jueves, 6 de mayo de 2021

JUAN L. ORTIZ según Carlos Mastronardi

 


Después de “El agua y la noche” y “El alba sube…”, libros donde Juan L. Ortiz recogió las tiernas modulaciones de su tierra y de su cielo, el intenso poeta entrerriano acaba de dar a la estampa “El ángel inclinado”, volumen donde su voz, siempre elogiosa de la naturaleza, ensaya la expresión de fervores más cálidos y anchurosos.

El contemplativo de los primeros libros cede el paso a un hombre en quien los mandatos de una realidad exigente y dolorosa gravitan resueltamente y se convierten en rico manantial de lirismo.

Los mansos y dormidos paisajes de sus primeros libros, en cuyos versos persiste una visión alucinada y mágica del mundo, no constituyen el tema central de “El ángel inclinado”, obra que, desde el simbolismo del título nos advierte que la poesía de Ortiz se asoma con angustiado amor a una época lacerante y barajada, en cuyo centro ardido se juega el destino del hombre y se debaten los problemas fundamentales de nuestro mundo apasionado y en tensión.

Vida que se sumó gustosamente al silencio de los campos natales, poeta que demoró su fervor sin vehemencias en esa zona extrema donde la realidad parece otra variante del liviano universo de la fantasía, reducción a dulzura y substancia de la soledad. Ortiz fue cumpliendo los ciclos creadores con la serena persistencia de quien se sabe asistido por angélica compañía.

Su poesía, siempre aliviada de elementos concretos y de fuertes apoyaturas, es la expresión espontánea de una subjetividad diferenciada y melodiosa. Pero el subjetivismo de Ortiz no es avasallante ni se resuelve en la exaltación frenética del contemplador con menoscabo de lo contemplado. Antes bien, es un modo amoroso de sumarse al deslumbramiento que viene de las cosas, es un movimiento de integración que lo consubstancia con un mundo casi irreal a fuerza de ser poético, es una forma persistente de acceder a la unidad y de sentirse dulcemente ligado al universo.

Los campos y las aguas de Entre Ríos, a través de “El ángel inclinado”, se evidencian en toda su gracia inmemorial y constituyen los temas entrañales de un lirismo sin ornamentos.

Los previsibles elementos poéticos que manejan, con énfasis reiterados, los cultores de un nativismo profuso de crines y de lazos y los insobornables representantes de una épica de boliche, no aparecen en estas páginas donde sólo tienen cabida las intemporales atracciones de la tierra y el cielo. Los poemas de Ortiz flotan en un ámbito de dulzura sin fronteras y parecen una emanación del paisaje:

El cielo sonrió

y la lejanía,

con dichoso brillo nuevo

tembló en la tarde como un presentimiento”.


El río dorado de mayo,

rondando mayo en una leve paz efímera

y ondulando en gestos

ricos bajo la tarde.”


Pese al aire intemporal de los poemas de Ortiz, en cuya luminosidad profunda perduran extasiadas visiones y quietas delicias, el poeta no se ha substituido a los avasallantes problemas de su tiempo y de su hora. Sin bruscas transiciones de tono, la obscuridad del hombre y el dolor colectivo se hospedan en “El ángel inclinado” y logran conmovida expresión en sus imágenes.

Si el poema, como se ha dicho, es el desarrollo de una exclamación, no cabe duda que Ortiz se mantiene en el acierto, puesto que en su poesía ha logrado articular los ardientes reclamos de su intimidad y los espontáneos movimientos de su ánimo.

El lírico de “El ángel inclinado”, a través de cuyos versos suele insinuarse una delicada sensualidad, vive en el amor de las cosas y es el mejor amigo del mundo. Su Ángel, siempre atento a los vaivenes de una realidad convulsionada, no tiene ascendencia teológica, no es la consabida divinidad intermedia: este leve camarada de Ortiz se confunde, se identifica con la Poesía.

En algunos versos del lírico entrerriano despunta el pavor cósmico y se plantea el inconmovible problema de la disolución de la conciencia personal. En el amoroso de las cosas está presente el vacío sin límite donde caducan tardes y paisajes. Esa desazón, que proviene del sentimiento de nuestra finitud y que en algunos poetas fue apetencia de absoluto y patética rebelión contra las categorías limitativas del existir, es la misma desazón de Blake, de Baudelaire, de Rimbaud, de Rilke. Esta inquietud, que puede considerarse el hemisferio de sombra de “El ángel inclinado”, le ha sido reprochada a Ortiz por quienes conocen sus proyecciones ideológicas. Con sentenciosa ingenuidad se ha resuelto que estas interrogaciones corresponden a una mentalidad superada, como si la evolución social descartase el problema del ser y pudiera inmunizarnos contra la muerte. Evidentemente, esa inquietud obscura, inseparable de toda exaltación de vida, constituye uno de los mejores atributos líricos de Ortiz.

Tanto por la originalidad de sus temas y el recatado poderío de sus imágenes como por el abarcante y generoso anhelo de fraternidad humana que refleja (la moderna literatura rezuma eticidad, conducta), este libro de Ortiz puede considerarse una obra que ofrece muchos caminos a la admiración apasionada.


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