martes, 1 de septiembre de 2020

EL GENIO EN SUS ESPEJOS ROTOS. Un cuento de Osvaldo Burgos

                                                                               


       

                                                                                                                                   Al Maestro de todos


I

Los historiadores y los críticos tienen a Ptolomeo Queno como un mentiroso, pero nadie vio jamás una sola obra de su autoría. El único que hace mención a sus dichos es el patriarca bizantino Focio; pero Focio vivió siete siglos después que Ptolomeo.

Durante más de setecientos años, Ptolomeo Queno no existió. Fue la nada, el silencio, ni siquiera el olvido. Un día nació a la fascinación y a la mentira con tres obras escritas. Hoy, mil doscientos años después de esa trinitaria sublimación inesperada, cuenta con una respetable corte de eruditos, seminaristas, estudiosos que coinciden, desde la tradición argumental de Focio, en la palmaria atribución de falsedad a su palabra.

Si aceptamos confiar en los intérpretes y soslayar, a más de mil años de distancia, tanto la selección azarosa de la pluma como la discrecionalidad imprevisible de las manipulaciones, el sabio bizantino habría inscripto a aquel griego de Alejandría en el apreciable universo que delinean los signos de tres obras irredimiblemente perdidas: un poema épico en siete libros, titulado El Antihomero, una novela sin demasiado rigor de método, que llevaba por nombre La Esfinge, y una entrañable Historia Universal de la Paradoja, que sería necesario volver a escribir.

No es que su erudición sea falsa, notó y preservó en sus anotaciones el de Bizancio; es que su falsedad es erudita.

Sostiene la autoridad de sus propias ideas diseminándolas sistemáticamente en una maraña de citas apócrifas. Y completando la ironía de semejante gesto, exhibe como propias las ideas ajenas, omitiendo la aclaración de sus referencias genuinas.


II

Todavía no han pasado doscientos años desde que el más radical de los profetas judíos muriera entre ladrones en una cruz romana y, en Alejandría, un tal Ptolomeo Queno deambula como un poseso por los vastos pasillos de la Biblioteca. Desde hace meses, dedica sus esfuerzos a contar el número de Helenas famosas que vivieron durante la Guerra de Troya.

Veintitrés; las Helenas famosas eran veintitrés. Y fue una de ellas, la hija de Museo, la que escribió la crónica de esos enfrentamientos crueles, explica ante el extrañamiento y la fingida complicidad de los letrados. Después, el desvergonzado Homero robó esos escritos y los publicó bajo su nombre; agrega gritando a sus espaldas, con el alma en los ojos, mientras sigue su camino.

No obstante, la Ilíada es infinitamente más que una simple crónica de las batallas entre aqueos y troyanos y la Odisea ni siquiera se detiene en la pretensión de ser tal cosa. Con la hija de Museo sola, no alcanza; una de veintitrés Helenas no es suficiente. Y -aún en el fervor de su cruzada por el desenmascaramiento de aquel a quien Heródoto llamó Melesígenes y los poetas de todas las edades nombran como “el divino”- el apasionado autor de El Antihomero no puede ignorarlo. Entonces, sube la apuesta:

Ilíada y Odisea eran escritos que Fantasia, una joven doncella egipcia, ofrendó cándidamente a su diosa en un templo de Menfis. Y tropezando con ellos por azar, el gran ladrón de la lira, iba todas las tardes a copiarlos, vendiéndolos como suyos.

Así, de acuerdo con esta hoy desacreditada versión sin seguidores, una doncella pía habría escrito una parte de los libros paganos sapienciales en los que ocurre, se hace posible, tiene lugar, nuestro reflejo como mitología. Y, sin coincidencias de tiempo ni de espacio, una sacerdotisa habría tramado el resto.

De tal modo, Homero, el divino, el poeta, no habría sido una mujer sino dos: dos jóvenes mujeres extrañas entre sí. Fuera de toda épica -ajeno a la conocida leyenda que lo sitúa como un hijo de cautivos condenado a contar el heroísmo de los otros- nuestro escritor inicial e iniciático, no habría sido privado de las armas, simplemente se habría resistido a la rueca. Dos veces.

Por su parte, Homero, Melesígenes, el hombre, no sería más que un ladrón. Un brillante ladrón -corresponde decirlo aquí, aunque Ptolomeo lo calle- que habría tenido la genial intuición de interpolar entre los textos copiados en el templo, las crónicas robadas al pie de las murallas. Un lúcido e inescrupuloso plagiario.

Puede parecer disparatado, descabellado, absurdo; y así debió haberles resultado a quienes pasaban sus días discurriendo entre los insignes rollos. Pero la historia, en cuanto género de ficción, es pródiga en ejemplos de este tipo: la atribución de insensatez suele ser un ardid, en ella, para la negación de lo incómodo.

Al fin de cuentas todavía no sabemos gran cosa sobre Homero; ni siquiera si era uno de muchos o, simplemente, muchos en uno. Y, en cualquiera de los casos, cuántas mujeres, cuántos hombres, cabían en la inaudita inconmensurabilidad de su Uno múltiple.

La singularidad es intersubjetiva, no matemática. Pensar una mujer en la hipotética multitud de un nombre único, obliga también a aceptar como posible la hipótesis de que esa misma multitud se agote y se unifique en ella.


III

Es 1897, es Sicilia, y el rostro de un viejo hombre sentado frente al Mediterráneo se ilumina de pronto. Inmerso en la efusividad agonizante del siglo XIX, el escritor inglés Samuel Butler acaba de descubrir, en una intuición conmovedora, que el tal Homero no puede ser sino una joven mujer del pequeño pueblo siciliano de Trapani. No un ladrón, ni dos doncellas: una cortesana, una hetera.

Venciendo, por mera simpatía, sus reservas iniciales, el Nobel irlandés George Bernard Shaw acepta la posibilidad de semejante teoría. Únicamente la posibilidad, claro. No obstante, fuera de esa loable indulgencia gentil, no hay quien conceda la menor importancia a la iluminación de Butler.


Perdido en su frustración, once años después de aquel hallazgo, el inglés muere quejándose de tanta indiferencia malsana, en una serie inconclusa de libros olvidables. Homero puede ser uno o muchos, pero es hombre; rezan los textos escolares. En la isla de Ios se muestra su tumba masculina; así como en Creta se mostró, durante siglos, la tumba poderosa del padre Zeus. Los cielos nunca son democráticos.

El mundo, tanto en sus silencios como en sus himnos, tanto en el hastío de sus héroes como en el canto de sus cóleras, continúa siendo, por ahora, una exhalación patriarcal. Bajo las ficciones que emergen, inevitablemente hay otras que se cruzan; siempre las mismas y por eso mismo, siempre otras.

Entre lo imaginario y lo real no hay antinomias, sino dicotomías en tensión, cuerpos que fluyen, continuidades suspendidas y en espera. Si todo es provisorio, nada es inconciliable. En ese convencimiento inscriben la justificación de su trabajo, con un dejo de orgullo, los expertos en la obra -inexistente y por siete siglos olvidada- de Ptolomeo Queno.


IV

Miente con la misma facilidad con la que subyuga, comentan cuando hablan de él estos eruditos, citando un pensamiento nunca escrito de G. W. Bowersok.

Bowersok es un científico que ha ofrendado su vida al estudio de Focio, persiguiendo por décadas, en ese territorio inabarcable, al elusivo contador de las Helenas. Sus conclusiones sobre el tema se aceptan hoy, en todo el mundo, como una verdad irrefutable. Y todo lo que él afirma que Focio afirmaba que Ptolomeo Queno habría dicho, tiene la validez de una prueba categórica.

Desde hace años, únicamente el mismo Bowersok ostenta la legitimación necesaria para dudar de una hipótesis de Bowersok. Y a veces lo hace. ¿Hasta dónde puede problematizar una ciencia, no ya sus presupuestos de verdad sino la misma existencia de su objeto? Es posible sostener la nada como una forma del ser, pero de ningún modo proponer al ser como una forma de la nada, escribe el doctor B. en su libreta de apuntes.

Está cansado. Piensa en los templos de Menfis, en las murallas de Troya, en la necesidad de creer, desde la que todo saber -en cuanto creación- ocurre. Se detiene en las veintidós Helenas olvidadas, en el inglés que miraba el mar de Sicilia, en la cortesana de Trapani que lo deslumbró. Al principio siempre fue el Verbo, agrega. Lo demás, es literatura.

Hay un mundo que es, pero es inefable. Hay un mundo que se cuenta, que se mide, que se somete a la semiótica y al cálculo, pero que no es. La irrupción de la letra supone, ya, un distanciamiento; la apropiación de un lugar para los nombres implica, ya, una separación; en el advenimiento y en la omnisciencia de su ser, el Verbo porta irredimiblemente el error y la falacia.


V

¿Algo pasa más rápido que las certezas?

Por los vastos pasillos de la Biblioteca, un hombre ciego camina. Lee a Focio, que lee a Ptolomeo, que lee a Homero. A Bowersok lo pasa de largo, a Butler le dedica una tierna sonrisa irónica. Por fin se sienta y escribe un largo ensayo sobre George Bernard Shaw.

En ese texto, denuncia una obvia paradoja que se repite en todos: fuera de la quietud de lo que emerge, el tiempo no existe; pero pensar implica inscribirse en un modo de la temporalidad que nos actúa.

La memoria no puede ser sino una condición de ese tiempo inexistente; la luz, una necesidad del espacio. En el imprevisible punto exacto en el que una y otra vez confluyen, irrumpe la letra, tienen lugar los nombres. Y en sus errores y con sus falacias, el Verbo abdica de los resabios de haber sido, y es. Sin embargo, en tanto la memoria total es impensable, todos los tiempos lineales se fracturan. Todos los tiempos cíclicos se interrumpen.

Una joven doncella, una hetera, una sacerdotisa, un ladrón: cualquiera pudo haber sido Homero, en tanto todos seremos la nada, el silencio y, con suerte, el olvido. Así, de una y otra forma, una y otra vez, Homero vuelve a ser todos.

¿También Ptolomeo Queno que afirmaba su existencia como plagiario? Interroga el profesor B., en los escritos frente a él, a los precursores que ha parido. También, le responden a coro los eruditos de su obra, que tienen por probada la entera falsedad de sus tesis, conviniendo en callar el admirable desmérito de su ingenio.


VI

Es 1986, es Ginebra. El hombre ciego ha terminado su trabajo y se siente débil; hay demasiado soledad en la lengua. Mañana será otro día, con otras cóleras, otros Aquiles, otras musas. Sobresaltado, escucha las campanadas del reloj de una iglesia cercana. Ya es hora.

Tras la ventana, un coche deja oír algunas voces que se pierden; y mientras se pone dificultosamente de pie, el hombre reconoce uno de los tantos idiomas de su infancia. Piensa en su Helena, que llegará pronto. Y se lamenta por cada una de las guerras que nunca le ofrendará.

Si la luz es una propiedad de lo que ha sido; lo único visible ha de ser lo que fue, concluye. Por eso, solo podemos escribir lo que será.

Entre la fascinación y la mentira, ninguna historia universal es posible, salvo la de la infamia. Luego, a salvo de los literatos y de los críticos -más allá del esporádico azar de los hallazgos y del recurrente fervor de los incendios- si algo en ella no es aleph, ha de ser inevitablemente laberinto. Es decir, cosmos, anaqueles, ceremonias.

Apoyándose en el respaldo de una silla sin dueños, el hombre ciego cierra los ojos para ver la nieve. Y, con los brazos abiertos, corre por los pasillos de la Biblioteca hacia su madre. Con el alma en los ojos corre; gritando como un poseso o como un niño.

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