Texto publicado el 9 de octubre de 1968 en el suplemento «La Cultura en México» de la Revista Siempre! Número 798, a propósito de la rebelión estudiantil en México.
Una frase ya imposible: “Aquí no ha pasado nada”. A partir del 26 de julio México se ha transformado de modo orgánico, esencial, y el cambio se advirtió con nitidez en el mismo momento en que el movimiento devino de estudiantil en popular, de capitalino en nacional. Es lugar común y sin embargo debe repetirse: estos amargos, ominosos días no han sido en vano. Numerosos centros vitales de la nación fueron golpeados y se han modificado de raíz; ha tenido lugar un proceso definitorio que nos afecta sin excepciones y lo mejor de todo: una generación se ha decidido a no seguir el triste conformista ejemplo de las anteriores. Súmense los hechos y las imágenes: la gente golpeada y victimada en las calles, las brigadas políticas saliendo al encuentro del aprendizaje y la enseñanza, las cinco manifestaciones masivas, la resistencia estudiantil que adquiere en Tlatelolco el nivel de unidad popular, el rechazo de intimidaciones y corrupciones, la toma de la Ciudad Universitaria, los sucesos sangrientos de Zacatenco y la Ciudadela y el Casco de Santo Tomás e Ixtapalapa y Tlatelolco, la depredación en numerosos centros de enseñanza media y superior, la muerte, entre otros, de los estudiantes Luis Lorenzo Ríos Ojeda y Ángel Martínez Velasco, el acto del teniente Benjamín Uriza, el oprobio de la Cámara de Diputados, la renuncia del Rector Barros Sierra, la unánime negativa de la Junta de Gobierno que insta al Rector a continuar, la entrega de la medalla “Belisario Domínguez” a un maestro (Miguel A. Cevallos) que justifica y aplaude la invasión de CU; el retiro del subsidio de la Universidad de Sinaloa, la tropa adueñándose de la ciudad de Oaxaca, la tropa que irrumpe en la Universidad de Chilpancingo “para evitar que los estudiantes fueran interrumpidos en sus labores”, la represión generalizada, la imagen magnífica, histórica de una madre mexicana, la madre de Luis Lorenzo Ríos que preside el cortejo fúnebre con las manos alzadas formando el signo de la V, la alianza irrestricta de estudiantes y vecinos en la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, la ciudad presidida por los tanques, la resonancia internacional de los sucesos, los provocadores que saquean y queman, los actos desesperados y suicidas, el valor inaudito, los estudiantes del Pentatlón Universitario desfilando en el Estadio con la V del Movimiento, las escuelas ametralladas, los jóvenes secuestrados, la ignominia perfecta de la Federación Estudiantil de Guadalajara, los restos de ese aparato escénico-circense que entregan sus propias esquelas dándoles la forma de adhesiones a una política represiva, el diputado que va, viene y se retracta, el acto conmemorativo de la mayoría de edad de un libro de Agustín Yáñez, Luis Farías que no quiere resultar inferior a Octavio Hernández, Octavio Hernández que sueña con equipararse a Luis Farías, la eficacia de los granaderos que hace indispensable la presencia del ejército. Definitivamente, todo esto no ha sido en vano.
Lo más probable es que el regreso del Rector Barros Sierra signifique obligadamente un retorno a la “normalidad académica”. Mas ocurre que, de ahora en adelante, la normalidad académica querrá decir la remodelación básica de las estructuras de la enseñanza superior, la renovación pedagógica, la actualización de los planes de estudio. Pero también, y dada la ampliación radical en el orden mundial de este concepto, “normalidad académica” se traducirá como el combate permanente por la democratización del país. Para quienes saben y viven el significado del Movimiento, para quienes desean ser consecuentes con el espíritu extraordinario de estos días, “normalidad académica”, también querrá decir y por ejemplo, la lucha incesante por la libertad de los presos políticos. Una de las victorias del Movimiento ha sido entender como tarea, como responsabilidad humanista (lo opuesto al filantrópico “deber humanitario”) la creación de una verdadera conciencia nacional. Así, es responsabilidad universitaria –y quienes lo nieguen reducen el término a su acepción más insuficiente y anacrónica— el empeño por obtener la libertad de quienes, como Demetrio Vallejo y Valentín Campa, han vivido para un sindicalismo independiente; de quienes, como Rafael Aguilar Talamantes y Efrén Capiz, han sido sentenciados bárbaramente como consecuencia de la ineptitud feudal que invadió la Universidad de Morelia; de quienes, como Víctor Rico Galán o Adán Nieto, han creído desmedidamente en la justicia social.
Y desde luego, es responsabilidad académica –en tanto que deber moral y político—luchar por la libertad de los propios presos del Movimiento, sujetos a una monstruosa y clasista conspiración judicial: dirigentes estudiantiles de la CNDE (Confederación Nacional de Estudiantes Democrática) y la Juventud Comunista como Arturo Zama, Félix Goded, Pedro Catillo Salgado, Rubén Valdespino y Salvador Ríos Pérez; militantes comunistas como los trabajadores de “La Voz de México” y Gerardo Unzueta, Fernando Granados, Salvador Sáinz Nieves, Gilberto Rincón Gallardo, Adolfo Mejía y Mario H. Hernández; maestros como Elí de Gortari, Jorge Tamayo López Portillo, Carlos Sevilla, Julio Terán; periodistas como Manuel Marcué Pardiñas y Martín Dozal; escritores como Jaime Goded; dirigentes estudiantiles como Romeo González y las decenas y cientos que ahora sufren las consecuencias de una represión engendrada en el temor irracional y el mando irresponsable.
Hay una nueva definición de la “normalidad académica”. Si por un lado se acrecen y se concretan las exigencias específicas de investigación y docencia, por otra parte se destacan y se hacen presentes las demandas que provienen de un entendimiento y un acatamiento lúcidos de la Constitución de la República. Frente a la inoperancia de la ley, la decisión de su cumplimiento colectivo. Frente al proceso que había conducido a la UNAM (y, con sus variantes propias, al IPN, a la Normales, a Chapingo) a convertirse en multiversidad, fábrica de profesionistas carentes de la visión unitaria del humanismo, la nueva normalidad académica debe incluir las formaciones integrales, que nieguen el funesto sistema de las especializaciones enajenantes.
El esquema no es necesariamente utópico. La Comunidad Universitaria y la Comunidad Estudiantil y la alianza del estudiantado y el pueblo, nociones anteriormente huecos o banales o ilusorias, son hoy nociones reales y poderosas. Sirve como ejemplo el repudio nacional a las técnicas de exterminio de prestigios que aplicó el llamado Poder Legislativo con el Rector Barros Sierra. La demolición, operante en el casi del regente Uruchurtu, aquí sólo derivó en la unidad en torno del agredido. Y es que el enmohecimiento de las estrategias y tácticas del Poder es un acontecimiento notorio. No saben cómo asimilar la protesta, ignoran los sustitutos de la corrupción, no conocen la imaginación o la inteligencia políticas. Los métodos útiles en el manejo de Vasconcelos y la generación del 29 no pueden seguir conservando su validez. Entre otras cosas porque la actual no es una generación verbal y romántica y la obviedad es fundamental, porque la Revolución Mexicana agotó sus recursos y posibilidades hace muchísimo tiempo. Fenómenos como el penoso servilismo de toda una Legislatura, como la utilización continua del terrorismo, como la recurrencia de la intervención del Ejército, no son evitables en la medida en que han dejado de ser errores para convertirse en prolongaciones orgánicas de la conducta del Sistema. Lo que el Movimiento ha hecho no es –como suponen los jerarcas del travestismo ideológico—arrojarnos hacia la derecha sino algo más simple: revelar la atmósfera retrógrada en que nos movemos. La represión no se inventó en beneficio del Movimiento: únicamente, resultó más visible y evidente al extremarse en su contra. Las banderas y causas, todas legítimas y legales, del Movimiento no urdieron situación alguna: simplemente evitaron que se continuase con la hipocresía y la demagogia de un supuesto paraíso impecable. Si los móviles personales –el resentimiento y la venganza—han intervenido en el conflicto, también es una debilidad ínsita de la estructura del poder, cuya descomposición consiente y exige el entronizamiento de personalidades rencorosas. Una de las tareas de la nueva normalidad académica consistirá en investigar, ahondar y presentar el examen objetivo no de una nueva sino de una vieja, ya no enmascarada realidad de México.