“Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser?”. Así se expresa Julio Cortázar (narrador nacido en Bruselas, de padres argentinos, en 1914) en entrevista concedida a Luis Mario Schneider. En Los premios (1960), primera novela de Cortázar (anteriormente había publicado un poema dramático y tres volúmenes de cuentos), ese retroceso a la sinceridad, esa intención de tocar fondo, eran visibles; el método de muestreo entonces utilizado parecía destinado a comprender y rescatar el país escamoteado. En Rayuela (1963), segunda novela, existe probablemente una intención similar, aunque ya no dirigida al país sino al individuo que también se escamotea a sí mismo. En última instancia, empero, ese propósito podría ser interpretado como un modo extremo, hiperbolizado, de intentar salvar el país mediante el rescate individual de cada una de sus células.
En realidad, hace ya catorce años que Julio Cortázar publicó la primera edición de Bestiario (1951), el libro que provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En la mayor parte de aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula que le daba un buen dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro de un marco de verosimilitud y los personajes empleaban los lugares comunes y los coloquialismos en que se especializa el bonaerense. En algunos pasajes, el lector tenía la impresión de que hasta lo fantástico funcionaba como un lugar común. En el cuento Carta a una señorita de París, por ejemplo, el hecho de que el protagonista vomitara con alguna frecuencia conejitos vivos, era relatado en primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
Tal vez ahora, cuando los tres volúmenes de cuentos (Bestiario, Las armas secretas, El final del juego) figuran sostenidamente en los cuadros de best-sellers, y es oportuna la relectura íntegra de los treinta y un relatos, haya llegado la ocasión de indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la inexplicable exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del cuento latinoamericano) uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma. “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen a género llamado fantástico por falta de mejor nombre”, ha declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”. Releyendo prácticamente de un tirón todos los cuentos de Cortázar, es posible advertir que llamarlos fantásticos delataba en verdad la falta de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que los une y los orienta, pone el acento en otra característica, para la cual lo fantástico es sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más arriba, el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la excepción.
Adolfo Bioy Casares, en el prólogo a la Antología de la literatura fantástica que en 1940 publicara conjuntamente con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, al considerar las diversas tendencias de esa rama de la literatura, expresa que “algunos autores descubrieron la conveniencia de hacer que en un mundo plenamente creíble sucediera un solo hecho increíble; que en vidas, consuetudinarias y domésticas, como las del lector, sucediera el fantasma”. Si se hace la prueba de aproximar esa comprobación a la obra de Cortázar, se verá que sólo se corresponde con una de sus zonas. Para adecuarla, al resto de su producción habría que hablar más bien de la conveniencia de hacer que en un mundo plenamente gobernado por reglas sucediera un solo hecho excepcional; que en vidas consuetudinarias y domésticas, como la del lector, sucediera de pronto la excepción, el vuelco sorpresivo. En una lista de cuentos mencionados por Cortázar como seguros integrantes de una antología de su propio gusto (Poe, Maupassant, Capote, Borges, Tolstoy, Hemingway, Dinesen, y también Un sueño realizado de nuestro Juan Carlos Onetti), ese culto de la excepción aparece como un común denominador. Cortázar ha relatado que un escritor argentino, muy amigo del boxeo, le decía que “en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out”. El lector de Cortázar sabe, por experiencia, lo que es quedar fuera de combate; pero sabe también que, aunque este narrador utilice a veces algún fantasma para llegar al ansiado knock-out, la contundencia del impacto, tiene a menudo que ver con algo tan cercano y tan concreto como la lisa y llana realidad. Si se tiene la paciencia de efectuar una suerte de lectura colacionada de los treinta y un cuentos, se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en los mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas chinas de lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de un dato (un sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico) absolutamente creíble y verificable en la realidad. Un cuento como Cartas de mamá construye su fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; Las ménades crea la suya a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; La casa tomada trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social que poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene el valor, ni tampoco las ganas, de enfrentar. En Omnibus, lo fantástico esta dado sólo por esa cosa insólita, misteriosa, innominada, que siempre parece a punto de desencadenarse y sin embargo no se desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza ocurrir. Pero no todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico. Es más: casi me atrevería a afirmar que esa doble posibilidad, fantasía-realismo, constituye un ingrediente más de su tensión, de su indeclinable ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que este narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la angustiosa espera de los dos rumbos. La noche boca arriba, es un ejemplo típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente verosímil. Después del almuerzo y Los buenos servicios, por el contrario, están anunciando siempre un desenlace irreal y en cambio acceden a la sorpresa justamente por la puerta de servicio. En El móvil, se planifica la anécdota de modo tal que todo el cuento aparece como muy realista, pero luego resulta que son el impulso, la razón de esa misma anécdota los que se vuelven inexorablemente fantásticos, irreales. En Circe, el horror planea tan puntualmente sobre el barniz romántico de la historia que cuando la peripecia se desliza (perfecta equidistancia entre Escila y Caribdis) entre aquel barniz romántico y su complementario horror, es el arduo equilibrio el que se convierte en excepción.
En la desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el tiempo. Sobremesa plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente lúcidas, cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos. La colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico del relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si las cartas que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma Alberto Rojas serán entonces la excepción, y viceversa. “El tiempo, un niño que juega y mueve los peones”, reza el epígrafe de Heráclito; pero el lector tiene la espesa, escalofriante impresión de estar frente: a dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el tiempo propiamente dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En Las armas secretas también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en el cuento una carga de excepción, allí sí fantasmal.
Sin embargo, resultó curioso comprobar que los dos mejores cuentos (El perseguidor, El final del juego) de estos tres volúmenes, se atienen a anécdotas que ni por un instante abandonan el carril fehaciente, el minucioso tilde del detalle. ¿Y la excepción? En el primer caso, la excepción es el protagonista: Johnny Carter, el saxofonista negro, consumidor de drogas, olvidadizo, mujeriego, preocupado (como el espléndido personaje de La flor amarilla y tantas otras criaturas de Cortázar) por el tiempo. Johnny tiene alucinaciones, ve extrañas urnas, vislumbra una puerta que ha empezado a abrirse, una puerta junto a la cual está Dios, “ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina”. Al igual que el escritor, el personaje busca sus propios medios (la droga, la alucinación, el éxtasis cuando toca el saxo alto) de fabricarse una personal fantasmagoría, pero ésta, precisamente debido al empleo de tales medios, se vuelve verosímil. Para admitirla, el lector no tiene por qué expatriarse del sentido común. En El final del juego, sutil y aparentemente inocente recreación de adolescencia, el narrador imagina (o evoca) una limpia trama lineal, sin interpolaciones ni trastrueques. En esa historia de tres muchachas que, junto a las vías del ferrocarril, juegan a las estatuas y a las actitudes, y de ese modo impresionan y aluden a un joven pasajero de rulos rubios y ojos dulces que viaja diariamente en el tren de las dos y ocho, todo parece preparado para un cuento manso, distendido. El juego de las estatuas es atractivo, porque inmoviliza provisoriamente a los ágiles; es alegre, porque esa parálisis fingida apenas significa una broma, una parodia. Pero en el cuento de Cortázar aparece una excepción a esa regla: la lisiada Leticia, que sólo disimula el defecto físico cuando se inmoviliza en el juego. Su parálisis real socava retroactivamente la liviandad y la inocencia del entretenimiento.
Con tales fracturas de lo corriente, de lo vulgar, de lo siempre admitido, Cortázar no está sin embargo trastornando o enredando la historia o los valores del género. Más bien está creando en la línea acumulativamente clásica que pasa por Poe, Maupassant, Chejov, Quiroga, Hemingway; una línea que implica un rigor (rigor en la sencillez, cuando el tema la vuelve obligatoria, y también rigor en la complejidad, cuando ésta se convierte en el único medio de transformar el cuento en algo significativo) que va desde la técnica hasta la sensibilidad, desde la intuición verbal hasta la firme autocrítica; una línea que implica que el cuento no nace ni muere en su anécdota sino que contiene (son palabras de Cortázar) “esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana”. La gran novedad que este notable escritor introduce en el género, no es (como en Rayuela) una revolución formal o de estructura; la gran novedad es la de su inteligencia, la de su alma; es su flamante, renacido, inédito aprovechamiento de la lección de los viejos maestros, esos alertados tronchadores de lo cotidiano, esos tenaces salvadores de la hondura.
La trama de Los premios (1960), la primera de sus dos novelas, no es demasiado complicada. Se ha realizado una rifa, organizada por algún ente vagamente estatal, con un viaje transoceánico como máxima recompensa. La novela junta en el Malcolm al más heterogéneo de los pasajes, pero el novelista no confía en el azar en la misma medida que sus personajes; de ahí que los elija en carácter de muestras de varias capas sociales, varios estratos de cultura, diversos niveles generacionales. Los personajes de Los premios son deliberadamente representativos. Semejante método de muestreo le da a la novela cierta rigidez especulativa, acentuada aún más por el confinamiento de los pasajeros a la mitad, sólo a la mitad, del Malcolm. Porque a la otra mitad —la que incluye la popa— los pasajeros no tienen acceso: un coordinado hermetismo de impenetrables puertas y exóticos marineros, impide inexorablemente el paso. A lo largo de las cuatrocientas y pico de páginas de que consta la novela, el lector no sabrá a ciencia cierta (el pretexto del título siempre suena a falso) por qué misteriosa razón el tránsito a la popa está vedado. La prohibición alcanza a los pasajeros y también al lector.
El viaje es, en definitiva, algo trunco, ya que sólo durará tres días, y el ciclo se cerrará volviendo al café London, en Perú y Avenida de Mayo, que había sido el punto inicial de concentración de los premiados. A despecho de la cura en salud de Cortázar (“no me movieron intenciones alegóricas y mucho menos éticas”), toda la novela es una invitación al reconocimiento de símbolos y claves. El más obvio de esos símbolos llevaría a asimilar la suerte del Malcolm con la de una Argentina más o menos actual, considerando a ésta como un país que tenía un destino y se quedó sin él, un país de frustración –como tantos otros de América Latina– tripulado por tímidos o indiferentes o conformistas o, en el mejor de los casos, por improvisados rebeldes que van al sacrificio. Quienes pretenden averiguar las secretas motivaciones de los cambios de rumbo (el secreto de la popa), pagan con una inútil lucidez (la popa está vacía) o también con la vida. Los únicos personajes que se realizan son Medrano –asesinado en el preciso instante en que se hace la luz en su ámbito interior– y el Pelusa, una mente primitiva y decidida que se salva por el vigor y la pureza, aunque esos mismos rasgos no le alcancen para que los demás se salven de sus inevitables y propias frustraciones. Con ese ciclo que empieza y acaba en el café London, Cortázar parece estarle diciendo a sus connacionales, y quizás a otros latinoamericanos, que toda aventura argentina (o acaso rioplatense, o tal vez latinoamericana) está contaminada por charlas de café; que la charla de café es el mayor intento de comunicación que el individuo realiza con su prójimo, y, asimismo, la única y modesta variante de su compromiso. En todo esto (novela de Cortázar, interpretación del crítico) hay, naturalmente, una simplificación, pero todo simbolismo literario está simplificando algo, y, por otra parte, tiene el derecho de hacerlo, siempre y cuando funcione además como literatura.
La otra salida es la interpretación literal que, paradójicamente, en este caso es casi fantástica. Cuando los escasos rebeldes deciden descubrir por sí mismos las razones de tanto misterio, y emprenden su excursión libertadora, Medrano llega hasta la popa y adquiere —un segundo antes de ser asesinado por la espalda— la convicción de que la popa está vacía. “A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa”, alcanza a pensar, rozando de paso alguna controversia que el lector no consigue dirimir consigo mismo. Porque si en la popa no existe nada, y además no hay tifus, el hermetismo y las prohibiciones van a inscribirse automáticamente en una estructura de absurdo: todo ha pasado por nada (y conste que ese todo incluye nada menos que una muerte). Pero quizá Cortázar busque decirnos precisamente eso. A diferencia de Kafka, en cuyo mecanismo de eterna postergación, está la presencia inasible de Dios, en Cortázar detrás de la postergación está sólo la nada.
Ya sea en la zona de lo estrictamente fantástico (buena parte de sus cuentos) como en esta alegoría que se niega a sí misma, Cortázar demuestra que posee el don de narrar. (Desde este punto de vista sólo habría que reprocharle los híbridos, aburridísimos soliloquios de Persio). Antes de ver su categoría simbólica, los personajes de Los premios valen como entes literarios. Algunos de ellos, como el Pelusa o como Jorge (los dichos del niño son uno de los grandes atractivos del libro) están vistos y diseñados con cariño; otros, como Claudia y como Medrano, parecen no creer en el propio calado espiritual que evidentemente poseen; por último, López, Felipe, Paula y Raúl, frente a quienes el narrador despliega una cruel objetividad, ofician de contrastes y además no pueden escapar de su mundo cerrado y sin excusas. Los demás son viñetas (algunas de ellas memorables), diálogos costumbristas, simples detalles en este fresco —tan bienhumorado y a la vez tan patético— de la vida argentina contemporánea. “Detesto las alegorías”, dice un personaje de Cortázar, “salvo las que se escriben en su tiempo, y no todas”. De algún modo, Los premios es una alegoría pensada y escrita exactamente en su tiempo.
Ahora bien, así como en Los premios Cortázar niega rotundamente todo propósito alegórico y acaba sin embargo construyendo una alegoría de la frustración, así también en Rayuela —que desde la solapa anuncia su condición de contranovela— termina creando un mundo de una dimensión distinta, original y hasta polémica, pero que sigue siendo novelesco, aunque tal vez en un sentido más hondo y esencial. En un Tablero de dirección el autor advierte: “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo”. El Primer Libro se divide a su vez en dos partes: Del lado de allá y Del lado de acá. En la primera, Horacio Oliveira, porteño en París, vive del chequecito familiar, reparte su tiempo sexual entre dos mujeres (Pola, condenada a un cáncer de pecho; Lucía, también llamada la Maga, uruguaya con recuerdo y con hijo) y frecuenta un grupo más o menos internacional, denominado el Club de las Serpientes e integrado por extáticos auditores de jazz y sobre todo por disentidores vocacionales; esto, hasta que muere Rocamadour, el hijo de la Maga, y ésta desaparece. En la segunda, Oliveira regresa a los brazos y al lecho de Gekrepten, Penélope bonaerense, encuentra a su amigo Traveler casado con Talita, y se incorpora a ese matrimonio en un curioso triángulo de vivencia y convivencia; trabaja con ambos, primero en un circo y luego en un manicomio, y su carrera de personaje literario culmina en un casi suicidio. Por último, De otros lados es el título que Cortázar da a la reunión, en deliberado caos, de noventa y nueve capítulos a los que califica de prescindibles.
Con esta complicada estructura, Cortázar se las arregla para crear la novela más original, y de más fascinante lectura, que haya producido jamás la literatura argentina. Por lo pronto, Rayuela puede ser disfrutada en varias zonas, a saber: la conformación técnica, el retrato de personajes, el estilo provocativo, la alerta sensibilidad para las peculiaridades del lenguaje rioplatense, la comicidad de palabras e imágenes, la sutil estrategia de las citas ajenas. Hay una novela para lo que Cortázar llama el lector-hembra (o sea “el tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo”), pero también hay en Rayuela otra novela para lo que él denomina lector-cómplice, quien “puede llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma”. Después de esas opiniones de su sosías Morelli, resulta un poco inexplicable el juicio negativo expresado por Cortázar con respecto a la literatura comprometida. La palabra reciprocidad existe. ¿No es lógico entonces que el pueblo (suma de todos los lectores posibles) aspire a que el autor se comprometa, para usar palabras de Cortázar, en el drama que podría ser el suyo? ¿No es lógico también que esa suma de lectores aspire a hallar un autor-cómplice, que sea copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que ellos están pasando?
En cierto modo, la palabra que da título al libro (“La rayuela se juega con una piedrecita, que hay que manejar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrecita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil, llegar con la piedrecita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo”) compendia diversas interpretaciones y sentidos. Sirve sobre todo para designar la tendencia espiritual del protagonista, y acaso del autor, que saben, aunque algo confusamente, a, qué cielo apuntan, pero calculan mal y se salen del dibujo; sirve también para caracterizar la naturaleza saltarina del segundo libro posible, según el cual el lector debe ir también empujando su piedrecita de casilla en casilla.
Casi todos los críticos que han comentado Rayuela, al hablar de la técnica del libro se han acordado de Eyeless in Gaza (Con los esclavos en la noria) de Aldous Huxley. No obstante, es probable que la semejanza sea sólo externa. Huxley presentaba los diversos capítulos en un desorden cronológico, pero se cuidaba muy bien de invitar al lector a que los leyera siguiendo el orden estricto de las fechas. Quien, pese a todo, haya cumplido esa tarea, habrá tenido acaso alguna decepción, ya que la novela no pierde casi nada en una lectura normalmente concertada, y, en consecuencia, la disposición aviesamente propuesta por Huxley, puede parecer un desorden más bien arbitrario. Cortázar, en cambio, no propone un desorden, sino un nuevo orden, según el cual las primeras 404 páginas deben ser releídas con la dirigida interpolación de otras 230. Más que la marca exterior de Huxley, me parece reconocer en Rayuela una afinidad interior con el Michel Butor de L’emploi du temps, un especialista en interferencias narrativas. Como en la novela de Butor, en Rayuela las interferencias no siempre aclaran un episodio; a veces lo oscurecen más, y ese oscurecimiento es, pese a todo, parte importante de su misión.
Para quien no sea un lector-hembra (esta denominación no es, por supuesto, sinónimo de lectora, sino más bien de lector-pasivo), los capítulos del Primer Libro tendrán, en el segundo recorrido, un significado y una intensidad distintos. Claro que un pasaje como el que relata la muerte de Rocamadour, el hijito de la Maga, carecerá en la relectura del suspenso que provocara en la primera aproximación del lector. En compensación, las sombras y las luces que el hecho origina en el ánimo de Oliveira, adquirirán un contraste mucho más violento, casi dramático, para el lector que ahora tiene (porque el autor se los ha facilitado) otros naipes en la mano. Pero no son exclusivamente los capítulos prescindibles los que enriquecen la relectura a que obligan. A la luz del enamoramiento que en página 338 Horacio dice sentir hacia la Maga; a la luz de las apariciones, sustitutivas de la Maga, que Horacio imagina en un barco, en el puente de la Avenida San Martín, en la persona de esa Talita nocturna que juega a la rayuela en el manicomio, la Maga verdadera de los primeros capítulos cobra otra vida, otra dimensión. No es por simple azar que la página 635, última del libro aunque pertenezca a un capítulo prescindible que deberá ser interpolado en la mitad del Segundo Libro, incluya este texto revelador: “En el fondo la Maga tiene una vida personal, aunque me haya llevado tiempo darme cuenta. En cambio yo estoy vacío, una libertad enorme para soñar y andar por ahí, todos los juguetes rotos, ningún problema”. Es esa vida personal la que se descubre en una segunda lectura. También al lector le lleva tiempo darse cuenta.
Existe el riesgo de que la estructura de este libro pueda hacer creer que el recurso de los capítulos prescindibles sea apenas una apertura del taller literario de un creador, es decir la consciente exhibición de borradores y variantes desechados, materia prima absorbida, personajes aludidos, etc.; sin embargo, no hay que creer a pie juntillas cuando Cortázar habla de la prescindencia de tales capítulos, sobre todo si se conoce su teoría del lector-cómplice, del lector-personaje. En la página 497 dice el escritor Morelli, que en cierto modo es el portavoz literario de Cortázar: “Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo”. Pese a toda advertencia en contrario, los capítulos prescindibles son un recurso novelístico eficaz. Con la excusa de completar la novela primera, Cortázar obliga al lector a efectuar una nueva lectura con la inclusión de los capítulos prescindibles. Pero ¿qué sucede entonces? Que el lector busca, en los nuevos capítulos, con explicable avidez, los pequeños detalles complementarios que le sirven para redondear el retrato de cada personaje, y una vez que los encuentra hace, conscientemente o no, los correspondientes ajustes en los capítulos primitivos.
Pero entre la primera y la segunda lectura existe además otra diferencia fundamental: mientras el Primer Libro que propone Cortázar es en cierto modo una novela objetiva, el Segundo Libro, en cambio, puede ser considerado una novela subjetiva. O sea que no hay tal prescindencia. Si los capítulos de la última parte eran realmente prescindibles ¿a qué incorporarlos? Evidentemente, no es por un simple capricho que Cortázar los incluye; la inclusión significa que en definitiva su presencia ha de contar. Se trata pues de un recurso narrativo tan legítimo como el racconto o el monólogo interior. De algún modo, el procedimiento me recuerda esos álbumes infantiles con figuras para colorear: en la primera lectura de Rayuela, el lector llena mentalmente las figuras con determinados colores, pero luego, al volver sobre ellos, se da cuenta de que, aunque cada figura sea siempre la misma, en realidad son otros los colores que le van bien.
En una nota extrañamente desacertada, Juan Carlos Ghiano sostiene que el protagonista de Rayuela es un porteño típico, y se basa en que Cortázar da esta imagen de Horacio Oliveira: “Era clase media, era porteño, era colegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás”. Sin embargo, el porteño típico precisa como el pan una frivolidad típica, y es allí donde Oliveira no encaja en la definición. El mismo Cortázar es porteño, claro, pero no es típico; no sólo por haber nacido en Bruselas, sino también porque su porteñismo es una esencia y no una superficie. Cortázar usa (y tal vez eso haya desconcertado a Ghiano) todos los ingredientes que le son brindados en bandeja por el folklore guarango, la jerga tanguera y el ritual del mate, pero hace que le sirvan para una búsqueda de autenticidad que es más bien atípica. “Voyeur sin apetitos, amistoso, un poco triste”, se define también Oliveira, y es seguro que el usual porteño de la liturgia chauvinista, la gomina y el baby-beef, no ha de sentirse representado en semejante tríptico. Sin embargo, debe también reconocerse que Cortázar empapa de porteñismo su afanosa, y a veces desalentada indagación. En primer término, la mayoría de sus personajes han sido varias veces sumergidos en cultura extranjera (“Babs se había encrespado a lo Hokusai”; “eso no se hace tú en la cabaña del Tío Tom”; “prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett”; “un arenque a la Kierkegaard”) y nada puede ser más porteño, o mejor más rioplatense, que esa importada sumersión erudita. Pero también hay en Cortázar un porteñismo invasor. En la etapa parisién de la novela, cada miembro del heterogéneo Club de las Serpientes piensa, razona, elucubra, de acuerdo a su respectivo estilo nacional, pero (oh sorpresa) casi siempre habla porteñísimamente. Cuando esta novela sea traducida al francés o al inglés, perderá seguramente este rasgo peculiar, pero por ahora un lector uruguayo puede fácilmente detectar una deliciosa y deliberada incongruencia que importa toda una actitud. Este escritor, tan enterado y cuidadoso de los matices como para decir de la uruguaya Lucía, o sea la Maga, que “se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo”, pierde aparentemente esa escrupulosidad lingüística al hacerle decir al pintor Etienne: “sos capaz de encontrar metafísica en una lata de tomates”, o “¿qué otra cosa busco yo en la pintura, decime?”. Descarto absolutamente que esto sea un descuido. Cortázar es demasiado minucioso como para caer en semejante renuncio de principiante. Creo más bien que con esa invasión coloquial, Cortázar intenta deslizar la semiconvicción de que su oído es argentino, y, por lo tanto, que el lenguaje del mundo se incorpora a su ser a través de ese oído. “En París todo le era Buenos Aires y viceversa”, escribe Cortázar acerca de Oliveira, pero la viceversa apenas si se nota. Es algo así como un subjetivismo, no individual sino nacional; Cortázar recibe el mundo como el Julio Cortázar que es, pero también como argentino, como porteño no típico sino esencial.
Todo esto le sirve para usar, en su provecho narrativo, dos rasgos porteñísimos, sólo en apariencia contradictorios: la actitud burlona y la cursilería. Pero Cortázar, antes de usarlos, los desarbola, les cambia el signo, la dirección. La actitud burlona se transforma en comicidad pura (la madre de Ossip es un recuerdo que “se va con alka seltzer”; alguien “se ha suicidado por penas de amor de Kreisler”; “vos me escondés tus lecturas”, le reprocha Talita a su marido cuando se entera de que éste ha estado leyendo el Liber penitentialis, edición Maerovius Basca) pero también en implacable autocrítica. Cada vez que un personaje se pone enfático, pedante o erudito, el autor lo trae (o se trae) violentamente a tierra: “Die Tätigkeit, viejo. Zas, éramos pocos y parió la abuela”; “El sueño del pan me lo puede, haber inspirado… Inspirado, mirá qué palabra”; “esas irrupciones (.. ) se vuelven repugnantes apenas se limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano”. (Agréguese a estos ejemplos todo el capítulo 23, el del inefable concierto de piano de Berthe Trépat, que desde el punto de vista narrativo es el pasaje más logrado del libro).
En cuanto a la cursilería, el desarbolamiento de Cortázar sirve para transformarla en una versión muy particular de lo tierno. Hay, en este sentido, varios episodios dignos de destacarse, pero el más claro es la muerte de Rocamadour (páginas 167 a 205). La situación incluye todas las posibles contraseñas del melodrama: niño que muere silenciosamente mientras la madre, ignorante de todo, espera que llegue la hora de administrarle una poción. Oliveira se da cuenta de que Rocamadour ha muerto y va pasando la noticia a los otros, pero se crea el tácito acuerdo de postergar el estallido de la Maga hasta que llegue la hora del remedio. Entonces hablan de todo un poco: de Jung, Rip van Winkle, el Karma, Malraux, etc., pero hay un trasfondo de ternura en ese empecinamiento colectivo, destinado a escamotearle un ratito al destino, a preservar una media hora adicional en la condenada e inocente tranquilidad de la Maga.
Ahora bien, ¿qué quiere decir Cortázar, en definitiva, con una novela tan peliagudamente construida? Deben ser posibles varias decenas de interpretaciones. Algunas muy obvias, como por ejemplo la que se desprende del mero hecho de que el episodio bonaerense transcurra nada menos que en un circo y un manicomio, como si el autor quisiera dar a entender que “Buenos Aires, capital del miedo” (página 444) o acaso el mundo todo, vive entre la cabriola y la enajenación. A partir de esta contranovela o contra-alegoría, que es también novela y alegoría, pueden formularse varias teorías (¿cuándo no?) de la incomunicación, del lector participante, del humorismo imaginista, de la otherness, del amor bumerang, del desprecio por lo estético, etc., etc. Pero Cortázar, como Oliveira delante del espejo, se suelta “la risa en la cara” para luego tener fuerza de quedar indiscutidamente serio. “Mi pesimismo puede menos que mi esperanza y eso se irá viendo”, dijo en un reportaje, pero hasta ahora la pulseada está muy reñida. Como tantos creadores de esta América, y acaso en mayor grado que algunos de ellos, Cortázar se debate entre sus dudas y contradicciones. “Nunca se sintió con más fuerza”, ha dicho, “que un escritor debe elegir una de las imágenes del destino humano que le proponen las corrientes ideológicas, o que debe elegir el no elegir ninguna y crear otra nueva”. En el fondo, Rayuela viene a ser una apasionada (Cortázar tiene vigor hasta para desanimarse) exhibición de aquellas dudas y contradicciones. El novelista está, como puede confirmarlo su sosías Morelli, “orientado hacia la nostalgia” y esa nostalgia apunta a su vez a un cielo (otra vez la Rayuela) inalcanzable, a un kibutz de adopción. Pero lo extraordinario (y esto es algo que no ha sido visto por quienes han escrito sobre Rayuela) es que ese kibutz o paraíso no significa en rigor una evasión. Cortázar, que ha confesado reiteradamente su deuda intelectual con Borges, pero que ha aclarado: “Si se trata de las invenciones y las intenciones de Borges, ando hace mucho lejos de él”, se diferencia sobre todo del autor de Ficciones en un matiz que puede ser decisivo: ambos tienen un fondo de lirismo, pero en tanto que Borges “es radicalmente escéptico pero cree en la belleza de todas las teorías” (son palabras de Enrique Anderson Imbert), Cortázar es más bien esperanzado y reserva su escepticismo precisamente para las teorías. En su agnosticismo, Borges se evade hacia la belleza, mientras que Cortázar busca denodadamente su kibutz en los meandros de la realidad, en los recovecos del alma humana, en las fatigas de la conciencia. La rayuela de Cortázar tiene, de todos modos, un cielo, mientras que las fabulaciones de Borges sólo traman y recorren sus ruinas circulares. “La gran lección de Borges es su rigor, no su temática”, ha dicho Cortázar; pero siendo uno y otro escritores excepcionales, cabe anotar que mientras Borges emplea su rigor para hacer cada vez más irrespirable la atmósfera de sus laberintos, Cortázar en cambio lo usa para calcular y recalcular dónde estará el pasaje o el intercesor o la salida que lleve de algún modo a ese kibutz prolijamente entre-soñado. Cortázar, como Oliveira, sueña con el prójimo, ese prójimo ideal y complementario que en cierto modo es Traveler (“en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imaginación, era el hombre del territorio, el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario”). Cortázar, al igual que su personaje y a la altura de esta segunda y notable novela, se ha topado con un secreto fundamental: “Ser actor significaba renunciar a la platea y él parecía nacido para ser espectador en fila uno. Lo malo, se decía Oliveira, «es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa»”. Sí, efectivamente ahí empieza la cosa. Ahora falta saber cómo sigue.
Año 1965