martes, 12 de enero de 2021

CESARE PAVESE. Por Italo Calvino

 


A quince años de 1950, podemos intentar una definición. El sentido del operar poético y moral de Pavese está en el fatigoso pasaje que une los modos de estar en el mundo partiendo de una especie de pasividad y anonimato existencial, llegar a que todo aquello que vivamos sea autoconstrucción, conciencia, necesidad. Operar poético y moral, decíamos. Como poético significa salir de una concepción de la creación consistente en entregarse a la confesión lírica o al placer del gusto compositivo o del registro naturalista del mundo exterior, para buscar a través de un arduo camino de experiencia insustituible, la comunicación absoluta en todos los niveles. Como preferencia creadora esto querrá significar: cavar en la cotidianidad de las imágenes grises, de la presencia sin rostro, del tosco y descuidado hablar, tal como se presenta en la impoética ciudad industrial, en el impoético Piamonte agrícola y campesino, hasta que no se le consiga un espacio y un color interno a la página, un sistema de correspondencias que adquiera espesor, un lenguaje calibrado. En resumidas cuentas: un estilo. Estilo –y ya hablar de estilo suena como un lenguaje envejecido, porque entre las cosas que parecen haber muerto en estos años está el concepto del estilo, en la práctica y en la problemática artística y literaria- estilo no es la supresión de una fórmula o de un gusto, sino encontrar un sistema de coordenadas esenciales para expresar nuestro contacto con el mundo. Construir un estilo en la expresión poética como en la conciencia moral fue el objetivo que Pavese se fijó, pues común a ambos planos fue el operar que él llevó a cabo, de reducción y de selección y profundización desde adentro de un inicio gris y sordo y negativo.

Pavese no era poeta ni por naturaleza ni por gracia; la primera imagen suya que se constata en los escritos juveniles o que hace de presupuesto autobiográfico en los escritos de la madurez, es la de un joven cuyo trabajo no diferiría del que es común a esa edad, a las condiciones sociales y a la época, si no fuera por una obstinación en autodefinirse. Cuando él logra expresar –vale decir, ver desde afuera, sin lirismo- esta imagen de sí mismo, hace una imagen suya en la que hoy mejor reconocemos un sabor típico de aquel tiempo: una juventud que sufre el hecho de ser joven más que gozarlo, los grupos de jóvenes de la ciudad que caminan, solitarios, noctámbulos en el vacío, que la inexperiencia, la falta de plata, el no pertenecer a una sociedad bien definida, la falta de perspectivas, les hace parecer yendo a tientas en un vacío incoloro e insípido. Junto a esto, está siempre en Pavese el anhelo de cómo debe ser, pero siempre con una cierta imprecisión voluntarista: el hombre práctico, que se sabe hacer, que sabe el bien y el mal de la vida, desde el primo de Los Mares del Sur hasta Amelio, el motociclista, o las mujeres resueltas y un poco masculinas, o el mundo de la política obrera clandestina: pero se trata siempre de un dato externo, de un nivel de integración, y también de un homenaje a la literatura de la épica de acción, desde Defoe y Melville y Whitman, así hasta los duros provincianos de aquel Mid West que bien podía ser el Piamonte. Lo que –por cierto- Pavese quiere representar es el camino por el cual esta dureza –este estilo- tendrá aún que ser conquistada, y quizá no sea con la aplicación práctica que la conquistará sino con el modo de ser. Quizá el verdadero ideal pavesiano es aquel que tiene toda la triste sabiduría del que sabe y la segura autosuficiencia del que hace, como Clelia, la modista de Entre mujeres solas. Pero en general, en las narraciones de Pavese, aprender quiere decir aprender aún –y sobre todo- como se sufre, como si se comportara de frente a las heridas que se reciben; y quien no ha aprendido sucumbe.

Por otra parte, lo que la literatura puede enseñarnos no son los métodos prácticos, los resultados de la integración, sino solamente las actitudes. El resto no es una lección a recibir de la literatura: es la vida quien debe enseñarlo. Pero no quiere decir que aún en el plano del ejemplo práctico, de la lección que da la vida, la imagen de Pavese no nos ayude. Mucho se habla de un Pavese a la luz de su extremo gesto y mucho menos a la luz de la batalla ganada día a día a su propio impulso autodestructivo. La moral de sus clásicos, la moral del hacer, Pavese logró volverla operante aun en su propia vida, en el propio trabajo, en su participación en el trabajo de los demás. Para nosotros que lo conocimos en los últimos cinco años de su vida, Pavese queda como el hombre poseedor de una exacta operatividad en el estudio, en el trabajo creador, en las tareas administrativas de la Editorial donde participaba, el hombre para el cual cada gesto, cada hora tenía su función y su fruto, el hombre cuyo laconismo e insociabilidad eran defensa de su hacer y ser, cuyo nerviosismo era propio de aquel que está preso de una fiebre activa, y cuyos ocios y entretenimientos parsimoniosos pero saboreados con sabiduría, de quien sabe trabajar duro. Este Pavese no es menos verdadero que el otro, el Pavese negativo y desesperado, y esto no está sólo consignado por los recuerdos de sus amigos y por las actividades fuera de la página escrita: era aquel el hombre que “hacía”, el hombre que escribía los libros; los libros de la madurez muestran este signo de victoria y de felicidad sin rodeos, ya sea por siempre amarga. Es quizá una historia de la felicidad de Pavese, una difícil felicidad en el corazón de la tristeza, una felicidad que nace con el mismo impulso de adentrarse propio del dolor, hasta que la diferencia es tan fuerte que el fatigoso equilibrio se rompe.

La lección de autoconstrucción pavesiana –como nos la dan los libros y la vicisitud humana- que también tiene intención de implicar una conquista práctica, una transformación de los términos de la propia batalla, una victoria sobre la negatividad, tiene su verdadera actuación en el plano de la conciencia interna de aquello que se vive, al lograr vivir algo antes que ser vivido por cualquier cosa, aunque esta cualquier cosa no cambie. El logro pavesiano que importa es el del conocimiento, aún si debiéramos considerarlo solo, aún si de las noticias exteriores de su vida y su muerte debiéramos inferir que para él nada había cambiado dentro de los términos de su drama. Su moral, su “estilo”, no fue para él una coraza externa contra el dolor: fue un férreo receptáculo interno, para poder contener el dolor como el fuego de un horno.

Todo el programa de una obra y de una vida ya está decidido en una de las primeras páginas del diario (20 de abril de 1936). “La lección es esta: construir en el arte y construir en la vida, desterrar la voluptuosidad del arte de la vida, ser trágicamente”. Acá está el tema creador de Pavese y de su indagación teórica; y acá está también el tema del diario: contraposición entre el vivir trágico y el vivir voluptuoso. ¿Qué es el “vivir voluptuoso”? Tratamos de definirlo con sus propias palabras: “es considerar los estados de ánimo como fines en sí mismos…,es abandonarse a la sinceridad, anularse en algo absoluto…; es vivir por impulso, sin desarrollo y sin principios…” ¿Y qué es el “ser trágicamente”? La definición de Pavese en aquella página parece centrarse solamente en la “frialdad utilitaria” del poeta que da sentido al estado de ánimo aceptándolo con la vista puesta en su universalización poética (como al joven debe parecer que lograr una obra poética es un heroísmo sobrehumano, un milagro de concentración moral), pero está claro que podemos extender el concepto: “ser trágicamente” significa conducir el drama individual –hasta gastarlo como monedas sueltas- hacia una fuerza concentrada que se imprima en cualquier acción, de obra, cada hecho humano, quiere decir transformar el fuego de una tensión existencial en un operar histórico, hacer del sufrimiento o de la felicidad privada, estas imágenes de nuestra muerte (cada felicidad individual, en cuanto lleva en sí misma su fin, tiene una contraparte de dolor), de los elementos de comunicación y metamorfosis, esto es, de las fuerzas vitales.

Pavese requiere un modo de lectura al cual desdichadamente la literatura contemporánea da ocasiones más únicas que raras: esto es, exige ser leída como si leyéramos los grandes trágicos, que en cada relato, en cada movimiento de sus versos, condensaban una preñez de motivaciones interiores y de razones universales extremadamente compactas y perentorias. Es un modo de insertarnos en lo real y vivirlo y valorarlo que hemos perdido por completo; y en el hecho de haberlo alcanzado por su vida laboriosa y solitaria, está el valor único de Pavese hoy en la literatura mundial.



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