jueves, 4 de febrero de 2021

DAVID VIÑAS por Germán García

 


Ha escrito mucho. Durante varias décadas, desde Cayó sobre su rostro (novela publicada en 1955). No cuento los artículos anteriores en algunas revistas. Ha escrito libros de ensayos, cuentos, obras dramáticas, guiones cinematográficos. Y, por supuesto, catorce novelas –alguna llevada al cine con éxito (recuerdo las primeras imágenes de Dar la cara). No le faltaron reiterados premios, tampoco una diversidad de amores.

Y eso terminó con los años, la dictadura militar, el asesinato de su hija primero, y después de su hijo. No quiero hablar de su amistad a distancia, sino de sus últimas novelas. Marcela Croce, en su libro sobre David Viñas titulado Crítica de la razón polémica , analiza la continuidad que existe entre los diferentes géneros que practicó. Su libro es decidido, convincente.

Por mi parte, quiero subrayar diferencias en sus ficciones, sin ignorar el leitmotiv temático compuesto por militares y religiosos, ni el ritmo de un fraseo reconocible que se acentúa en las últimas novelas. Me refiero a lo que subrayó el crítico Nöel Salomón en una secuencia pertinente: “De la épica pasó al expresionismo; y del cuestionamiento del poder se fue desplazando a la paradoja y a lo carnavalesco”.

Estilo tardío

La estructura carnavalesca se organiza de una manera coral, notable en Cuerpo a cuerpo (1979) y más aún en Tartabul (2006).

Antonio Marimón saluda a Cuerpo a cuerpo como “el mayor producto literario e intelectual del exilio argentino desde 1976”. ¿Acaso la dispersión delexilio, los encuentros que impone, y las palabras que se cruzan como el arrullo del territorio ausente podría decirse de otra manera que en la paradoja y lo carnavalesco?

De la épica queda el fracaso, del expresionismo algunos rasgos.

Tartabul, el título de la novela, remite a “Tartabul”, el bufón que aparece en La bolsa de Julián Martel recitando discursos de Nicolás Avellaneda para diversión de quienes hacen de la especulación financiera el medio de acceder al lujo y la riqueza. En efecto, La bolsa describe la fiesta financiera del gobierno de Juárez Celman, que termina en el derrumbe económico y en un aumento de la deuda externa, que precipita la revolución de 1890 y marca el fin de la hegemonía de una clase social.

Tartabul, la novela, tiene un subtítulo: o los últimos argentinos del siglo XX. Esa “o”, que remite al género de la fábula advierte que los “últimos argentinos” y el fin del siglo XX son dos cosas diferentes. Esos “últimos argentinos” son tales porque algo de lo que designa el término “argentino” ha caducado, esa identidad parece disolverse: “–Soy un dromedario, damas y caballeros”. Es la última frase de Tartabul. Es decir, soy ese rumiante que se distingue del camello por tener una sola giba. Quizás hay que recordar que el camello es laprimera transformación que propone Nietzsche en una célebre alegoría de Así habló Zaratustra

Al mandato “Tú debes” el camello responde arrodillándose en el desierto para ser cargado y soportar esa carga. Es el hombre del deber que, como se sabe, no podrá cumplir. Algo le dicta lo contrario, lo escinde en una obediencia desobediente que lo hace oscilar entre la rebelión y la culpa. Esa rebelión da paso al león que responde “Yo quiero”. Sin embargo a esta transformación le falta algo, esclaviza en un rechazo sin descanso. Es el hombreque se opone y que, en términos de Hegel, se convierte en un alma bella que está sola porque no puede reconocer el lugar que ocupa en el mundo al que se cree enfrentado. “Zaratustra”, entonces, propone su tercera transformación inesperada: “Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer?. ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?. Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”2 .

No me pasó esto, yo lo quise así. Entonces digo sí y dejó de ser uno de los “últimos argentinos”: un olvido, un nuevo comienzo, un juego, me saca del conjunto

En Tartabul el león ha retornado al camello, el niño ha sido asesinado.

Los “últimos argentinos” recién dejan atrás otra fiesta que cien años después de la de Juárez Celman volvió a derrumbar la economía. Estos “últimos argentinos” acaban también de sobrevivir al final de la fiesta de la revolución que condujo a la desolación, el exilio y la muerte. Los “últimos argentinos” de Tartabul son el coro de espectros que se entregan al ritual de la memoria.

Este David Viñas, más inquietante que el ensayista polémico –que el león que dice “yo quiero”– exige de los lectores algo que no se resuelve en el asentimiento y/o el rechazo. Se trata de “flashes” –es decir, relámpagos, resplandores, llamaradas y fogonazos– dedicados a la memoria de su hija María Adelaida y de su hijo Lorenzo. “Flashes”, esta palabra en plural dice algo de la manera en que está escrita Tartabul, así como la palabra “furcios” advierte de los límites que aparecen cuando se habla de algo que sólo se puede mostrar.

Leo en La bolsa: “...una silla de tres patas, sobre la cual se mantenía en equilibrio un loco popular muy conocido con el apodo de Tartabul (...) recitaba con forzado entusiasmo un discurso de Avellaneda. Lo gracioso era que cada vez que se equivocaba, el mocetón de los bigotazos levantaba su garrote, y era de ver los grotescos movimientos con que el desdichado Tartabul trataba de mantenerse firme cuando veía cerca de sí la temible férula. No apartaba de ella los ojos ni en los párrafos más elocuentes de su arenga...” (pág.197).3

Este bufón del siglo XIX se transforma cien años después en narrador de los “últimos argentinos”.

Derrumbe

En Cuerpo a cuerpo, Tartabul es Coquito, un personaje que era leyenda del Hospital Borda, reconocible por el pedido de cigarrillos y la reiteración de algo que parece el resto de una llamada: “Pa-pá”. De una a otra novela el narrador linda con el fool, el idiota. Anuda así algo que llega hasta Beckett: sin leyes, la historia es el sonido y la furia que posee a un fool que lleva sobre sus espaldas la carga de esa historia

Coquito es un idiota, los médicos esperan su muerte para estudiar su cerebro. Los personajes de David Viñas visitan el hospital como los de Musil en El hombre sin atributos. Robert Musil también pone en escena la historia de un “enfermo mental” que ha cometido crímenes horrendos y que fascina a una mujer, personaje clave de su novela. Este loco criminal se llama Mossbrugger y aparece de manera recurrente en diferentes lugares de los tres tomos del libro de Musil.

En Cuerpo a cuerpo, la dedicatoria de Viñas agrega Paco, Haroldo y Rodolfo –es decir, Urondo, Conti y Walsh. Tres escritores que parecen decirle que sigue con vida, que debe escribir. Y Viñas responde en un estilo telegráfico, cortante y cifrado: en cada línea hay alusiones y referencias que localizan y deslocalizan el tiempo y el espacio. Eso se acentúa en Tartabul, donde los personajes cruzan lenguas y territorios con ciudades extrañas, que configuran una topología digna de la “pesadilla de la historia”.

En esta perspectiva; el nombre de Robert Musil no es decorativo. Leo en Musil: “Y todo constituía de alguna manera un complejo único; las carreteras, las ciudades, los gendarmes y los pájaros, los muertos y su muerte”.

El narrador de Cuerpo a cuerpo vuelve a su departamento y encuentra destrozos, desde la puerta ve la cerradura colgando de tres clavos “La sala: el relleno de los cuatro sillones despanzurrado y en las paredes del techo grandes letreros de aerosol. Todavía chorrean. En ninguno me insultan”.

Levanta un libro de Las Casas: “Qué pena. Una linda edición hecha en México. Montale, Trilce. John Donne... no místicos, Pope, Poe, Petrarca...Papini, Palma, Paparrucha, Pompeya y Ponce (...) Los ordeno: Trilce, Thomas Mann, Familia hanseática, Maquiavelo, Marinetti...”. Y continúa el destrozo de los libros y del narrador. “Ganaron”. Y Galileo y Marechal y Hopkins y Absalon. Trilce, Galileo, Absalon. Tres títulos que eliden sucesivamente a César Vallejo, a Brecht, a Faulkner.

Y Huidobro, Mariátegui, Larra, El muro, Ginsberg, Los oficios terrestres. No se nombra a Sartre, tampoco a Walsh. Ni a Lezama Lima que figura con Paradiso, ni a Quevedo del que se nombra El buscón. Ni a Henry Miller, del que nombra Plexus. Alrededor de la jaula, sin Haroldo Conti. ¿Qué decir de esos nombres elididos? ¿Anticipan el nombre que será borrado y que tendrá que desaparecer de la escena cultural que animó durante más de cincuenta años? Es posible. O bien un silencio piadoso sobre autores que, por alguna razón, tienen un valor particular.

Un último llamado telefónico con amenazas, insultos: “¡Hoy mismo! Sacá pasaje. El boleto. Y adiós”. Y los insultos siguen. El último: “Escriba a sueldo”.

Gracias –y ya hago una reverencia. Muchas gracias”. Las respuestas escenifican al bufón que David Viñas define en una entrevista: “La figura contradictoria al verdugo es la de payaso, la del bufón. Yo me convertiría en un bufón. El verdugo es el que mata, pero el bufón es el que dice lo que nadie se anima a decir (...) El bufón es el que se hace el idiota, que le dice todo al poder, el rey” (La Jiribilla. 16/2/2007).

Ignoro si David Viñas sabía que Jacques Lacan usaba la figura del bufón para definir a la izquierda y la del canalla para caracterizar a la derecha.

Es posible que no le hubiese gustado, aunque lo confirma. “La muerte del sujeto, mi viejo”, le dijo a Guillermo Saccomanno. Sin explicación. Quizá un eco de las diatribas de León Rozitchner, que iban de Foucault en adelante y al que era difícil hacerle entender que Jacques Lacan había introducido al sujeto en la acefalía “estructuralista”.

9 de julio de 2006

Radar, el suplemento de Pagina/12, publica opiniones sobre David Viñas. Sólo Guillermo Saccomanno acompaña una semblanza con la lectura dela narrativa, a la vez que afirma que el personaje y el polémico ensayista parecen eclipsar al novelista. Estoy de acuerdo con eso, pero difiero en la manera de proponer un período final que empezaría con Hombres de a caballo (1968) y llegaría hasta Tartabul (2006). Por mi parte propongo que el “estilo tardío” de David Viñas se define en Cuerpo a cuerpo (1979), cuando se hace evidente que algo irreversible ocurrió con la instalación en el gobierno de la última dictadura militar (1976). Ya ha perdido a su hija cuando, en esa novela, inserta la siguiente cita: “Primero vamos a matar a todos los subversivos; después, a sus colaboradores, después a los simpatizantes; después, a los indiferentes. Y, por último, a los tímidos”. Y pone el nombre: General Manuel Saint-Jean, 1976.

La cita abre el capítulo llamado “Una mueca: con epifanía”.

Para nada se trata del clima “cultural” que acompañó la publicación de Hombres de a caballo en 1968, cuando todavía se podía esperar algo de Cuba y también de la efervescencia argentina. Basta leer la dedicatoria de este libro: “A Carlos del Peral, Mario Vargas Llosa y Rodolfo Walsh, creadores. A los Mayores J. C., W. O. S, y L.O, mis amigos”. Por un lado los compañeros de los viajes a esa Cuba que fue plataforma del boom de la literatura latinoamericana, por el otro los “amigos” de sus años de Colegio Militar.

Como dice Héctor Olivera: “Recuerdo a David (Viñas) comentándonos lo que habían dicho sus compañeros del PC. Cuando Onganía prohibió el proyecto Los caudillos: ‘Solamente con la ingenuidad burguesa de Ayala y Olivera se puede pedir apoyo al Ejército Argentino para un guión de David Viñas’” (Radar, 9/7/2006).

Esa mueca con epifanía incluida en Hombres de a caballo, así como su dedicatoria, ya no es posible cuando se publica Cuerpo a cuerpo en 1979 y tampoco, cuando Tartabul agrega al asesinato de su hija, la de su hijo ocurrida poco después. Y los amigos militares no están, ni Vargas Llosa que desde el “caso Padilla” milita contra Cuba y las propuestas revolucionarias. Lo menos que se puede decir es que las cosas han cambiado, por no decir que se trata de una historia de sobrevivientes: “Somos sobrevivientes. No nos mataron, asesinaron a muchos otros”, responde David Viñas a Elizabeth Mirabal Llorens (La Jiribilla, 16/2/2007).

No discuto con Guillermo Saccomanno, quién hace una semblanza y una lectura valiosa de la ficción escrita por David Viñas; trato de marcar una diferencia que me permite resaltar mi apreciación del “estilo tardío” (1979/2006) que se precipita y define cuando la muerte y el exilio ponen al autor frente a lo irreversible, tanto de su vida como de su obra, que despliega su lógica como una alegoría de esas muertes (según Adorno) que el autor transcribe.

Del crack up a la salida

Scott Fitzgerald acuñó el crack up cuando, después de una caída personal, bajo este título comienza un texto breve con esta frase: “Toda vida es un proceso de demolición”. Como bien aclara Alan Pauls, en el excelente prólogo de esta edición, no se trata de un colapso nervioso o de un derrumbe emocional. Según las palabras de Fitzgerald, se trata de un mal del tiempo: “... me rajé como un plato viejo”, escribe. Y concluye: “Lo que podía hacer era irme, sosteniéndome con cuidado como una vajilla cuarteada, e internarme en el mundo de la amargura, donde me estaba haciendo una casa con los materiales que suelen encontrarse. Y al cerrar la puerta me dije: Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal perdiera su sabor, ¿con qué será salada?. Mateo 5:13”.

Tartabul, en el laberinto del exilio, busca el sabor perdido con el sueño de la revolución. La salida, para David Viñas, consiste –según dice– en “actualizar los personajes de Los siete locos en la generación del Che” (citado por Guillemermo Saccomanno). Esos son los personajes de Tartabul (el Chuengo, Moira, el Griego, Pity, etcétera).

Crack up experimentado durante el exilio lo transita con la redacción de Cuerpo a cuerpo, con la experiencia del retorno: “De modo que ya no había ningún ‘Yo’ –escribe Fitzgerald–... Era extraño no tener un sí mismo; ser como un chico que, solo de pronto en un caserón, sabe que ahora puedehacer lo que se le antoje pero descubre que no tiene ganas de nada”.

El último Viñas tampoco tenía un ‘yo’, sabía que podía hacer cualquier cosa. Lo dice. De pronto ha cambiado sus coordenadas sin saberlo. Su última novela puede juntarse con Museo de la novela de la eterna, tan ajena a los gustos del lector que no fue editada en vida del autor. Ahora pertenece a esa corriente extima que se inicia en 1948 con la publicación de Adán Buenosayres.

Recordemos que Macedonio Fernández tiene una novela que se llama Adriana Buenos Aires (sin la conjunción ni la “y” griega de Marechal). Los Sorias, publicada en 1998 en una edición facilitada por suscripciones previa y avalada por un prólogo de Ricardo Piglia, es la novela de Alberto Laiseca que puede incorporarse a esta serie. En el 2006, el mismo año que se publica Tartabul, aparece Donde yo no estaba, de Marcelo Cohen (otro salto singular fuera de la “corriente principal”).

Podría agregar varios libros de Héctor Libertella, La ciudad ausente de Ricardo Piglia, “tramada” a partir del espectro de Macedonio Fernández. Por la negativa, podemos decir que ninguno de los libros nombrados podría incluirse en esa serie que comienza con el “Yo, Juan” de el Apocalipsis y llega hasta la paráfrasis humorística del llamado “giro autobiográfico”, donde se agrega un “yo” al giro lingüístico que tanto dio que hablar hace ya bastante tiempo. Y también mucho que hablara la serie de libros que dicen somos iguales, sentimos y pensamos lo mismo.

En los libros nombrados no hay auto(bio)grafía, puesto que el “yo” es una función gramatical y la primera persona un recurso de la ficción.

El estilo tardío, así llamado por T. W. Adorno al estudiar cierto músico y cierta música, habla de la ausencia del autor, de una muerte que sólo puede aparecer en la obra como alegoría

Cuando subrayé la muerte de Elena en la “vida” de Macedonio Fernández era para encontrar un punto de capitonado –según la metáfora de Jacques Lacan– que induce a Macedonio Fernández a frecuentar una constelación lírica donde la Dama del llamado amor cortés es clave. ¿Qué puede decirse de la transformación del nombre Elena al ser anudado a Bellamuerte, como apellido?. En fin, Macedonio Fernández ha basado su “metafísica” en la disolución del yo.

No me salgo del propósito de hablar de David Viñas en tanto escritor, ya que se encontrará en Tartabul –nombrados y/o aludidos– una exhaustiva constelación de libros y de autores argentinos. El niño que dice sí en Nietzsche, el niño en el caserón de Fitzgerald, se ha transfigurado en el loco de Cuerpo a cuerpo, en el bufón de Tartabul, novela que adopta el coro del carnaval porque ya no hay épica, ni voluntad expresionista: el bufón dice la verdad, sin demasiado énfasis, porque sabe de los límites de la verdad. Y de la literatura.



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