La imprecisa vastedad de la llanura donde –perdiéndose tras una lomita- se nos desdibujó el gaucho y nos dejó, melancólico, el recuerdo de don Segundo (que se pronuncia: sombra); la terrible, casi espantosa lujuria de la selva que, con gótica solemnidad de un templo vegetal, retuerce tantas páginas de “La Vorágine” –el paisaje siempre mayor que el hombre, digo- fue, hasta la irrupción airada de Jorge Icaza, la característica fastuosa de la novela americana. El otro señalero fundamental yo lo pondría –y si pudiera lo pondría para siempre- en Alfredo Varela y en Roa Bastos. “El río oscuro”, a mi juicio, es uno de los libros más bellos, poderosos y originales que ha dado nuestra literatura: en el “superando las limitaciones del paisajismo romántico y el incompleto realismo crítico de la denuncia naturalista” –como escribió José Antonio Portuondo- el hombre americano, un mensú, se asume libremente, en su tierra y en su historia. El hombre total, dominador de la Naturaleza y el Destino. Los 9 relatos que integran “Hijo de hombre”, reinventan como en un vertiginoso espejo, trizándose en mil anécdotas, las infinitas variaciones de aquel personaje –que aquí tallará un Cristo, o transportará un vagón fantástico a través de los valles y los años, o conducirá un camión tanque con los brazos atados (atados con alambre al volante, porque las manos están rotas pero hay que llegar, no morirse hasta llegar), o cruzará alucinadamente la selva, huido del yerbal y llevando un recién parido entre los brazos y una mujer al costado-, las infinitas variaciones de aquel personaje, que en “Hijo de hombre” alcanza su más agotadora dimensión. La novela de Roa Bastos –invirtiendo la característica de, pongo por caso, la de Eustasio Rivera o las de Miguel Angel Asturias- es selvática en humanidad: el laberinto telúrico se transforma aquí en un laberinto de hombre. Las anécdotas, cruzándose, y entreverándose aparecen una y otra vez, recuperadas, ampliadas –filigranadas hacia adentro, hacia la entraña- como si el autor, en vez de una novela, hubiese querido escribir una sinfonía: una tumultuosa música de la sangre. El hecho de que cada relato sea una narración terminada en sí mismo y contenga, a su vez, embriones de relatos –que, como alguna de las historias narradas por el viejo Macario, son otros tantos cuentos-, y el hecho de que todo eso, sin embargo, esté rigurosamente vertebrado en una estructura de novela, da al texto no sé qué fecundidad insólita. Si la crítica de un libro admitiese una metáfora arbitraria, irracional, yo diría que “Hijo de hombre” estaba prefigurado en la Hidra. O en las innumerables cabezas de la Gorgona. No sé. De cualquier modo, es mucho menos fácil explicar esto conceptualmente.
Sencillo es lo otro: afirmar que Roa Bastos ha escrito un hermoso libro, tremendas palabras de testimonio y de Arte que –si pudieron resentirse por la multiplicidad de que he hablado- permanecerán intactas, por su hondura, por su ejemplar rebeldía, junto a sus hermanas de sangre: las mejores palabras de la novela de América.