martes, 29 de diciembre de 2020

DOS RELATOS BREVES DE GABRIELA VALLEDOR

 


Es escritora y psicóloga - trabaja con niños y adolescentes-. Las palabras y el juego como instrumentos principales de su trabajo se conjugan en el placer de la escritura. Actualmente está trabajando en un libro sobre la maternidad de su segundo hijo que tiene síndrome de Down.


MERIENDA URGENTE DE UN DOMINGO QUE SE ACABA


Tengo hambre. No encuentro nada tentador. Nada que me colme las ganas de descubrir lo que busco. Un paquete con restos de crackers de arroz, muy finitas, se acurruca en la esquina más oscura de la alacena. No me acuerdo ni de cuándo es, ni por qué lo guardé. Lo veo escuálido, retorcido por una bandita elástica. Me estiro en puntas de pie. Me cuesta, estoy tan dura. Lo alcanzo. Famélica tiro de la gomita porque no quiero esperar. No tengo el temple de desenlazar vuelta por vuelta ese cinturón apretado. Necesito llenarme la boca y masticar. Triturar. Destruir. Pulverizar. El elástico se rompe en el tirón y me da un latigazo en el dedo. Puteo fuerte. Afuera oscurece.


Vos, ¿merendaste? ¿Más temprano? ¿Qué comiste? ¿Con quién? ¿Te reíste?


El paquete cruje cuando meto la mano. En el fondo, enterradas en los vértices, galletitas mutiladas que se pensaban a salvo. Imagino que ahora tiemblan adivinando su destino. Pequeños triángulos rectángulos que fueron esquinas. Siempre se rompen las puntas. Siempre se rompe aquello que queda más expuesto. Quedar expuesto te hace vulnerable.

Los dedos amontonados, como una pinza, levantan los restos con textura de tergopol y gusto a cereal y los arrojan en mi boca. Miro adentro del paquete, lo sacudo. Meto la punta húmeda del dedo índice como un instrumento quirúrgico. Remuevo los restos amotinados que se entierran en las costuras plásticas del envase. Mis dientes machacan. Todo explota por fricción. Se multiplican las esquirlas y se me clavan en las encías. Pinchan. Duele pero insisto y vuelvo a llenarme la boca. Siento un leve sabor a sangre.



A vos, ¿no te duele nada? ¿No estás contracturado? Tu cuerpo, ¿no te pide a gritos que te abracen, que te estrujen? ¿No necesita que lo dibujen de nuevo con las yemas de los dedos húmedos?



Busco agua en la heladera. Tomo un trago de la botella. Es una merienda de hambre salvaje. Me deshago de las buenas costumbres. Vuelvo a poner el agua en el estante y encuentro el pote de hummus. Quiero. Necesito esa untuosidad para suavizar las microheridas que me dejaron las galletitas. Para lubricar las mandíbulas, la lengua que está roja y palpitante de tanto pinchazo. Cubro mi dedo de migas áridas y lo sumerjo en la pasta espesa, como un pantano. Lo arrastro y dibujo un surco perfecto. Ni una miga queda en el trazado. Lo llevo a la boca. Lo envuelvo entre los labios y cierro los ojos. La gula me explota en el cuerpo. Los pecados capitales, aún en sus versiones resumidas, siempre explotan en el cuerpo. La acidez del hummus me estremece. La lengua se me contrae en el fondo de la boca que se me llena de saliva. Repito algunas veces la secuencia, con ansiedad, anticipando la sensación y la cara de satisfacción. Un placer muy corto, de 150 gramos.


¿Sentiste hambre a la tarde? Hambre de todo lo que te falta ¿Tuviste la sensación de explotar? ¿No se te acalambró la boca seca y oxidada? ¿Te dieron ganas de besarme? ¿Te estremeciste recordándome? ¿Pensaste en mi en algún momento?


Subo al escritorio con el pote de hummus casi vacío. Con una urgencia inconsciente le paso la lengua por el borde. Siento el filo del plástico al límite del corte. Le doy toda la vuelta al frasco. Que nada quede aunque no hay todo que alcance. Me siento frente a la compu. Alejo el teléfono. Tengo que resistir la inercia melancólica de mandarle un mensaje desesperado, decirle que lo extraño, pedirle que vuelva. Las puntas de los dedos, engrasadas y frías de húmedas, se apoyan sobre el teclado. Escribo un relato sobre esta merienda decadente y lujuriosa de domingo a la tarde. Se lo mando por mail.

. . .

PAZ CHIQUITA


El día era interminable. Lleno de sombras y ecos que me reclamaban desde un pasado que se había desatado y corría salvaje, mostrando los colmillos, babeando rabioso. Me tiré en la cama y cerré los ojos para dejar de ver, como si la amenaza estuviera afuera. El monstruo acorralado alcanzó todos los rincones de mi cuerpo con un dolor intenso que me pulsaba en los ojos, me temblaba en las piernas, me aguijoneaba en la cabeza.

Las placas tectónicas sobre las que se sostenía mi vida entera se desplazaban y se abría una grieta eterna, sin fondo, por la que me sentía caer. Por la que me dejaba caer. No me resistía. Estaba cansada. Me rendía a esa nada famélica.

Escuché tus pasos, si, detrás del aturdimiento te escuché llegar. Te acostaste a mi lado, inocente de todo. Sin saber del monstruo y mi débil resistencia. Me acurruqué. Tu contorno me hizo límite. No abrí los ojos para que no leyeras en ellos el terror que sentía. Te reconocí con el olfato. Aspiré tu calma.

Crucé un brazo encima de tu pecho y con la otra mano me agarré de tu brazo. Me aferré fuerte con el vértigo de estar parada en una cornisa de años de altura. Mi nariz se hundió en tu hombro pecoso. Fueron diez minutos, no más. Diez minutos de fundirnos, de volver a ser un solo cuerpo. Una eternidad de sueño profundo y a salvo.

Recargué sobre vos todo mi peso hecho de miedos y preocupaciones. Temblé inconsciente, me sacudí de encima la armadura y me acoplé liviana a tu estar tibio y sereno. Escuché tus latidos seguros que me hablaban, me arrullaban. Tu respiración acompasó a la mía y el mundo se esfumó. Todo se hizo sentidos y todos los sentidos me envolvieron como un mar calmo, acunándome.

Alcancé una paz chiquita e intensa. Una paz que te permite abrir los ojos sin miedo.

Esa paz chiquita que se adivina en un bebé dormido en brazos de la mamá o en una mamá que se duerme abrazada a su hija.



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