jueves, 25 de marzo de 2021

AIME CESAIRE POR ENRIQUE MOLINA




Todo cuanto de bahía se ha aglutinado para formar tus senos todas las campanas de ibiscus todas las otras perlíferas todas las pistas confusas que forman un mangrove todo cuanto hay de sol en reserva en los lagartos de la sierra todo cuanto se necesita de yodo para hacer un día marino todo cuanto es necesario de nácar para dibujar un sonido de concha submarina.


La visión de la Martinica emergiendo con su cabeza en forma de nube sobre las aguas del Caribe, perdura en mí con esos atributos misteriosos nacidos de la identificación perfecta de una cosa con la imagen mental que, sin conocerla, nos habíamos formado de la misma, atributos capaces de conferir a tal coincidencia una calidad alucinante, el sentimiento de una realidad tan íntimamente compenetrada por el espíritu como para situarla en esa zona donde desaparece la contradicción de lo objetivo y lo subjetivo y por un instante, al fulgor de una gran tensión emocional, es recuperada la gran unidad perdida. En efecto, el cielo abriendo su inmensa tapa de piano sumergido, el vaho producido por la respiración de los helechos, la vida secreta de los mariscos en la plata, el olor a café, a humo de montaña, la masa de la isla que un efímero encuentro desplegaba ante mi vista, emergían tanto del mar como de las profundidades de mi corazón desde donde sus formas parecían corporizarse con la fascinación del sueño.


Como tu risa de lomo de marsopa en la plata del naufragio.

Como la sonrisa verde que nace de la bella agua cautiva entre tus párpados.


La isla, ya un tanto velada por las últimas luces de la tarde se aproximó hasta ponerse al alcance de la voz humana dejando oír sus risas de negro y sus gritos de adiós mientras el barco en que viajaba pasaba de largo ante sus puertas. Tallada en una materia sombría, mezcla de lujuria y de voracidad solitaria, desapareció largo rato después, girando majestuosamente sobre su eje, exactamente en ese momento en que la montaña comienza a constelarse con los pequeños fuegos que la transforman en una inmensa esponja petrificada con todos sus orificios iluminados desde el interior.


¿Cuándo llegará la noche del mundo en que los reverberos serán grandes muchachas inmóviles un nudo amarillo en los cabellos y el dedo sobre la boca…?


Port-de-France comenzaba a preparar en la arena su alambique nocturno capaz de filtrar eternamente el canto sin piedad de las olas. Se ven unas naves ancladas en la caleta, unas cabezas de palmeras y unas figuras oscuras agitando sus brazos al borde del agua. Todo un mundo prisionero, abandonado a los elementos, sobre el que flota aún la sombra de Gauguin y del que emana una especie de incitación incalmable alimentando –quizás a causa de su propia cautividad– el sueño de una existencia sin limitaciones, vertiendo en el alma ese sabor inolvidable que reduce a su verdadera miseria los paraísos y las fórmulas de la domesticidad.


Está en el suelo el mapa de las transmutaciones y las astucias de la muerte.


Ciertos lugares, en efecto, parecen poseer en grado extremo el poder de sacudir la capa de inercia con que el juego de los conformismos aletarga la imaginación. Tales sitios captan e irradian a la vez las ondas más secretas del deseo, actuando como una especie de fermento. De ellos se desprende una energía desconocida, un oscuro hechizo, como si en ellos, más que en ninguna otra parte persistieran aún frescas las huellas del caos inicial. Recuerdo una caleta en Perú, ciertos rincones de la llanura. De la misma manera la Martinica se me aparece como una especie de colina inspirada, cuya sola proximidad es capaz de provocar un indefinible estado de inquietud, la polarización de toda clase de sueños en su aliento magnético.


Morada hecha de grandes gotas del diluvio

Morada hecha de armónicas machos

Morada hecha de ocarinas hembras

Morada hecha de plumas de ángel desgarrado


Mucho tiempo después de aquel primero encuentro toda la vibración con que la isla había sacudido mi espíritu, en un contacto brevísimo pero intenso, renacía para conmoverme de nuevo como una viva levadura del trópico. Esta vez la Martinica me salía al paso en un gran ritmo, con todas sus facetas fosforescentes en la poesía de uno de sus hijos, el gran poeta negro Aimé Césaire, haciendo reverberar en medio de una extraordinaria magia verbal su diamante de pudriciones y cielos carniceros. En dicha poesía volvía a hallar la misma facultad de precipitar el espíritu a un grado de tensión extrema, la misma irresistible fascinación de las Antillas –que hizo precipitarse a sus aguas desde la popa de un barco en Viaje a Cuba, a otro gran poeta: Hart Crane– el testimonio de unos sentidos exasperados y además, una nota aguda y persistente que no cesa de percibirse bajo el tumulto de las palabras: un violento impulso de rebeldía dirigido a rescatar la imagen total del hombre perdida bajo el cúmulo de miserias y mutilaciones que le ha inflingido, en todos sentidos, una esclavitud inmemorial.

Hay en efecto en la obra apenas difundida entre nosotros de este gran americano, una capacidad de emoción que desarrolla inagotablemente sus círculos concéntricos. Aimé Césaire alcanza –entre todos los poetas en lengua francesa de postguerra– la mayor fuerza lírica. “Su lengua –dice Picón– es uno de los laboratorios de donde la poesía del porvenir puede salir enriquecida y transformada”. Nacido en Basse-Point, Martinica, es la figura señera en ese mundo disperso, de pequeñas hogueras perdidas en los mares lejanos, conocido con el nombre de “las islas”, que ya ha dado a la literatura francesa hombres como Saint-John Perse, René Menil, Jaques Roumain. Sus primeros textos aparecieron en la revista “Trópicos”, fundada por él en Port-de-France, en 1941, y cuyas páginas, en los peores momentos de la catástrofe constituían un claro rechazo del derrotismo entonces imperante en el Continente. En 1946 vió la luz su primer libro: “Las armas milagrosas”, editado en París. Al año siguiente publicó su largo poema “Cuadernos de un retorno al país natal”, y en 1948 su última recopilación. “Soleil Cou-Coupé”.



Oh todo aquello cuya mirada es un carrusel de pájaros nacido de un equilibrio sobrehumano de esponjas y de fragmentos de galaxia extinguida bajo el talón de una pequeña estación


Toda la obra de Césaire –bella como el oxígeno naciente, según la expresión de Breton– posee ese relámpago blasfematorio propio de la verdadera poesía, relámpago que nunca ilumina las versificaciones y los ejercicios donde la retórica corriente no es otra cosa que el testimonio de la más baja sumisión, no sólo ante los límites de la condición humana, sino también en las formas más superficiales de la realidad. La poesía digna de tal nombre –dice el mismo Breton en su bello prólogo– se evalúa por el grado de abstención, de rechazo, que ella supone y este aspecto nativo de su naturaleza exige ser tenido por constituyente: ella siente repugnancia en dejar pasar todo eso que quizás ya fue visto, entendido, convenido, en servirse de aquello que ya ha servido, como no sea apartándolo de su uso anterior. Tal requisito se cumple con creces en los poemas de Césaire.


La debilidad de muchos hombres es que ellos no saben llegar a ser ni una piedra ni un árbol


La experiencia surrealista constituye la más profunda toma de conciencia de los problemas y los fines de la poesía, a la cual –llevando hasta sus últimas consecuencias la línea iniciada por Lautréamont y Rimbaud– no asigna otro fin que el de cambiar la vida. Aimé Césaire es heredero directo de dicha experiencia, trasladándola a un plano donde lo humano incide directamente en lo maravilloso. Su poesía no es una fuga hacia un mundo gratuito, ajeno al drama contemporáneo, sino una nueva demonstración del vigor del surrealismo y de su capacidad para dotar de la osadía necesaria y conducir a su máxima violencia a todo sincero intento de captación de la realidad. Especialmente en los poemas de Les armes miraculeuses y Soleil cou-coupé crea Césaire una atmósfera eléctrica cuyo poder de trasmutación establece entre las cosas relaciones inesperadas. El enigma oculto bajo las apariencias de la realidad rugosa es penetrado por medio de oscuras asociaciones hasta crear el sentimiento de una íntima comunicación con el mundo. Hay en ellos esa toma de contacto esencial, esa conmoción súbita de todo el ser, intraducible a otra lengua que la poética. No se trata aquí, como en la falsa poesía, de la descripción narrativa y exterior de un momento vital, sino de la creación misma de ese momento en lo más hondo de la subjetividad del lector, a quien se somete, por medio de las virtudes mágicas del idioma, a un auténtico proceso de encantación. Cada poema de Césaire es una especie de ceremonia ritual, una danza de gran hechicero, un delirio de tambores que conduce gradualmente al trance.


Yo me encontraba como de costumbre antaño en medio de una usina de nudos de víperos en una gange de cactus en una elaboración de peregrinaje de espinas –y como de costumbre estaba salivado por miembros y lenguas nacidos mil años antes de la tierra– y como de costumbre hice mi plegaria matinal que me preserva del mal de ojo y que dirijo a la lluvia bajo el color azteca de su nombre.


No son las facultades lúcidas de la razón las que organizan sus palabras de acuerdo a las jerarquías de una sintaxis y a las asociaciones consagradas. El idioma es deshecho, destruido, desarticulado en sus resortes lógicos para volver a inventarlo con la libertad sin límites de la inocencia. Una ola de pasión hace saltar los vínculos usuales y altera la significación corriente de los vocablos, impregnando a esas frases, recién balbuceadas por los labios de la Sibila, que despliegan en todas direcciones sus ramificaciones fulgurantes. Poesía directa, concreta, extraordinariamente simple, vital, apresando cuanto toca con sus bellas patas rojas de cangrejo, hace brillar su saliva de fósforo donde pululan las intuiciones más rápidas, situándose en la pura lógica del corazón, más allá de esos pretendidos discursos poéticos confinados en una prisión de conceptos y silogismos.


Lluvia que en tus más represensibles desbordamientos no te cuidas de olvidar que las jóvenes del Chiriqui extraen a menudo de su corsé de noche una lámpara hecha de luciérnagas emocionantes.



La obra de Aimé Césaire es el punto de refracción de diversos contenidos emocionales que la sostienen con sus matices siempre cambiantes. En ella se desarrolla un permanente conflicto dialéctico. Es la síntesis y la encrucijada de una serie de fatalidades, nacidas de la situación de inferioridad a que su raza es relegada en el mundo blanco, de la dependencia colonial de su país, de su conciencia social, de su sensibilidad, condicionada a la vez por su raíz negra y el paisaje americano del trópico, en pugna con las formas artísticas del mundo culto occidental, etc. Teatro de una serie de oposiciones dramáticas éstas concurren a crear esa expresión nueva capaz de contenerlas a todas y de reunir en un solo haz sus energías antagónicas. No obstante, dentro de ese confuso núcleo de fuerzas es posible distinguir tres elementos capitales.

Ante todo, el sello ancestral de su raza, la peculiar aptitud del alma negra para captar la realidad más por la intuición y el sentimiento que por la especulación y el análisis mental. A diferencia del blanco, en cuyo espíritu veinte siglos de racionalismo han producido una escisión irreparable entre el mundo de la conciencia y el mundo oscuro de la sangre, desgarradura trágica a cuya abolición apunta, por ejemplo, la obra de un Lawrence o un Giono, el negro conserva intactas aún las raíces originales que lo unen a la naturaleza, o mantiene todavía muy vivo el recuerdo de las grandes alianzas traicionadas. De allí su conflicto al sentirse incorporado al orden de una cultura eminentemente técnica, en la que ya no hay cabida para un ser intacto en el sentido de Rimbaud.


Me ha ocurrido entre el azoramiento de las ciudades buscar qué animal adorar.


Ahora bien, el sufrimiento producido por una existencia dividida entre dos mundos enemigos, uno de los cuales oprime al otro casi hasta la asfixia, no se traduce en Césaire en una queja lastimera o en la nostálgica evocación de un pasado mítico, sino en una combativa y apasionada reivindicación de los valores propios del alma negra: su inocencia primordial, la exaltación del cuerpo y de los sentidos, su concepción panteísta y mágica del mundo, la nostalgia orgullosa del África ancestral como un símbolo del reino puro de la sangre y de los instintos, del sol y de las potencias dionisiacas de la vida. Por los poemas de Césaire pasan los grandes soles rojos del Congo, de lengua de serpiente, que al abrirse dejan ver en su interior la madera negra de los tótenes y el tatuaje de las calabazas, la llama de dos vibrantes alas amarillas que arde en el cuello de Zelandia “circundada de un suelo jonché de carapachos”, las imágenes abisales que el utilitarismo moderno ha ahogado en lo profundo de la conciencia. Cahier d’un retour au pays natal, escrito en París poco antes de regresar a la Martinica es, en primer término, el canto nacido de la nostalgia de la isla, de su miseria y su esplendor, de la infancia desvanecida entre las hojas del plátano y el vaho de las Antillas, pero es también, en un sentido más profundo, el orgulloso retorno al mundo ancestral de sus antepasados, a los mitos eternamente vivos en la memoria de su raza.


Yo tengo manos azules que todo detienen. Mi lengua es azul. Azul es mi oro y el orgullo de la sangre de los malditos que vuelven hacia mí la cabeza. Si vous savie. He dado vuelta todas las piedras todas las penas todas las plegarias.


Aparte de esta contradicción fundamental entre el blanco y el negro, en este último perdura como una llaga irredimible el recuerdo inconsciente de los ultrajes padecidos por sus antepasados –y con ellos la dignidad humana– en nombre de la pretendida superioridad de una civilización a cuyo fracaso, en tantos órdenes, estamos asistiendo. De aquí nace el segundo elemento que nutre su poesía: la intransigencia total hacia un orden social tras cuyo hipócrita humanismo se mantienen aún vigentes las más feroces discriminaciones raciales. Pero Aimé Césaire se halla muy lejos de la llamada poesía social, fruto de un espíritu reaccionario incapaz de comprender que es imposible reducir la verdadera poesía a la categoría de un epidérmico excitante elaborado con un tema político. En cambio, es la suya verdadera poesía social en el sentido en que lo es la de un Whitman o un Vallejo, por la profundización de su subjetividad hasta llegar a reconquistar en ella todo cuanto es desechado, frustrado, negado por una moral equívoca, un orden mental que deforma toda personalidad, y una sociedad que engendra en su seno la mayor injusticia. La originalidad de Césaire –dice J. P. Sartre examinando este aspecto de su obra– consiste en haber deslizado su preocupación estrecha y poderosa de negro, de oprimido y de militante, en el mundo de la poesía más destructiva; más libre y más metafísica, en momento en que Éluard y Aragón fracasan en dar un contenido político a sus versos.


El lynch es una orquídea demasiado bella para dar frutos… el lynch es una mano condimentada de piedras preciosas, el Lynch es una suelta de colibríes, el Lynch es un lapsus, el Lynch es un golpe de trompeta un disco rajado de gramófono una cola de ciclón a la rastra llevada por picos rosas de pájaros rapaces. El lynch es una bella cabellera que el espanto arroja sobre mi rostro el lynch es un templo arruinado por las raíces y ceñido de selva virgen.



El tercer elemento sería la constante presencia en sus poemas de una naturaleza cuyas manifestaciones lujuriantes son percibidas con una oscura embriagues. Igual que en la pintura del Aduanero –profundamente negra– hay en ellos un reverbero mágico, una confusa mezcla de sueño y jungla. Su contacto electriza, despierta los ritmos ancestrales, pone a su corazón en comunicación con el fuego central. el negro se siente en el trópico, en su elemento; es el hijo de esa explosión inmóvil de fuerzas con que la vegetación y el paisaje se desbordan. Para el blanco, en cambio, el trópico es una potencia demoniaca, una especie de trampa dionisiaca que enerva su voluntad y sus energías. Los poemas de Césaire poseen siempre ese estremecimiento de felicidad extraordinaria que solamente la vista de una serpiente devorando un pájaro o de una manga de langostas es capaz de producir.


Una hoja mal jugada publicada por el viento.


Por largo tiempo la certidumbre de la navaja de afeitar o el color verde delirio de la cantárida han sido lamentablemente confundidos con la ortopedia o las antologías de versos recitables. La poesía de Aimé Césaire produce una relampagueante solución de continuidad en todas esas matemáticas del onanismo. Quiero decir que a medida que se ahonda en la conducta severa, asumida hasta la catástrofe, de un Rimbaud. Un Lautreamont, un Artaud, desaparece el viejo decorado convencional para dar paso al hombre vestido de negro que persigue, a través de la ciega muralla de las apariencias sensibles, un destello de lo absoluto. Sólo la poseía puede proporcionarle “las armas milagrosas” necesarias para alcanzar su propósito. Y sólo entonces ella inviste su grandeza legítima, capaz de provocar en la atmósfera de lo establecido esa violenta reacción “bella –para decirlo con una frase de Césaire– como el gesto de sorpresa de una dama inglesa al encontrar en su sopera un cráneo de hotentote”.


Soy quien canta con una voz cautiva aún en el balbuceo de los elementos. Es dulce ser un trozo de madera un manojo una gota de agua en las aguas torrenciales del fin de comenzar de nuevo. Es dulce adormecerse en el corazón trisado de las cosas.

En nuestro país la poesía carece casi por completo –con excepciones muy reducidas– de un espíritu de ruptura verdaderamente profundo. Hasta en las revistas de los jóvenes se advierte la ausencia de esa capacidad de rechazo que implica el abandono sin salvación a “las aguas torrenciales del fin y de comenzar de nuevo”. No sólo se hacen todavía invocaciones al Hades, sino que existe toda una corriente de nuestra lírica –destinada a satisfacer los apetitos más cotidianos– que lleva a su colmo, con Bernárdez, por ejemplo, la difamación, más completa de lo maravilloso, ahogando, con una eficacia mortal, toda verdadera nostalgia de conocimiento. Es el espíritu de sumisión de dicha poesía “de índole venenosa” según la califica Breton, lo que da la medida de la tiránica exigencia de libertad que alienta en la obra de un auténtico poeta como Césaire, y lo que da la medida de su grandeza.




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