Mónica Licea es escritora, gestora cultura y docente mexicana.
Nos recostamos. Estás de espaldas y tengo una extraña sensación de que estás muriendo porque tu respiración desciende con la delicadeza de una golondrina cansada que se posa en la copa de una ceiba. Me conmuevo hasta las lágrimas.
Observo tu cabello colocho –como le dicen aquí- y jugando con tres dedos tapo tu cuerpo, cierro mi ojo izquierdo y enmarco tus rulos. Por unos segundos pienso que tu cabello es como el mío a los siete años ¿cuántas veces nos habremos encontrado viviendo en el otro? Te mueves un poco y quedamos frente a frente.
Nuestro amigo dice que la Luna es naranja por qué está enferma, yo te digo que el Sol de aquí es como una Luna de día. Nosotros decimos que la Luna está bien aunque esté enferma. Diosa Luna. Nos abrazamos y bailamos un vals con una vocación por la quietud. Cruzamos la calle enfermos de una tristeza eléctrica que nos enseña a respirar.
Recuerdo que el guía me dijo que el Cañón del Sumidero existe debido a una falla en las placas tectónicas y pienso que yo viajé al sur por una cartografía de accidentes y fallas. Deduzco que te he encontrado porque he fallado tantas veces, es decir, fallé tan bien que te encontré. Tú dices que soy hermosa porque estoy herida, yo siento que mi corazón olvida que está roto cuando lo dices.
Vamos a cenar e intercambiamos nuestra comida. Dices que a este lugar llegan a comer quienes trasnochan por trabajo o por gusto, me miras de vez en cuando esperando que sea feliz. Cuando te descuidas te observo y te desenfoco para ver las líneas de los azulejos que están detrás de ti, y creo, creo, creo que eres la continuación de la línea recta que soy. Al terminar de pensarlo, me expando por el universo.
Durante nuestra despedida te veo subir al autobús. Subes uno, dos, tres escalones y giras la cabeza sonriendo como una síntesis de fe que entierra al animal herido de sombras que soy. Cuatro escalones, cinco y sonrío.
Regreso y cruzo el puente pensando que tal vez el amor sea subir y bajar escaleras, tropezarme una y otra vez en la calle, ponerme la mano en la cara porque el sol me cala, no tener cambio para el camión o tirarme el café encima. Tal vez el amor sea encontrar lo sagrado en las intermitencias cotidianas sabiéndonos amados.