, y la joven del reggaetón seguía agarrada fuertemente al tubo. Sonreía, silbaba, tarareaba, avanzaba. Estaba cada vez más cerca de su casa. Y tenían razón sus padres: el volumen de la música lo llevaba demasiado alto. Tenía razón su madre, aunque a este dato la policía no le hizo ni caso: por culpa del volumen en sus auriculares el joven Pompeya no vio venir al huracán Anónimo, no lo escuchó venir, mejor dicho. El huracán Anónimo jamás, hasta ahora, había usado un arma blanca en sus asesinatos, intentando mantener la coartada meteorológica de los huracanes. Pero con este negro enorme y deportista un arma blanca era lo más seguro (pensó así mismo: “con este negro”, no “con este tipo”, ni “en este caso”, ni “con esta víctima”, sino “con este negro”, e incluso sonrió al notar la paradoja del arma blanca para matar a un negro). Esta vez no correría riesgo. ¿Quieren guerra?, pues tendrán guerra, pensaba el huracán Anónimo mientras apretaba con fuerza el cabo del cuchillo, envuelto en una jaba de nailon de esas que dan en los supermercados para cargar la compra. Era un cuchillo grande, de carnicero, con hoja ancha y punta afinadísima y afiladísima. El huracán Anónimo había tenido la santa paciencia de afilarla él mismo en una chaira de piedra natural que tenía en su casa, que había traído años atrás de Barcelona. El huracán Anónimo estaba excitadísimo. Sí, estaba descontrolado, estaba excitadísimo y raramente feliz tan solo de pensar en lo que haría. La tormenta tropical “Gabrielle” no había tocado Cuba, cierto, ni siquiera había causado grandes daños en Estados Unidos; pero no le importaba. Allí estaba su nueva víctima, Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, y venía muy feliz, oyendo música, más negro que nunca en la oscuridad de la noche y del apagón en Guanabacoa. Ay, mami, agárrate del tubo de la guagua, mami / agárrate del tubo y no te caigas, mami / agárrate del tubo, cantaba Pompeya, ya no silbaba, ya no tarareaba, en el momento en que el cuchillo entró en su vientre a la altura del hígado el joven Pompeya acaba de cantar la frase ay, mami, agárrate del tubo de la guagua… Es más, el cuchillo cortó la guagua en dos, al medio. Ay, mami, agárrate del tubo de la gua… y la siguiente sílaba se convirtió en un grito seco, sordo, amargo, dolorosísimo, guarrrrrrrrrrr (o tal vez sonó guagggggggggg, un poco más exacto). Y el joven Pompeya cayó al suelo. No opuso resistencia. Cayó al suelo. Cayó al suelo como un saco de papas, se dice muchas veces. Fue una caída rápida, en picada, limpia. Fue una puñalada rápida, en picada (nunca mejor dicho), limpia. Después los forenses dijeron que había sido una incisión muy limpia, muy profesional. Un forense dijo “un corte limpio”, pero nuestra Forense, la forense Mayeta, fue más técnica y lo rectificó: una incisión limpia, muy limpia, muy profesional. Su compañero (llamémosle Forense 2), sonrió con anuencia. Lo que sí no dijeron los forenses, ni la Mayeta ni el Forense 2, porque no lo sabían, es que mientras Pompeya se desangraba, sorprendido por su muerte tan temprana y delante de su guante mágico, en sus auriculares una joven continuaba agarrada fuertemente al tubo de una guagua; ni que, mientras él se desangraba, su pobre madre, desesperada ya, le pedía a su padre que consiguiera el número del amigo de Pompi para llamarlo ella; ni que, mientras él se desangraba, el huracán Anónimo, su asesino, le metía en la mochila, justo encima del guante mágico que le había mandado el dueto Kendry-Duque, un pomo plástico pequeño, lleno de agua de mar, que llevaba puesta una etiqueta en un papel escrito por su puño y letra y que decía “Pobrecito Gabriel” sobre un dibujo del típico esquema en espiral de un huracán, con su ojo y sus bandas. Ni los forenses ni sus padres supieron que el cadáver de Pompeya estuvo más de media hora allí, a pocos metros de su casa, desangrándose, y que pasada media hora fue cuando dos perros callejeros, Asesino y Azul, se lo encontraron, rabiosos de hambre, y comenzaron a pelear por él, arrastrándolo. El perro más grande y musculoso que arrastraba a Pompeya no por gusto se llamaba Asesino: era un rottweiler violento y despiadado. Por su aspecto y su fiereza su último dueño, el que lo había bautizado con aquel nombre inequívoco, lo echó de su casa, y lo había hecho para no matarlo, que fue lo primero que pensó cuando Asesino atacó a su hijo de tres años, vaya susto. El dueño de Asesino vivía en Mantilla y había abandonado al rottweiler tres noches antes de que este tropezara con el cadáver del joven Pompeya; lo había abandonado en el barrio La Jata, de Guanabacoa, bien lejos de su casa mantillera. Y el perro Asesino llevaba tres días con sus noches dando tumbos por Guanabacoa, sembrando el miedo en quienes se le acercaban, nervioso, desorientado y muerto de hambre. Ya varios vecinos habían denunciado que había un perro suelto, violento, en los alrededores. Ya el perro había atacado y destrozado a varios animales: gatos, gallinas, un carnero, otros perros. Pero seguía suelto. Igual que Azul. Azul era un perro pastor alemán, con cara de noble, pero inmenso y feroz sobre todo cuando estaba hambriento, como la noche en que el huracán Anónimo asestó la puñalada a Gabriel Pulido Arias. Azul llevaba también varios días abandonado, muchos más días que Asesino: una semana justo. Su dueño, un poeta fanático de Rubén Darío, le había puesto Azul en homenaje al libro estrella del poeta nicaragüense, pero Azul era un perro de prosa, poco poético, era un perro demasiado pastor, demasiado alemán, demasiado perro para vivir en el cuarto piso de un apartamento de microbrigada en Alamar, en el Barrio de los Rusos, conviviendo con su dueño el poeta, su mujer y dos niños pequeños. Así que su dueño (obligado literalmente por su esposa) también decidió abandonarlo y escogió para ello un lugar bien lejano de Alamar (según él): el reparto Nalón de Guanabacoa. Y Azul llevaba una semana dando tumbos por aquellas calles, placeres, plazas, parques, desfallecido de hambre y de tristeza. Y la noche que el huracán Anónimo partió al medio la guagua de un reggaetón y el hígado de un futuro pelotero de Industriales, Azul estaba husmeando, hociqueando en los latones de basura de la calle Cruz Verde, buscando comida, desesperado. Y cuando su finísimo olfato alumbró en la oscuridad un cuerpo muerto, carne fresca, sangre, muy cerca, el perro Azul fue menos poeta que nunca, más perro que otras veces, un pastor alemán salivando como si tuviera al mismísimo Pavlov delante, y fue directo al cuerpo. Claro, Azul no sabía que Asesino tenía el mismo olfato, la misma hambre, las mismas ganas de hincarle el diente a lo que fuera. Por eso se encontraron con hambre y rabia sobre el cuerpo del joven Pompeya, y comenzaron a disputarse aquel manjar a dentellada limpia. Y entre mordiscos y tirones arrastraron por la calle Cruz Verde el cadáver de Gabriel Pulido Arias, el hijo de Carmen y Gaby, el futuro jardinero central de Industriales y los equipos Cuba. Los forenses dijeron después, no obstante, para tranquilizar a la familia, que el joven Pompeya no había muerto comido por los perros, como decían sus vecinos, sino de una limpia puñalada (dijo la forense Margarita Mayeta), y no sufrió, señora, tanto, quiero decir (dijo el Forense 2), y ambos apartaron la vista de los ojos de la vieja Carmen, que estaba mueble, piedra, roca negra y llorosa, muda y rota desde que le dijeron lo que había pasado. Quienes hallaron el cadáver de Pompeya no le dijeron nada a la señora Carmen. No le dieron detalles. Ni su marido Gaby tampoco. Ni el inspector de policía que llevaba el caso. Nadie le contó los macabros detalles. Le ahorraron saber que cuando un carro patrullero en ronda de rutina dobló en Cruz Verde aquella noche y alumbró lo que alumbró (dos perros arrastrando un cadáver humano a tan solo dos puertas de la casa de los dos Gabrieles, padre e hijo), los propios policías no podían creerlo. Dos perros enormes y un cadáver humano; dos perros enormes tirando del cadáver, mordiendo y mordisqueando. La primera reacción del chofer del carro patrullero fue pisar el freno (y lo hizo): ¡pero qué coño es eso! La segunda reacción fue poner la luz larga (y lo hizo). La tercera reacción fue accionar el cláxon (y también lo hizo). La cuarta reacción (y también lo hizo) fue pisar el acelerador y dirigir el carro bruscamente hacia los perros, contra ellos y el cadáver, mientras su copiloto, el otro policía, era quien decía esta vez: ¡pero qué coño es eso! Contó la vieja Carmen Arias, luego, que ella sintió aquel sonido del claxon desde la sala de su casa, un pitido larguísimo, pero que nunca lo asoció a su hijo Gabrielito. Contó luego su padre Gaby, destrozado, que él también lo escuchó, pero tampoco pensó en su hijo. Tras el golpe de claxon, largo, larguísimo, nadie pensó en Pompeya. Cuando sí pensaron en Pompeya fue segundos después, cuando sonaron los disparos. Porque después de arremeter con el carro patrulla contra los perros y el cadáver, viendo que ni así las dos bestias aquellas soltaban su presa, el conductor del patrullero pensó que tenía que detener el carro (y lo hizo). Pensó que tenía que salir del carro y detener aquella comilona (y lo hizo). Lo pensaron los dos (y los dos lo hicieron). El chofer del carro patrullero pensó que debía sacar su arma reglamentaria, una Makarov que nunca, jamás, había tenido que disparar en casi 10 años de servicio (y así lo hizo). Así lo hicieron. Porque aquellos jodidos perros, con la luz larga del carro dándoles de frente, con el capó del carro casi encima de ellos, y a pesar del claxonazo intimidante, los miraban de frente, desafiantes, babeantes, sin soltar la presa. Fue entonces cuando ambos policías saltaron del carro, echaron mano a sus pistolas y apuntaron, el chofer a Asesino y el copiloto a Azul. Fue entonces cuando los perros, las bestias, aquellos moles dentadas y babeantes y furiosas soltaron al cadáver de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, y saltaron sobre los policías. O intentaron saltar, porque las balas son más rápidas. Nada más que soltaron el cuerpo de Pompeya, y apoyados en sus piernas traseras como en una macabra coreografía muy ensayada, Asesino y Azul intentaron saltar contra ellos, ambos policías pensaron que había llegado el momento de estrenar sus Makarovs, todo fue uy rápido, pensaron que había que apretar los gatillos, y lo hicieron. Y sonaron como auténticas bombas en el silencio oscuro de la calle Cruz Verde los disparos. Los disparos que sí oyeron, cómo no, Carmen Arias y Gabriel Pulido, los padres de Pompeya. Y esta vez sí pensaron en su hijo. Fue instintivo, automático: sonaron los disparos a la vez (otra coreografía que parecía ensayada) y Carmen y Gaby a la vez gritaron ¡GABRIELITO!, saltaron del sofá y gritaron ¡GABRIELITO!, intuición maternal, miedo paterno, ganas de aquel miedo y aquella intuición no tuvieran sentido. Pero lo tuvo, lamentablemente. Y para colmo casi al instante vino la luz. Dios dio, hágase la luz, y se hizo. Y con la claridad y los disparos salieron los vecinos, todos los vecinos, y el horror lo invadió todo, se hizo inmenso, insoportable. En una acera de la calle Cruz Verde, había tres cadáveres. El cadáver de un rotwailer con un tiro en la frente, el cadáver de un pastor alemán con un tiro en un ojo, y el cadáver de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, Pompi, Gabrielito, el hijo único de Carmen y Gaby, el mejor pelotero de Guanabacoa, el futuro center field de Industriales y el equipo Cuba. Inenarrable lo que continuó, imposible contarlo. Solo diré que el joven Pompeya, según se supo luego, para alivio de todos, no había sentido ni un solo mordisco, ni una sola dentellada, ni siquiera sintió el pavimento destrozando su piel; el joven Pompeya había muerto casi en el acto, había agonizado durante poco menos de un minuto tras la puñalada, el tiempo suficiente para que la mami de la guagua soltara el tubo del raegguetón y empezara a sonar otro tema del mismo género en un MP3 blanco y pequeño, ya irrecuperable. Ya todo era irrecuperable: el MP3, la ropa de Gabriel, su rostro, su vida. Cuando Criminalística llegó y cercó la zona y levantaron el cadáver, lo único recuperable (y con valiosa información para aquel caso) era la mochila del joven Pompeya. Allí dentro, como encogido de pavor, había un guante grande de pelotero, de jardinero zurdo, carmelita oscuro y new packet. Este guante es una joya (no pudo evitar pensar el oficial que requisaba pruebas). Con más de un pie de largo, con la palma profunda y correa cerrada, el guante miraba a los oficiales y todos miraban en silencio al guante. Está perfecto para atrapadas de “cono de nieve”, dijo Pompeya la primera vez que lo tuvo en la mano. Está volao, dijo su amigo, el que vive por los antiguos Escolapios. Está escapao, dijo el padre de su amigo, probándolo. Ahora sí, asere, dijo Pompeya. Hasta el team Cuba no pares, dijo el padre de Pompeya. O hasta las Grandes Ligas, bróder, no seas comemierda, dijo su amigo. Y se partieron de la risa. Y junto al guante, casi dentro de él pero no encogido de pavor sino con cierta altanería, los oficiales hallaron el misterioso hallazgo de aquel pomo de agua, con aquella etiqueta. En cuanto la vieron, el detective Riverón, la forense Margarita Mayeta y el mayor Armenteros se miraron en silencio. Angulo le pasó el pomo de agua a la Forense y esta se lo pasó al detective Riverón, todo en silencio. El detective Riverón observó detenidamente la etiqueta.

El muy cabrón se está burlando de nosotros —dijo.

            Silencio.

            —Es su jodida firma.

            Silencio.

            —Está descontrolado y ha ganado confianza.

            Silencio.

            —Se siente fuerte el muy cabrón.

            Silencio.

Silencio.

Silencio.

¿Y esa botella de agua?

Silencio.

¿Usted entiende lo de la botella de agua, detective?

El detective Riverón no quería especular, no le gustaba especular. Esperaría. Esperaría a que el Laboratorio dijera qué era aquello, qué tipo de líquido era ese líquido que ellos llamaban agua, que parecía agua.

Y cuando los del Laboratorio confirmaron que sí, que era agua, el detective Riverón rompió el silencio, delante otra vez de la Forense y del mayor Armenteros, como si hubieran dejado la conversación en pausa tres segundos antes y no varias horas.

Es agua —dijo.

¿Agua? —preguntó la forense Margarita Mayeta.

Agua de mar —dijo el detective Riverón—. La botellita estaba llena de agua de mar.

¿Y eso? —Armenteros.

Agua de mar —la forense Mayeta.

Algo quiere decirnos —el detective Riverón.

¿Pero qué? —la Forense.

No lo sé aún —detective Riverón—. Pero algo quiere decirnos con esta botella llena de agua de mar y la etiqueta de los huracanes.

Se está perfeccionando —intervino por fin Eusebio Pi, que había estado todo el tiempo detrás de su jefe, o a su lado, pero solo intervenía si podía repetir alguna frase que había oído al detective antes.

Se está perfeccionado el muy cabrón —confirmó el detective—. Esta es, digamos, su firma mejorada.

Pero qué quiere decirnos —insistió la Forense.

No lo sé aún —detective Riverón.

Y así siguieron durante más de una hora, cotejando todas las informaciones que tenían sobre el nuevo asesinato del huracán Anónimo. Ninguno de ellos pensó en la enorme pérdida que había tenido el béisbol capitalino. Ninguno de ellos supo, nunca, lo que se vivió en Guanabacoa tras la muerte de Pompeya, al día siguiente, en las siguientes semanas. Nunca se había visto un entierro tan multitudinario, ni tan dolido, como el entierro de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, el malogrado center fied de los equipos Cuba. Nunca se había vivido un momento tan violento ni en el barrio ni en todo el municipio. Ni siquiera cuando el asalto al carro del dinero, decían. Pero ninguno de ellos cuatro (el detective Riverón, Eusepio Pi, la Forense Margarita Mayeta, el mayor Armenteros), ni Rolo Contreras, ni el licenciado Echemendía, ni Paquita Diligencia, ni ningún otro miembro de la “Operación Anónimo” fue testigo de aquello: de los gritos, los llantos, los rituales religiosos y los aplausos en el adiós definitivo al joven Pompeya.

Y el huracán Anónimo tampoco. Consumado el hecho, se desentendió por completo de sus consecuencias. Y una vez en su casa, se dio una ducha, se afeitó, puso música clásica (Vivaldi) y encendió la computadora. Estaba muy tranquilo. Con parsimonia abrió un archivo en Word, en blanco. Con un solo dedo activó la mayúscula. Y entonces tecleó, despacito: PRÓXIMA TORMENTA TROPICAL: INGRID.



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