Por el año de 1965, para el tiempo en que hacía mis primeros viajes a la ciudad de México, mis visitas a la librería El Sótano, cerca de la Alameda, eran infaltables. No era un nombre gratuito el de la librería, porque se hacía necesario bajar bastantes gradas desde el nivel de la calle para entrar en un hondo recinto donde los libros se exhibían abundantemente sobre mesas de pino, además de los que llenaban los anaqueles, un espacio para nada lujoso, un poco a la moda desenfadada de aquella época de alpargatas, cabellos largos y boinas a lo Che Guevara.
Me había establecido en Costa Rica tras graduarme en la Universidad de León, en Nicaragua, y era un escritor en ciernes, que como una notable excepción en un país marcado por la tradición poética establecida por Rubén Darío, había escogido la prosa, y no la poesía. Vivía entonces en ávida búsqueda de lecturas, seducido por la nueva narrativa latinoamericana después de haberme hartado hasta el empacho de la vieja, al punto de que había empezado a desconfiar de todo lo que fuera vernáculo, o regionalista, que en Centroamérica seguía siendo la marca dominante. Y a partir de mi lectura deslumbrante de Juan Rulfo, que cambió mi manera de ver el mundo rural, sentía que la ruptura contra toda esa tradición se estaba dando precisamente en México, donde empezaban a surgir escritores contestatarios, de mi misma edad, como José Agustín y Gustavo Sainz.
El suplemento cultural de la revista Siempre!, que se llamaba México en la cultura, y que dirigía el patriarca Fernando Benítez con el auxilio de Carlos Monsiváis, a quien llamaban «el Quevedo mexicano» por su ironía sutil y sus desplantes, había pasado a ser mi biblia de la novedad y la calidad; y en El Sótano buscaba con avidez lo más reciente de editoriales como Era, Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz, y la Editorial de la Universidad Veracruzana, donde se publicaba a Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Salvador Elizondo, Juan Vicente Meló, Sergio Pitol, y también las primeras novelas y colecciones de cuentos de Gabriel García Márquez, refugiado en México y para entonces desconocido del gran público, pero imprescindible para los iniciados. Fue entonces que me encontré con el breve cuaderno que era Aura, el primer libro que leí de Carlos Fuentes.
Lo que recuerdo de aquella escritura era la prosa sin aliento, que podía llevarlo a uno por vericuetos de soledad y de misterio, y crear de inmediato una sensación de nostalgia por lo leído, como si al agotarse la brevedad de aquellas páginas se saliera de un mundo perdido cuya puerta se cerraba sin remedio, un mundo de una transparente densidad que me enseñaba también que la mejor clave para escribir buena prosa era la de la poesía, porque aquella era una prosa poética, dictada al oído con aliento secreto.
Más que escritor de novelas, era yo entonces escritor de cuentos, convencido de que se trataba de dos géneros completamente distintos, y de que el cuento, el relato corto, necesitaba de reglas rigurosas y precisas, en las que me entrenaba sin tregua leyendo, entre otros, a Ambrose Bierce, a Maupassant, a Horacio Quiroga, a O. Henry, a Rulfo, a Faulkner, y a Borges. Esta preferencia por los relatos cortos, explica la secuencia en que leí los libros de Fuentes, porque el siguiente fue Cantar de ciegos, que me resultó también deslumbrante. Y entre los cuentos de ese libro no dejo de recordar «La muñeca reina», otra vez la virtud embriagante del misterio.
Estoy escribiendo estas páginas sin acudir al tramo Fuentes de mi biblioteca de Managua, porque quiero dar paso nada más a mi memoria feliz de aquellos años primerizos. La lectura de los primeros libros de Fuentes me convenció de que no sólo me hallaba frente a un modelo literario, sino también, al mismo tiempo, frente a un modelo ético, un escritor que tocaba los temas de la vida pública, sobre todos los vicios del poder, y el aprovechamiento del poder, con impaciencia crítica, y con rigor cáustico.
Para entonces, en los años sesenta, la década de los sueños ecuménicos, vida, literatura y cambio no forman sino un todo también ecuménico, y la fuerza de la historia no podía dejar a la vera de la corriente a los escritores, que rompían con los moldes de las viejas maneras de escribir, e imprecaban contra las viejas estructuras de poder, con pasión e intransigencia. Era un compromiso con los ardores de una época, como se demuestra en la crónica de Fuentes sobre la rebelión juvenil de mayo del 68 en París, una rebelión que tendría más tarde de ese mismo año su espejo ensangrentado en la masacre de Tlatelolco en la ciudad de México.
La revolución cubana fue para entonces un catalizador de la presencia de los escritores en el reclamo por el cambio revolucionario en América Latina, y quienes al poco tiempo serían los representantes claves del boom, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, pasaron todos por el tamiz de la Casa de las Américas en La Habana, entusiastas todos con lo que esa revolución significaba como esperanza para América Latina, no en balde Fuentes escribió su novela emblemática, La muerte de Artemio Cruz, durante una de sus largas estancias en Cuba. Después sobrevendrían las contradicciones, los desengaños y el alejamiento.
De manera que aquel era el escritor que yo quería ser, dueño de una calidad narrativa innovadora, capaz de trazar historias sobre el gran mapa abierto de América Latina, y al mismo tiempo firme en el compromiso del cambio, un compromiso alumbrado por la firmeza ética. Fernando Gordillo, mi compañero en la fundación de la revista Ventana, que publicamos a partir de 1960 en la Universidad de León, ya para entonces condenado a morir joven víctima de una rara enfermedad, miastenia gravis, compartía aquella admiración entusiasta, y sobre Fuentes, sobre Vargas Llosa, conversábamos cuando le visitaba en Managua, y me tocaba empujar su silla de ruedas desde el dormitorio a la pequeña sala de la casa de sus padres en el barrio de Santo Domingo. «Una firmeza ética a toda prueba», en eso coincidíamos, y en aquellos años aquel era para nosotros un requisito esencial al escritor. La vida me llevaría a relacionarme con Fuentes en la circunstancia de una revolución, la revolución sandinista que habría de triunfar quince años después, cuando los sueños juveniles de la década de los sesenta habían cuajado de alguna manera en el despertar de un pequeño país que se disponía a cambiar de raíz su realidad, con mucho de improvisación, y de invención: la imaginación al poder, como se había proclamado en la rebelión de mayo en París.
A las novelas de Fuentes entré primero por la puerta de La región más transparente, y fue ésta, seguramente, la primera novela moderna latinoamericana que me tocó leer. Denso y oscuro como era el paisaje de la tradición narrativa del continente, a Fuentes, en plena juventud creadora, le tocaba inaugurar de manera tardía la modernidad ausente a finales de los años cincuenta, que fue cuando esta novela se publicó. Llenaba así un vacío de décadas, a través de lo que entonces dio en llamarse la novela urbana, en contraste con la antigua novela rural, pero que de verdad no hacía sino juntar las dos realidades, y aún tres, la urbana, la rural y la provinciana, en un solo mosaico de voces y escenarios, tal como lo había hecho años atrás John Dos Passos en Manhattan Transfer.
Cambiaba el escenario. Ya no se trataba de la hacienda, la plantación, unas veces la visión romántica del terrateniente culto, con título universitario, en contraste con lo salvaje del medio que pretendía domesticar, como el Santos Lizardo de Doña Bárbara, la novela de Rómulo Gallegos; y otras, el feroz explotador de indios y peones, de fuete siempre pronto en la mano, como en la novela Huasipungo, de Jorge Icaza. Ahora era la ciudad caótica que comenzaba a invadir el paisaje en América Latina, Caracas, Lima, Sao Paulo, México. Y nada más caótico que la ciudad de México enferma de gigantismo, que tragaba de manera incesante campesinos llegados desde las áreas rurales, que criaba una clase media fiel al mismo tiempo a la Virgen de Guadalupe y a la revolución congelada de comienzos de siglo, y en la que reinaban los viejos revolucionarios enriquecidos, políticos y empresarios, y su descendencia entrenada ya en los negocios modernos, establecidos en sus mansiones de las Lomas del bosque de Chapultepec, donde vivían también la estrellas del cine mexicano.
Y si es cierto que cambiaba el escenario, cambiaban también el lenguaje y los procedimientos narrativos. La fragmentación del discurso, la participación de los personajes con voz propia en ese mismo discurso, los monólogos interiores, se abrían paso de manera desbordante como si rompieran una represa, y por primera vez se hacían contemporáneos los estilos de Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, escasamente traducidos hasta entonces.
Pero donde Fuentes me llegó a ofrecer sus mejores claves fue en La muerte de Artemio Cruz, que había aparecido en 1962, porque aquella novela entraba en la historia, y la historia entraba en la novela, y toda la urdimbre de la revolución mexicana podía explicarse en la vida de un personaje arquetípico de esa revolución, Artemio Cruz alzado en armas, que luego se hacía poderoso porque la revolución había llegado a ser para él un brillante negocio, y desde su lecho de muerte recordaba uno a uno los hechos de su vida en un monólogo, o mejor en un diálogo consigo mismo, imprecándose a sí mismo, compadeciéndose a sí mismo, y dueño a la vez de un orgullo tenaz, su tributo a sí mismo. Era un personaje tan poderoso como el Pedro Páramo de Juan Rulfo, terrateniente que tenía que ver también con la historia, el alzamiento de los villistas, la guerra de los cristeros luego, pero su participación era marginal; Pedro Páramo tenía su propio peso en la soledad y el abandono de que iba rodeándose, la decrepitud creciendo a su alrededor como un aura pálida, soledad y abandono a los que luego harían coro las voces de los muertos de Cómala, la principal de ellas la de su eterno amor, Susana San Juan.
Artemio Cruz, por el contrario, aunque en su lecho de muerte recordara también sus amores, era un instrumento de la historia, y la historia lo volvía un instrumento suyo, un personaje que no ve pasar a su lado la revolución, para luego aprovecharse de ella, sino que ayuda a crear las nuevas circunstancias en que podrá aprovecharse de ella, escalando sin miramientos hasta las cimas del poder. Cínico, calculador, despiadado, héroe falso. Desde entonces, los mejores personajes de Fuentes estarán en el centro de los acontecimientos de la historia, antiguos guerrilleros, combatientes de la revolución, caudillos y generales, líderes sindicales, legisladores del nuevo orden corrupto, que van desprendiéndose de los ideales, los que alguna vez los tuvieron, para utilizar el poder como fuente de enriquecimiento personal, y con ello, como fuente así mismo de poder, mientras la retórica revolucionaria se mantiene intacta.
Es la vieja trama de incesante recurrencia que habrá de recordarnos a la figura de Víctor Hugues, el personaje de El siglo de las luces de Alejo Carpentier, un precursor esclarecido de esta visión de la historia pública en el tejido esencial de la novela. El joven idealista, comerciante de Puerto Príncipe, dispuesto a dar la vida por la libertad que pregona la revolución francesa, trae luego él mismo la guillotina al Caribe, enfundada sobre la cubierta de un barco, como símbolo de la intransigencia con que está dispuesto a defender esas ideas libertarias que son ahora las que sirven de asiento al régimen de terror del directorio bajo Robespierre.
La historia de las revoluciones se degrada de la proclama incendiaria al alegato pragmático. El poder necesita mano fuerte, y para tener poder es necesario tener dinero, y viceversa. La imagen de Víctor Hugues sufre una descomposición acelerada, y lo vemos en las páginas de El siglo de las luces disolver en sangre su propio ardor juvenil, mientras que Artemio Cruz llegará a cargar a lo largo de su vida con el olor de su propia descomposición, hasta quedar atrapado en sus miasmas en el mismo lecho de muerte, donde lo único que le queda es recordar, no sin nostalgia, lo que han sido sus múltiples vidas, levantando capa tras capa su propia envoltura.
Esta visión del poder que Fuentes enhebra a lo largo de sus novelas que tienen que ver con la historia pública, sirve para construir, o reconstruir, la historia moderna de México, desde los tiempos del general Santa Ana que mandó funerales de estado para su propia pierna, al imperio de Maximiliano y Carlota, fusilado Maximiliano y enloquecida Carlota como final de aquel drama montado por Napoleón III, a la dictadura de Porfirio Díaz, de héroe revolucionario en lucha contra las tropas francesas de ocupación, transfigurado en dictador de puño de hierro, al estallido de la revolución, el presidente Madero el héroe civil asesinado, Victoriano Huerta el villano asesino, a la época de los caudillos militares triunfantes de las luchas por el poder, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, mientras los héroes populares, Zapata y Villa, caían asesinados, a la guerra de los cristeros, los católicos enfrentados con las armas al poder laico, a los años reivindicadores de la presidencia del general Lázaro Cárdenas, y luego, a todo el proceso de corrupción y autoridad presidencial única que configura al México contemporáneo, desde los años de Miguel Alemán, el sexenio presidencial más corrupto de la historia de México, a la masacre de Tlatelolco, cuando el sistema de «sufragio efectivo y no reelección» del PRI, comienza a hacer agua.
Volveremos a encontrar esa visión de la historia como friso décadas después en la novela Los años con Laura Díaz, una visión que nos será dada ya no a través de los recuerdos de un caudillo agonizante, como en el caso de Artemio Cruz, sino a través del ojo de una mujer que vive la historia como sujeto activo, participante, y ya no como las soldaderas de las viejas historias revolucionarias, las concubinas que marchaban agarradas a la brida del caballo de sus machos, cuando eran jefes, y al lado de ellos, a pie, cuando eran soldados. Laura Díaz ve con ojo minucioso porque es fotógrafa, una mujer que retrata la historia con su cámara como una manera de entrar en ella, esposa antes de un líder sindical que se va corrompiendo poco a poco, y que luego terminará fotografiando la masacre en que pierde la vida su propio nieto, la masacre de la plaza de Tlatelolco de 1968, cuando centenares de estudiantes caen bajo las balas de la policía del presidente Díaz Ordaz.
Las novelas de Fuentes, cuando tratan de la historia pública que se hace carne en la vida de sus personajes, vienen a ser como los murales de Diego Rivera, que prueban contar la historia de México en un solo panorama múltiple y simultáneo, novelas que son ese friso en movimiento a las que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y echan entonces mano del futuro, como en La silla del águila, la más reciente de esas novelas de visión total suyas. Un presidente medroso y marginal, y el mismo aparato de poder de siempre que trabaja en base a intrigas y engaños, ésta es la profecía, una realidad de futuro que ninguna clase de modernidad es capaz de cambiar. La visión de un México dominado por los mismos dioses antropófagos, que señorean sobre el poder, y lo inspiran, y vuelven a repetir, ya entrado el siglo XXI, las mismas artimañas, los mismos esquemas, la eternidad de los vicios en que el poder mismo se asienta. Todo cambia para que no cambie nada en el México mágico, donde la serpiente emplumada, dueña de las profecías del futuro, sigue devorando incesantemente a los súbditos y esclavos del poder, la piedra de los sacrificios siempre embebida de sangre.
Para entender las claves de la historia de México, contada en las novelas de Fuentes, es necesaria una visión total de la historia de América Latina, desde sus orígenes, desde esa mixtura dinámica que él mismo nos da en su espléndida crónica de la génesis y el desarrollo del continente en El espejo enterrado. Las claves están en la vida prehispánica, también con sus signos de poder, en la oscuridad de los siglos de la colonia, en los fulgores de las guerras por la independencia, en el inicio de nuestra vida republicana, cuando, desde entonces, los credos libertarios empiezan a servir para erigir los altares de los caudillos.
Fuentes puede verlo con visión y con ambición ecuménica, y es así que busca aprehender el todo de la historia en una novela totalizadora de América, La campaña. Aquí el personaje, Baltasar Bustos, encarna la ambición misma de búsqueda de la identidad total. Es el intelectual ilustrado que peleará toda las guerras de la independencia de uno a otro confín, desde Buenos Aires, a Santiago, a Lima, a Caracas, a Veracruz, siempre en busca de Simón Bolívar, el mítico libertador, y en busca también de una mujer, Ofelia Salamanca, que en la gran alegoría de la escritura de Fuentes seguirá siendo la América nunca encontrada, la libertad que huye y se multiplica en espejismos, y que, como Doña Bárbara, seguirá siendo el espacio rural sin conquistar. El viejo dilema entre civilización y barbarie planteado desde mediados del siglo XIX por Domingo Faustino Sarmiento en la novela Facundo.
Cuantas veces me han preguntado por qué en América Latina los escritores cargan con la pasión de la vida pública, yo suelo responder que es porque la vida pública tiene entre nosotros una calidad insoslayable; apartarse de ella sería dejar una oquedad sin fin en el paisaje. No es la vida privada encarnando la historia de las naciones, como pensaba Balzac, sino la vida pública metiéndose en todos los intersticios de la vida privada. Por este sino, o destino, responde mejor que ningún otro Carlos Fuentes. Los escritores llegan a convertirse en cronistas iluminados de la historia, y también en jueces implacables de la historia, compuesta al mismo tiempo de episodios inagotables que nunca dejarán de ser un depósito de materiales para el novelista, hazañas y episodios olvidados, personajes de extraña singularidad. Es al novelista a quien toca exhumarlos para volverlos a la vida.
Pero quiero regresar al compromiso. Fuentes viene de esa tradición del escritor comprometido que inventó Voltaire en el siglo XVIII, el siglo de las luces, y que mejor heredamos en América Latina que en Europa, el escritor que no deja nunca de estar pendiente de los temas ciudadanos, o el escritor como ciudadano que siempre está obligado a denunciar las situaciones de injusticia. El ciudadano que se rebela, y respalda a quienes se rebelan, el intelectual orgánico de los proyectos de futuro.
La pasión crítica. El escritor apasionado de los hechos de la vida pública, pendiente de la suerte de las naciones y de quienes las habitan, de la opresión, y de los desmanes del poder arbitrario; una pasión que anduvo a caballo por los caminos de la independencia cuando los próceres eran filósofos y eran letrados que cargaban La nueva Eloisa en sus alforjas de campaña, y leían a Tocqueville en los altos de la marcha, muchos de ellos luego caudillos que olvidaron sus letras y sus sueños libertarios porque el poder no quiere estorbos de conciencia, aún cuando se trate de ejecutar el progreso.
Esta calidad doble, o conjunta, del intelectual que imagina y también piensa, que inventa y a la vez predica, que no pone freno a la creación, pero tampoco a la calidad ética de su escritura, viene desde aquellos intelectuales ilustrados del siglo XIX que también eran escritores y filósofos, y que tanto tuvieron que ver con las ideas que engendraron las lucha libertarias. Pero ese tipo de intelectual, al que Fuentes responde, ni como novelista ni como ideólogo puede limitarse a su propio espacio nacional, que nos sería ecuménico, sino que, igual que Baltasar Bustos, busca como escenario de su imaginación y de su prédica la América toda, como entidad ecuménica, que es a la vez una entidad ideal. La entidad de Bolívar, el más ecuménico de todos nuestros próceres.
La ambición de totalidad responde a la manera como nuestros próceres, empezando por Bolívar, vieron a América: una sola nación de uno a otro confín, el verdadero nuevo mundo con un rostro político único entre las grandes naciones de la tierra, el continente del futuro, la nación anfictiónica. Fueron sueños con una sustancia profética, pero sueños arruinados, no en balde una de las frases trascendentes de Bolívar es la que muestra su fracaso: «he arado en el mar». Y responde también a la manera cómo nuestros novelistas, desde los inicios del siglo XX, empezaron a ver a América, también como una entidad total, que era antes que nada una entidad geográfica que se manifestaba en diversos escenarios, todos ellos inconmensurables y majestuosos, y por ello mismo épicos: la pampa infinita, la cordillera insondable, las selvas impenetrables, los ríos tan anchos como el mar, los desiertos sin fronteras. Un continente dispuesto para la imaginación, y que fue poblado por la imaginación desbordada de los conquistadores que pretendían encontrar en alguno de sus confines la ciudad del Dorado, con sus refulgentes cúpulas de oro macizo, o la fuente de la eterna juventud. Inconforme porque la escritura no alcanzara a cubrir todo ese paisaje, sus mitos, sus epopeyas, sus múltiples personajes, el crítico peruano Luis Alberto Sánchez llegó a exclamar desconsolado, en la primera mitad del siglo XX: «América, novela sin novelistas».
Era preciso primero el paisaje solemne, al que había que rendir reverencia panteísta, para poblarlo entonces de sus personajes arquetípicos, el gaucho de las pampas, el indio silencioso de la cordillera, los caucheros de la selva, los terratenientes del llano y de los páramos ganaderos. Don Segundo Sombra, Doña Bárbara, Pedro Páramo. Y la otra historia de América, la de la expoliación y la miseria, la de los enclaves extranjeros, minas de estaño y de cobre, desiertos de salitre, plantaciones bananeras, explotaciones del caucho, masas de campesinos, de indios y de negros, siervos y esclavos, vino a ser contada también por los novelistas, y entraba con colores sangrientos en ese paisaje descomunal que dejaba de imponer su silencio para dar paso a los gritos de protesta.
Este sentido ecuménico de América, Fuentes lo entiende como una herencia que no debe ser tergiversada, sino recreada y renovada. La novela viene a ser no sólo el espejo de la imaginación, sino también el espejo de la realidad, transfigurada por la imaginación, un espacio donde nada debe ser callado. América es un todo, pero no sería ese todo sino se descompusiera en su múltiple diversidad. De allí que en aquellos años sesenta del boom, Fuentes propusiera escribir la novela ecuménica, que fijara el encuentro de América con sus novelistas, una gran novela americana escrita por diferentes autores en diversos países, cada uno un capítulo, Vargas Llosa el de Perú, José Donoso el del Chile, Cortázar el de Argentina, García Márquez el de Colombia, Fuentes mismo el de México...
¿Pero qué representaba en términos de la escritura esta empresa común? Que de la suma de todos esos capítulos pudiera resultar una sola visión, que debería ser no sólo imaginativa, sino también descriptiva, geografías y gentes de esas geografías, historias privadas e historia pública, el mito y la epopeya, la realidad y sus reflejos, destellos áureos y sombras oscuras. Una novela infinita para un continente infinito, y una novela, además, que nunca podría terminar de escribirse, en la medida en que corriera al lado de la historia misma, de un siglo a otro siglo, y por tanto, una novela que se seguiría escribiendo de manera perpetua. ¿Pero no es eso realmente lo que sigue ocurriendo? No hay quietud en ese paisaje, ni en las voces de sus escritores.
La manera como Fuentes organiza su propio universo narrativo, un apartado para cada grupo de sus novelas, nos da también una idea de su sentido ecuménico del tiempo y de la historia; El mal del tiempo, El tiempo de fundaciones, El tiempo romántico, El tiempo del revolucionario, El tiempo político, El tiempo actual, Los círculos del tiempo... Aunque esta clasificación preserva un espacio íntimo para aquellas narraciones suyas que tienen que ver más que nada con las vidas privadas, sobre todo los cuentos, las referencias a los estadios del tiempo, para conseguir la imagen de un tiempo orgánico, tienen que ver sobre todo con la historia pública, que no puede explicarse sin tiempos, es decir sin espacios a través de los cuales pueda fluir del presente hacia el pasado.
Aquella visión totalizadora que ensaya Fuentes acerca de la gran novela americana, llega a tomar cuerpo en su propia obra narrativa. Se trata otra vez de un universo ecuménico, en el que el tiempo arrastra a la historia para darle un sentido trascendente, igual que Balzac organiza su propio universo en la Comedia Humana para describir una época, la de la restauración, que resulta en un universo vivo gracias a la calidad de sus arquetipos, que pueden comunicarnos la historia desde las historias. En esto, la literatura es creadora de historia, y de memoria, un trabajo que el tiempo le deja a la imaginación.
Este poder que la literatura tiene sobre la historia, es consustancial también para entender las ambiciones ecuménicas de la obra narrativa de Fuentes, que es una ambición balzaciana. Para que la literatura de imaginación pueda sustituir a la historia escrita, y ocupar sus espacios, el novelista debe tener primero la convicción de que está actuando también como cronista de una época, o de toda la historia de su país, o de la historia de todo un continente, actuando en la página de manera crítica, con acentos despiadados, pero sabiendo que ninguna visión sobre la historia y sobre las sociedades puede ser entregada sino es por medio de la más rigurosa e imaginativa de las ejecuciones artísticas. Éste es el papel del novelista ecuménico, saber ver como historiador siempre inconforme con los resultados de la historia, e inconforme con sus personajes, pero escribir con poder de invención, hacer que los personajes retraten las épocas, y que sus nombres se vuelvan más poderosos que el de sus creadores, como quería Flaubert.
Sin que tenga nada que ver con la literatura retórica, que se apoya en el discurso cuando el texto narrativo no es capaz de explicar ideas y emociones por sí mismo, es posible encontrar en las novelas de Fuentes, tal como sus ensayos, entradas completas en las que expone sus criterios políticos, éticos, sociales o culturales, o lo hace por boca de sus personajes, siempre de manera febril. El destino de las revoluciones, las dictaduras encubiertas, como la del PRI en México, la corrupción, la servidumbre de las clases altas frente a los patrones culturales extranjeros, la pobreza cultural de la clase media que copia esos mismos patrones ya desgastados, el asunto de las identidades nacionales, y el de la identidad latinoamericana. Y, sobre todo, el conflicto permanente entre Estados Unidos y América Latina.
Este conflicto se convierte en el rasgo más visible de nuestra historia pública, una lucha de contrarios que se expresa en distintos escenarios a lo largo de la historia, y que viene a ser no sólo político, sino también cultural. México, por su posición geográfica, dueño de la frontera latinoamericana con los Estados Unidos, ha tenido un papel decisivo en esta relación sujeta siempre a crisis, porque actúa como una especie de muro de contención construido en base a una celosa conciencia nacionalista. El nacionalismo latinoamericano por excelencia es el mexicano, que parte de la memoria de las guerras territoriales en las que México perdió grandes porciones de suelo nacional ante los designios de expansión de Estados Unidos, de las invasiones e intervenciones militares, también de parte de Estados Unidos, y del heroísmo nacido de la resistencia a esas intervenciones. Más tarde sobrevendrán las migraciones masivas de mexicanos desarraigados por la pobreza, un punto también de conflicto, y detrás de la corriente de mexicanos, el paso clandestino de millones de latinoamericanos que se arriesgan por igual a morir ahogados en el río Grande, o calcinados en los desiertos de Texas, para alcanzar «el sueño americano» defendido con alambradas y perros guardianes.
Ese intelectual orgánico de la causa de América Latina que es Fuentes, se erige frente a los Estados Unidos como un defensor de oficio cada vez que se presenta un conflicto, o cada vez que la conducta de los gobiernos norteamericanos tiende a repetir sus viejos métodos imperiales en el continente, toda la concepción nacida tras la guerra entre Estados Unidos y España por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, cuando se inauguró en aguas del Caribe la «política de las cañoneras» del presidente McKinley: los marines dispuestos siempre a desembarcar en Haití, República Dominicana, Cuba, Panamá, Honduras, Nicaragua, México, para imponer presidentes dóciles, asegurar sus intereses sobre el proyecto del canal interoceánico, los intereses de las compañías dueñas de enclaves bananeros y mineros, o de los consorcios bancarios que se hacían de las aduanas y los ferrocarriles para garantizarse el pago de las deudas estatales.
Uno de esos conflictos, ya en las postrimerías del siglo XX, se dio entre el gobierno sandinista y el ejército de los contras armado y financiado por la administración de Ronald Reagan, una guerra que dominó toda la década de los ochenta y que atrajo la atención mundial. Fue en medio de esa guerra que Fuentes hizo su primera visita a Nicaragua, en enero de 1988, y cuando al fin nos encontramos personalmente. Yo le entregué entonces una copia de los originales de mi novela Castigo Divino. La juzgó con entusiasmo, y al aparecer ese mismo año en España, la respaldó con un artículo de plana entera en el diario El País, el mismo día en que recibía él el Premio Cervantes.
Vino a Managua acompañado del novelista norteamericano William Styron, en momentos en que se filmaba en el estado de Sonora, en México, la película Gringo viejo, basada en la novela homónima de Fuentes. Se vivía la época crucial de las negociaciones de paz entre los presidentes centroamericanos bajo la iniciativa del presidente de Costa Rica Óscar Arias, iniciativa que le había valido el premio Nobel de la Paz en 1987. Centroamérica toda, de una u otra manera, estaba envuelta en una guerra que tenía sus escenarios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala; en Nicaragua la insurgencia de los contras, respaldada por Reagan, y en El Salvador y Guatemala la insurgencia de las guerrillas de izquierda. El periodista Stephen Talbot recuerda así esa visita de Styron y Fuentes:
«Fueron en jeep a la sierra plagada de contras al norte de Matagalpa. En un helicóptero soviético sobrevolaron campos recién irrigados; cruzaron una y otra vez un lago en una embarcación tan desvencijada y oxidada como The African Queen, visitaron cooperativas agrícolas en lucha y una fábrica de calzado baldada por la escasez; hablaron con los heridos en tristes salas de hospital. Y todas las noches comieron, bebieron, fumaron puros y hablaron durante horas con los dirigentes sandinistas Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Tomás Borge, Ernesto Cardenal y Jaime Wheelock. En el rostro de sabueso de Styron se empezaba a notar el cansancio, pero Fuentes tenía el aspecto floreciente de un corredor de maratón». |
En una de esas conversaciones acerca de las posibilidades que tenía la contra de derrotar a los sandinistas Tomás Borge «dijo decididamente que algo así era imposible porque los contras van a contrapelo de la historia». Fuentes interrumpió para preguntar: «¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada?». «No», respondió Borge, cortante. «Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron».
Después, recuerda Talbot, se discutió sobre el tema de los partidos de oposición. «Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas.» «Ahora no», asintió Fuentes, «pero en el futuro, ¿por qué no?». «Sólo si son antiimperialistas y revolucionarios», proclamó Borge, «si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político». «Yo no estaría tan seguro de estas leyes», advirtió Fuentes.
Esa vez, Fuentes y Styron acompañaron a Daniel Ortega a la cumbre de presidentes centroamericanos que se celebraba en Alajuela, Costa Rica. Por razones de seguridad, el viaje se realizó por vía terrestre, a la medianoche. Un titular de The New York Times destacaba que Ortega había llegado con una «fuerte escolta literaria». «Salvo en las reuniones privadas de los propios presidentes, Carlos y yo estuvimos presentes en todas las deliberaciones», recuerda Styron; «creo que Arias sintió que Carlos era un intermediario valioso entre el plan de paz y Ortega. Y de hecho creo que Carlos fue capaz de transmitir algunas de las ideas de Arias a Ortega. No quiero decir con esto que Carlos se convirtiera de repente en la eminencia gris, pero los presentes lo respetaron como persona influyente que podía contribuir en algo».
Estos episodios de aquella visita ayudan a explicar el pensamiento de Fuentes. Estaba dispuesto a hacer todo lo posible porque se alcanzara una paz digna, un acuerdo mediante el cual la revolución en Nicaragua pudiese ser preservada frente a la arrogancia de la administración Reagan, que quería destruirla. Las revoluciones seguían siendo para él un camino de ruptura con la tradición que condenaba a los países latinoamericanos a la sumisión y a la pobreza. Pero al mismo tiempo negaba crédito a las prédicas mesiánicas sobre el curso de la historia, y que buscaban justificar la supresión de la democracia, como se expresaban en boca del comandante Tomás Borge, Ministro del Interior. La libertad de alternativas democráticas debía ser sustancial al sistema, por muy revolucionario que fuera. La creencia en el ejercicio irrestricto de las libertades, libertad de opinión y de participación, de organizarse en partidos y sindicatos, libertad de creación cultural, de opciones sexuales, ya había llevado a Fuentes a su ruptura con el régimen de Fidel Castro en Cuba, al que nunca volvería a acercarse.
Como se ve, había previsto también la posibilidad cierta de que la derecha pudiera derrotarnos en unas elecciones, aunque hubiéramos llegado al poder por la fuerza de las armas y creyéramos que por tratarse de una revolución popular, el voto de los pobres estaría siempre con nosotros, pese a todas las penurias provocadas por la guerra. Y fue esa derrota la que al final de cuentas ocurriría apenas dos años después, cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990, a manos de una coalición de partidos opositores que llevaba como candidata a Violeta de Chamorro.
La derecha del PAN llegaría también a triunfar alguna vez en México, frente a la caricatura de partido revolucionario que había llegado a ser el PRI tras décadas de ejercicio férreo, y tramposo, del poder. Ésta es una profecía cumplida que está en las páginas de su novela Cristóbal Nonato, en la que un niño comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre. Escrita en 1985, la novela, que mira hacia el futuro, establece esa frontera de futuro en 1992, el año del quinto centenario del descubrimiento de América, que es cuando debe nacer el niño Cristóbal. En la novela, triunfa el PAN en las elecciones, llega al poder la reacción. ¿Y no es la reacción la que ha ocupado el poder por tantos años, bajo el emblema del PRI? Un cambio para que nada cambie, y así se cumplió en la realidad con la llegada de Vicente Fox a la presidencia, años más tarde de lo que presuponía la novela, a la vuelta del siglo XXI. El sistema, con todos sus tentáculos, sigue siendo el mismo organismo vivo que se alimenta del detritus de los discursos, las promesas electorales y las intenciones, y sigue exhibiéndose en el mismo escenario. Un escenario en el que la arena movediza sirve de piso y termina tragándose a todos los actores, cualquier que sea su vestidura. ¿Volverá a pasar lo mismo con el PRD, que tiene la franquicia de la izquierda en México, cuando llegue al poder?
Es en este sentido que Fuentes es no sólo un novelista ecuménico, sino un pensador ecuménico. Dentro, y fuera de sus novelas, en sus ensayos, artículos y discursos, y en la vida. La vieja tesis del liberalismo manchesteriano de que el todo se cuida solo, y que cada uno debe cuidar solamente su parte, una tesis que ha sobrevivido saludablemente en el pensamiento de la sociedad norteamericana, no puede encontrar sino una tajante contradicción en un pensamiento como el de Fuentes, que busca otorgar un sentido humanista a la idea de sociedad; lo que somos y lo que seremos, no depende de una fuerza espontánea y anónima, que se rige de manera pasiva por las leyes del mercado, sino de una actitud creadora y crítica, en permanente vigilancia de la perfección de las instituciones. Voltaire, como epítome del deber ciudadano, y Hugo como epítome del novelista consciente. Un Voltaire en cada individuo, que no descansa en anunciar y denunciar, y en formular su pensamiento de cara a la suerte de la sociedad, y un Hugo inconmensurable también en cada novelista.
Esta es la sustancia, ya vimos, que dio cuerpo a los intelectuales libertarios del siglo XIX en América Latina. Entonces era difícil distinguir entre el prócer que marchaba a la cabeza de los ejércitos en lucha por la independencia, y el pensador de sueños políticos, el jurista de nuevas leyes, el periodista de hojas incendiarias, el poeta fundido en la fragua del romanticismo, y el escritor que veía en la novela una continuación de la historia. Todos eran uno y el mismo. Y esta figura del intelectual ecuménico, comenzó luego a separarse de uno de sus componentes, el del prócer convertido en caudillo militar, para quedarse en sus otras piezas, novelista, poeta, periodista, jurista a veces, académico otras, pero siempre pensador de sueños políticos, dentro y fuera de la literatura, y siempre poseído de una ambición ecuménica. Tal como el incansable Carlos Fuentes.