Que no hay poesía posible sin una gran obsesión, parece indudable. Toda poesía supone un agónico intento de apropiación de lo real, una desesperada búsqueda de respuestas, un deseo vital de explicarse y explicar, de dar esencialidad a lo apariencial. Por eso es obsesiva; porque esas relaciones dramáticas entre el poeta y el mundo, el poeta y la circunstancia, no se agotan, dado que las respuestas liberadoras suelen estar más cercanas a la sangre que a la letra. El poeta abandonará los territorios de su obsesión (para entrar en otra, inevitablemente), cuando los considere exhaustos, cuando los sienta vivencialmente conquistados. Saber nombrar, en poesía, es descubrir, es crear; es hacer nítido lo que fue caos, libertad lo que fue necesidad, conciencia lo que fue espontaneidad. En esa lucha, cada palabra será un jirón, cada poema un borrador del poema; la técnica de las palabras, una ortopedia (mejor cuanto más sabia) que ayudará a descubrir pero, sobre todo, a comunicar la forma en que el sentimiento y la conciencia del mundo se revelan.
He pensado en estas cosas –de las que tanto supo Pavese-, al leer el segundo de los libros de Juan Gelman. Tal vez porque su libro nos instala en un mundo de tan honda autenticidad que nosotros, lectores argentinos de poesía argentina, no solemos frecuentar habitualmente. Estoy seguro que El juego en que andamos es uno de los pocos libros verdaderos aparecidos en los últimos tiempos en nuestro país y que será por dicha causa –porque la verdad no hace hábito- que la crítica lo trató con desdeñosa cortesía o con benevolente (y empeñosa, es cierto) incomprensión.
¿Qué es El juego en que andamos, ese juego en el que andamos todos y no sólo el poeta? Simplemente la vida como contradicción de opuestos, como lucha de contrarios que se repelen, la vida que nos dan, frente a lo que podríamos hacer nosotros; lo que somos al lado de lo que podríamos (o mejor, deberíamos) ser. “Aquí pasa, señores,/ que me juego la muerte”, se lee en un poema. Sólo un gran amor a la vida –un amor que sea desesperado, como todo amor posible en la sociedad en que vivimos-, puede definir así el sentido desgarrante de ese juego en que andamos.
Es sobre esa base de fiebre que Gelman expresa las obsesiones de su mundo. Y en una antinomia reiterada (que es en él mito, diría, a la manera pavesiana, si la palabra no estuviese tan abaratada), busca Gelman reducir la cifra esencial de su sentimiento del mundo. Esa antinomia es la de la niñez, enfrentada simbólicamente como capacidad de inocencia, como seguridad de pureza, frente a una dura realidad que no nos pertenece totalmente porque nos la han quitado. Niños, es decir, hombres no fallidos, son sus compañeros (“desde sus niños sube la esperanza”); niños también los hombres que él –poeta comunista- siente en el país que está construyendo los nuevos tiempos de la humanidad (“los niños bajan desde tu botella”); niños, de nuevo, los obreros huelguistas (“En virtud de esta cosa/ suele volverle el niño desde el pecho”); niños, finalmente, en la esperanza del último poema: “la asamblea del mundo será un niño reunido”.
Pesquisar esa simbología no es difícil, porque la idea de que el hombre, en esta sociedad dolorosa, no es más que el cadáver de su infancia, está reiterada constantemente en el libro. Me interesaba memorarla a los solos efectos de introducirme en las motivaciones de su poesía, quiero decir, de su obsesión vital.
Salta a la vista que una eticidad profunda le da contenido a El juego en que andamos. Su poesía es eminentemente ética porque ella deriva de la situación de Gelman en el mundo, porque ella es eso. Pero interesa agregar que esa eticidad no se resuelve en moralina, sino en profundas vivencias hondamente adheridas a su concepción del mundo, acabadamente realista. Una poesía movida por tales estímulos éticos puede resultar peligrosa, porque el Absoluto, vale decir, la tentación de transformar en misterioso lo que es explicable, siempre está rondando.
En los simples hechos, se descubre la necesidad de ser hombre en comunidad con otros hombres y se descubre, también, que ello es posible en esta tierra y no en refugios imaginados y ausentes. En su primer libro, esta comprobación estaba ya, aunque todavía en él, ella se presentaba más espontánea que madura, más anecdótica que esencial. En El juego en que andamos, no; ahora, la impresión, la simple fluencia de lo que se vive se hace conciencia y gobierna la estructura de la forma poética.
Y esto se me ocurre es muy importante para valorar la exacta dimensión y las maneras en que los hechos de todos entran a la poesía. En primer lugar quiero anotar que no es común, al menos entre nosotros, encontrar a un poeta que sea capaz de comunicar una problemática que signifique algo más que el hombre solo enfrentado a agresiones misteriosas, haciendo al mismo tiempo poesía, es decir, librándose de las trampas de la literatura de tesis.
La poesía de aquellos que aspiran a integrar en causas colectivas sus dolores individuales, suele resolverse en una voluntariosa retórica de huelgas y mítines, de puños y banderas que, en general, sólo logra mostrar la adhesión mental del poeta a hechos en los que no participa. Son los estrados del compromiso; equívoco que parte del supuesto de la marginalidad real del intelectual en la lucha de clases y que, filantrópicamente, pretende solucionarla en una adhesión ficticia. (Ficticia al menos como poeta, porque es posible que como hombre político alcance a ser verdadera).
Gelman que hace poesía por todos y para todos, no hace, sin embargo, poesía de compromiso. Por esa integración de lo ético y lo vivencial se salva del Absoluto, de la tesis; simplemente, está viviendo lo que canta. Lo personal es también lo social.
Todo esto se dice aquí y parece muy fácil. ¿Tendré que agregar que concebir el estremecimiento de El juego en que andamos es terriblemente difícil? La poesía de Gelman se siente como un desgarramiento de su ser, como una agonía. La vida no es, por supuesto, una carga, pero puede ser una culpa, la vida que nos dan. “Esta esperanza que come panes desesperados”, dirá en un poema. Sólo así se la entiende: en un polo, la esperanza; en el otro, la desesperación.
Al hablar del amor, de la niñez, de la pureza, de la mezquindad, del dolor; es decir, al hablar del tránsito entre la vida y la muerte, no puede hablarse sino de desesperación. Una poesía que sangrando busca, como buscan todos los hombres, la esperanza; tal cosa sería El juego en que andamos. Eso está dicho en todos los poemas y solamente quiero repetirlo. Está dicho, por ejemplo, en sus poemas de amor, cargados de piedad y dulzura, casi bárbaros, con ese destrozo doloroso y pasional que puede sentirse en la poesía árabe, tan cercana.
Todo está tan claro en el libro de Gelman que tal vez por eso, paradojalmente, no se lo ha entendido bien. Es demasiado nosotros mismos para que lo reconozcamos. Estamos metidos en ese juego, siempre. A veces no lo sabemos.