“…el obstáculo, la corteza que hay que romper, es ésta: la soledad del hombre, la nuestra y la de los otros. En ello reside todo el nuevo estilo, la nueva leyenda. Y, con esto, nuestra felicidad”
Césare Pavese
Un estilo, una manera de vivir el mundo, una elección, su lucha, son un artista y su obra; allí (en esa lucha, en ese estilo, en esa elección), estará el hombre. Con él –si el hombre es un artista- todos los hombres. En Pavese, obra y vida, son la búsqueda, agotadora y lúcida, de ese encuentro con todos los hombres.
La obra de Pavese no es más que él testimonio de esa dificultad suya de inscribirse en el mundo, de encontrar a los otros. La conciencia lúcida de esa dificultad: Pavese mismo. Así, en el hombre se dan las claves de su obra, y viceversa, en una relación dialéctica y creadora: su lucidez constante, su compromiso político, su responsable y laboriosa comprensión estética, su soledad, su suicidio.
En su obra se comprende la búsqueda de ese hombre total que “Il compagno” apenas prefigura. Toda su verdad viene de su vida. Él la testimonia y la justifica. Auténticamente, con un meditar sincero sobre la situación del hombre, asumiendo la responsabilidad y el cansancio. Comprendiendo que –profundamente- todo es un cansador oficio-de vivir, de estar solo, de amar, de crear-, porque la vida del hombre es un trabajo constante, que “stanca”, que debe aprenderse todos los días, sólo para los otros; un trabajo que nos modifica y modifica el mundo. Comprenderlo es dejar la adolescencia, esa edad en que todo nos asombra, en que nadamos desnudos en el río, al sol, despreocupados.
Un día, el adolescente pavesano se irá en busca del mundo. Dejará la campiña, las colinas que han hecho su cuerpo, buscando la ciudad. “Pero allí encuentra la soledad y allí la remedia con el sexo y la pasión que sirven para desarraigarlo y arrojarlo lejos del campo y ciudad, en una más trágica soledad que es el fin de la adolescencia”. Cuando retorne, todo le será ajeno. Volverá para buscar en su propio país un acuerdo con el mundo que ha perdido, volverá hacia la memoria, a buscar esa armonía de la niñez, esa amistad, esos juegos que ha olvidado para siempre. Volverá a buscar algo que se ha quedado en las cosas y los paisajes de la niñez, en los amigos que tocaban música, en la misma colina, en esas fogatas de noche contra el cielo, en los viñedos. Los paisajes estarán, pero él será un extraño.
La temática de Pavese, en alguna medida, se organiza en torno a este regreso: de “Mares del sur “ (1936: primera obra de Pavese), en que el adolescente escucha admirado el relato de las andanzas del hombre que retorna a su pueblo rico en recuerdos y sabiduría, a “La luna y las fogatas” (1950: última obra), en que el hombre maduro y solitario vuelve a su tierra a buscar a los otros y a sí mismo y se encuentra solo, narrando su extrañeza. En ese retorno concebido en dos planos (memoria y presente) y en el descubrimiento de la relación humana a partir de la incomunicación, se estructuran las temáticas y el mundo de Pavese. Ese, su mundo, poblado con “figuras cuya ley interna es la soledad y que concluyen todas (con la lógica interna de la soledad) en la locura, el embrutecimiento, el suicidio o la muerte sin heroísmo”.
En seguida, después del deslumbramiento y el dolor, la exigencia de comprender, en ese reencuentro continuo en el que viven. Reencuentro porque deben adecuarse a una situación siempre cambiante: en el confinamiento, en la cárcel, dejando la niñez o la ciudad o la adolescencia, siempre acomodándose, acostumbrándose al mundo, siempre desamoldados, como esos viajantes que duermen todas las noches en una ciudad distinta, viviendo cotidianamente la situación del desajuste, que los deja solos, extraños al mundo. Hablando con hombres a los que debe reconocer continuamente, siempre distintos, otros. Esos hombres que conocía y que vuelve –inútilmente- a buscar.
El desajuste, la incomunicación, la soledad y en torno: los trabajos cansadores que comienzan al alba, las mujeres terribles y aisladas del hombre (seguras, casi masculinas), y las otras, simples y primitivas, que exasperan y no comprenden nada. Los recuerdos. Es ir y venir entre la ciudad (el presente y la acción) y la campiña (la memoria y la contemplación), entre la niñez y la juventud. Esos amores violentos, feroces y agresivos; esas relaciones frágiles como de viaje, al final de las cuales está siempre la soledad. Esa guerra que parece no pertenecerle (como si quemaran la casa en la que estamos de visita). El suyo es el paseo de un turista por una ciudad desconocida. Desconocida y, sin embargo, la suya.
Y todo ese meditar sobre la relación humana es un meditar narrativo. Pavese narra su universo, no para demostrar una tesis, sino para encontrar en su modo de decir la razón de ser de sus hombres y de sus mujeres. Construye un mundo sensible, alejado de las conceptualizaciones, y en ese mundo simple y natural están sus búsquedas, su angustia, su verdad.
Narrar es construir un destino, es legislar una desgracia, engendrar una posibilidad. Estructurar un mundo que, en Pavese, se rige por “la lógica interna de la soledad”. En él, el estilo “es un modo de entender la vida, no de imaginar sino de conocer: conocer qué somos en realidad”. En Pavese (como en Hemingway) ese estilo es la trama y la acción.
Su obra nos revela las pautas de su estilo: el ritmo interno de la narración; la posibilidad de narrar el pensamiento; ese “volver a llevar las palabras a la sólida y desnuda limpieza de cuando el hombre las creaba para servirse de ellas”; la atmósfera narrativa de la que todo forma parte: los hombres, la nostalgia del mar, el sol, esos dramas privados y terribles, el confinamiento. Todo, contado por un observador que vive, indiferente, la acción. Sus relatos “son historias de un contemplador que observa acaecer cosas más grandes que él”. Y con la “viril objetividad” de su relato va construyendo un clima detrás del cual viven los hombres, como en esas siestas de verano en que todo está callado y lleno de luz, adormecido por el sol; y sentimos el día a través del calor. Una atmósfera que desplaza la clásica trama, que no se preocupa por “crear personajes” (“los personajes son, para mí, un medio, no un fin”), en la que una colina o un bar son tan significativos, a veces, como un hombre o una mujer.
En la opresión de la cárcel, en la Sicilia seca y antigua del confinamiento, en el Piamonte con sus colinas amarillas, en la ciudad –Turín o Roma- con las noches y los bares y las calles desiertas, viven sus hombres. Detrás de esos sitios –como si los lugares estuvieran situados en primer plano y a través de ellos se viera todo- suceden bruscamente los dramas que quiebran el fluir casi monótono: la guerra, los bombardeos de “La casa en la colina”; las luchas políticas en “El compañero”; la iniciación sexual en “El hermoso verano”; la muerte de Gisella (herida en el cuello con una horquilla por su hermano) en “Allá en tu aldea”; el suicidio de Rossetta en “Entre mujeres solas”; el hombre que mata a su familia, incendia su casa y se suicida en “La luna y las fogatas”.
Sus historias (casi todas en primera persona) parecen contadas –sobre todo el admirable “Allá en tu aldea”- por alguien muy anciano que se divierte detallando, que se divierte –con su antigua sabiduría de viejo piamontés- sugiriendo, atrayendo, engañando. Y todo parece estar detrás del relato, todo parece insignificante en ese transcurrir cotidiano, sin importancia, pero con una tensión interna, casi sobreentendida (como un combate de ingenio entre campesinos astutos, intuitivos, sutiles), que es el tono del relato; como si se intuyera –como si el viejo lo dejara vislumbrar- que algo está pasando en medio de la historia.
Un estilo, una manera de narrar que –por sí misma, en cuanto manera de narrar- permite comprender (conocer) al hombre que narra. Ese intelectual lírico y sentimental que se pasea, melancólico, con las manos a la espalda, por las colinas alumbradas, junto a las viñas de su niñez, solo y dialogando pausadamente, casi callado, oyendo con “hombres de pueblo, obreros, cosechadores, prostitutas, presos, muchachos”. Es el escritor que “pie en tierra –como dice José Ma. Castellet- ha mezclado su vida con la de los demás hombres. Uno más, ha empezado a vivir la cotidiana y vulgar existencia, hasta que, un buen día, decide relatarnos una historia que será la suya”.
A partir “del drama del hombre en su ambiente”, Pavese nos recrea su mundo: seco, monocorde, coloquial en “Allá en tu aldea” o “El hermoso verano”; rítmico, cadencioso, en “Trabajar cansa” o “La luna en las fogatas” (como Whitman, Pavese, no diferencia prosa de poesía). Un mundo y una obra que no son, profundamente, sino el drama del hombre buscando un lugar en la vida, buscando a los demás, comprendiendo que “él único misterio verdaderamente intolerable es el contraste de las voluntades”.
Algunos no resisten solos esa búsqueda. Son los que viven, hasta el final y sobre sí, todos los conflictos. Pare ellos, hay días en que ser hombres es lo más difícil, días en que todo es inhumano y riesgosos, en que estamos solos. Esos son los días que eligen los hombres como Pavese para desfallecer y abandonar. Como lo dijo de sus personajes, un día, él, no resistió: “lo que tememos más secretamente, siempre ocurre”, escribió el último día de su vida. Y después: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. No escribir más era uno de los límites de este hombre que comprendía aquello de Sartre: “escribir es la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo”. De este hombre que entendió que “todo el problema de la vida es pues este: ¿cómo romper nuestra propia soledad, cómo comunicarnos con los otros?”
Había dicho: “es hermoso escribir porque reúne las dos alegrías, hablar uno solo y hablar a una multitud”. No escribir más era, para él, inaguantable; pero dejaba de escribir porque todo era inaguantable. No resistió. “Como Cortés, me he quemado las naves. No sé si encontraré el tesoro de Moctezuma, pero sé que sobre el altiplano de Tenochtitlan se hacen sacrificios humanos”, dijo en su última carta. Y se mató.
Su lucidez y su soledad: su suicidio pudoroso. Los hombres como él no se matan por algo o por nada, sino por todo. Condenarlos, nos excede. Alguien lo dijo para Hemingway: “bastante tiene un hombre con su muerte para que además le prediquemos moral”.
Algunos hombres no resisten, y eso también enseña.