jueves, 11 de marzo de 2021

JORGE LUIS BORGES EN SU HISTORIA DE LA ETERNIDAD. Por Olga Orozco.

 


Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».

Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha encarcelado», como dice él mismo.

Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.

Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el pie», agrega en Otras inquisiciones. ¿Hemos consentido tales blancos, tales fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?

Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances, aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable, vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo, ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.

Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza, se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces, como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe, que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.

Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos», asegura en Otras inquisiciones. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura realista, aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?). Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna, o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos, Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho,.. El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».

¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro, desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree modestamente que no se produce.

Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una función».

¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios pasos?

Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.

No voy a contar la otra trayectoria, la de sus circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los destinos de Edgar Alian Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector, secretamente son el mismo destino -el único posible-, la historia universal es la de un solo hombre».

Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.

Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.



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