jueves, 10 de diciembre de 2020

Presentación de Gabriela Franco del libro "Cuando seamos árboles", de Adriana Márquez

 



En el libro de Adriana Márquez hay una promesa. Ya desde el título, “Cuando seamos árboles”, se augura la posibilidad de volver a ser parte de este mundo. La dicha de esa promesa alberga también su reverso: habrá que dejar de ser, para ser nuevamente. También presagia –cito– que “tendremos el silencio”. La paradoja es que solo se podrá alcanzar ese estado deseado a través de un camino hecho de palabras, quizás porque cada voz esconde también la ausencia de sí. En esa tensión que aúna en una misma promesa la vida y la muerte, el silencio y la voz, se inscriben los poemas de Adriana Márquez.


La primera sección, por ejemplo, ya desde el epígrafe de Susana Villalba, se erige en la intemperie. Pero ese espacio de desamparo es el lugar propicio para construir un nido. Cito:


Anidaremos fuera,

expuestos por fin a la tormenta.


En los poemas de Márquez siempre hay tormenta. Pero es una tormenta anhelada. Una tempestad que sacude con fuerza un estado de cosas. Un vendaval que permite cortar lazos con una tradición que ya no alimenta. Cito: “Nuestras hojas absorberán el agua / como antes la nostalgia / comía de nuestra médula”. Queda atrás la nostalgia para dar paso a la vida en su forma más plena: aquella que implica el riesgo de vivir, que no es otra cosa que morir en el intento.


Seremos huérfanos

Vientos de furia moverán las creencias.

(...)

Seremos huérfanos.

Pero tendremos frutos.


Se trata de soltar amarras y así llegar a dar un fruto propio: la nueva voz, ese silencio que “aúlla nuestros nombres”. Adriana Márquez se pregunta: “¿Qué palabra dice mi silencio?”. Y responde: “No hay música de otros: / estoy sola / con mis sonidos.” Y luego: “Somos huérfanos del mundo, / náufragos / atados a su verdad”. Solo a través de ese desamparo, se llega a ser el propio refugio. En palabras de la poeta, solo así, “seremos nuestra casa”.


Allí el poema abre otra puerta. El libro de Adriana Márquez es una casa. Una casa que a veces cobija como un nido en la intemperie, pero que también puede ser el vacío que aloja todas las ausencias. Porque un árbol es también un cartografía familiar. Las casas y su idioma de cuartos y ausencias recorren buena parte de los poemas de este libro. Hay casas de distinto tipo: pequeñas, cuyos libros solo tienen notas al pie; casas que aprietan y contienen, “como un corsé invisible”, casas abandonadas, cuyas salas son “como campos minados”. También los objetos, reunidos bajo la luz del recuerdo, pueden ser una casa, un techo.


Y hay fantasmas que habitan la morada. La poeta dice: “Somos rostros que habitan / cada uno su niebla”. Esos fantasmas son a veces las voces que quedan en las paredes: “en la casa / fantasmas son / lo que dijimos”.


En este libro no se niega la muerte, y quizás por eso justamente es un libro sobre la vida. “Vivir no es otra cosa que moverse”, dice la poeta, y también: “Dejarse girar no es poca cosa”. Y concluye: “Solo me pertenecen mis movimientos”.

Por eso el libro se mueve, crece en ramificaciones, muta en el camino, prueba voces. Cuando seamos árboles se divide, o mejor se abre y se multiplica, como las habitaciones de una casa, como las ramas de un árbol, en cuatro partes.


Al principio, nos abraza en el “nosotros” que instaura desde el título y que predomina en la primera sección. Es así como acompañamos al yo poético en una serie de acciones: “agitamos los brazos”, “atrapamos agua cristalina”, “caminamos sostenidos por la noche”, “nos abrigamos en la humedad del césped”. El libro nos nombra y nos define como árboles, como huérfanos, como casas, para finalmente preguntarse: “¿se habrán dado cuenta de que faltamos?”.


En la segunda parte, “Ramas como huesos”, la voz se desplaza de la savia a la sangre, de la primera a la tercera persona, para encarnar historias de otros y otras. Una galería de voces particulares, experiencias únicas, vidas con las cuales hay que arreglar cuentas. Así se va desplegando el árbol genealógico y tienen lugar la abuela, la nieta, la madre, la hija, en un continuo que es también el de la vida, confiando en que “nada se va definitivamente”. Una sucesión de escenas bordea con suavidad la violencia, y aunque no es nombrada –o justamente por ello– la tragedia aúlla. Son voces que atraviesan el tiempo y hacen hablar a sus fantasmas.


En la tercera y cuarta partes, asistimos a la intimidad, que a veces se deja asomar en un “yo” o apenas se camufla en la forma “ella”. El viento sigue moviendo las ramas y es un murmullo la voz que dice “Mamá va a morir pronto”. Y tensa la cuerda al fundar luego una genealogía propia: “Soy un brote nacido del cemento”.


Cada una de estas partes lleva su epígrafe. Allí están Susana Villalba, John Berger, Clarice Lispector y César Vallejo, como tallos elegidos del tronco mayor de las tradiciones. Y es curioso observar que en cada cita, en cada gajo que trae consigo un mundo, se ilumina también una contradicción. Pero la contradicción es solo aparente ya que en realidad entraña en cada caso la posibilidad de una síntesis: la intemperie y su abrigo; lo asombroso que escolta a la vida y a la muerte; la tranquilidad de la crudeza; la humanidad que define a las casas y a las tumbas.


Cuando seamos árboles invita a trepar por el ramaje de las palabras, construye con su letra un encaje de versos que conmocionan, nos enfrenta a la perplejidad de las paradojas y sus ecos. Es presagio. Es morada. Es un movimiento que logra hacer sonar en el viento una voz propia.





. . .

Poemas de Adriana Márquez



ESCENAS 2 


(...)


V

Una casa heredada guarda muertos.

La escalera cruje.

Se oyen voces en las paredes.

Una luz se apaga en algún lado.


Ella rompe las fotos familiares.


Ciertas tareas

son privilegio de los vivos:

desde esa trinchera

mira el mundo.


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Cuando se van los cuerpos

quedan los gestos.

Como visiones llegan

a recordar lo solos

que estamos en los huesos,


a sellar para siempre

su pulgar en las sienes

cuando leía el diario,

la destreza para quitarse

el reloj pulsera

o delinear sus ojos

sin mirarse al espejo.


Esos gestos eran únicos.

Y sin embargo

pasaban sin ser vistos


porque teníamos músculos,

calcio en las uñas y un desprecio

por todos los fantasmas. 



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