Encuentro -necesito encontrar- una respiración, un aleteo, un ritmo y la voz que va a contar el cuento. Porque en realidad no estoy contando, es decir, no estoy hablando, estoy es-cri-bien-do. No es la anécdota implícita lo que más me interesa, en absoluto, es sobre todo la forma de narrarla. Katherine Mansfield escribió años atrás en su diario, recién ahora publicado bajo el título Textos Privados:
Sólo lo podremos saber al seguir tirando del hilo -es decir escribiendo- con precisión, con método. Con irreconocida y a la vez irrenunciable valentía.
El cuento puede asaltarnos en cualquier momento como un tren en marcha. Algo en nosotros se asusta, se encoge; esquivarlo nos parece una forma, nada interesante por cierto, de salvación.
El cuento que empieza a nacer a veces partiendo de una palabra, de una sensación, de una frase apenas susurrada, es en verdad una caja de Pandora que puede encerrar espejos deformantes en los que descubriremos nuestras peores caras. Debemos estar agradecidas. Al fin y al cabo una escribe para entender y no es jugando al esteticismo que se descorren velos.
Muchas veces creí, al escribir un cuento, que había dado con alguna fórmula que me permitiría completar una serie. Ahora sé cómo armar un cuento de exótico erotismo, supe decirme, o bien ahora encontré la voz y la particular inflexión para narrar ciertas anécdotas... pero no. Pongo estos dos ejemplos como podría poner otros, el hecho es que con el punto final del específico cuento que me abrió la puerta, la puerta se cierra. Cada cuento convoca un universo propio que se crea para el solo propósito de conferirle existencia. Después, este universo se apaga y habrá con suma paciencia que esperar a que se genere otro, o sentarse desesperadamente ante la mesa de trabajo a pelear contra molinos de viento, es decir, contra palabras más que vacías, palabras sin cáscara, sólo hechas de viento.
En cambio, cuánta sensación de riqueza, de visceral alegría cuando las palabras se van enhebrando casi solas y son las que corresponden -ni una más, ni una menos- y la historia se desarrolla con vida propia y sabemos que se trata de un cuento porque no es novela, no, cuando un universo contenido y redondo se perfila, preciso.
Habiendo avanzado como es lógico por el camino de la escritura, ahora a los momentos de ser de Virginia Woolf podemos sobreimprimir los momentos de poder. Una fuerza creadora que va armando un tejido, juntando los hilos de palabras hasta que el dibujo aparece, nítido, y el tapiz queda encuadrado y separado del magma de fondo.
Ya no voy más a cafés con mi cuaderno para que algunas frases sueltas, algunas sensaciones y sonidos cristalicen en un cuento. Aunque esporádicamente el cuento me toma por asalto. Y a veces tengo la suficiente disponibilidad como para aceptarlo y darle todo el espacio necesario. Espacio que naturalmente es interior; por fuera sólo aparece disfrazado de tiempo. Tiempo y valentía, repito, como quien se tira de cabeza a la piscina sin saber si hay suficiente agua.
Lo dijo Clarice Lispector: «Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre»2.
En mi caso el miedo viene después; en el momento de darse la escritura sólo siento la euforia por más tremendo que sea el tema. Es sólo al leer lo escrito que me asusto. Mientras escribo soy apenas una espectadora activa, como cuando me siento en un bar o en una plaza, y miro con un mirar que es una forma de compromiso. Necesito estar sola, en los rincones más remotos del mundo -en lo posible- necesito estar sola para poder pertenecer sin necesidad de involucrarme. Como quien, con todo respeto y dentro de lo posible, está ejerciendo la comprensión con las antenas abiertas sin juzgar, intentando atar cabos. De eso podría tratarse la escritura y sobre todo el cuento. Un establecer asociaciones ilícitas, un olfatear el entrecruzamiento de vectores de fuerza inesperados, un verdadero ejercicio de libertad como no lo será nunca la novela porque con el cuento sólo se puede calar hondo sin la refrescante posibilidad de irse por las ramas. El cuento es la pura raíz, el nódulo.
Todo esto suena abstracto y no lo es en absoluto. El pensamiento mismo suele estructurarse en forma narrativa, el pensamiento, sin proponérnoslo, arma rompecabezas con los datos sueltos de la realidad y estructura los cuentos que habrán de constituir nuestra cosmogonía, nuestra comprensión del mundo.
A dar con la tensión y la síntesis precisas para que el texto luzca una concisión casi matemática, como un teorema, con la elegancia de las líneas más simples.
A no apartarme demasiado de las formas clásicas del cuento, pero estremeciéndolas, desacralizándolas (aunque esta no es la palabra, porque en verdad aspiro a que lo sagrado lata, imperceptible como un suspiro, en todo cuento). Necesito en un cuento el principio, el desarrollo y clímax y un desenlace final muchas veces sorprendente. No juego a buscar un desenlace sorprendente, pero me encanta cuando ocurre por imprescindible necesidad de la narrativa. Me estremezco cuando el final me sorprende a mí en primera instancia, porque en los casos sublimes que algunos llaman inspiración o dictado de las musas una no es autora ni es nada, es la simple ejecutora de algo que ya se ha plasmado más allá de la conciencia... Aunque a veces me he topado con finales abiertos, y también los respeto y hasta los disfruto.
Todo esto no quiere decir que no corrija, y corrija, en forma casi obsesiva, hasta darle al cuento el lustre y la redondez imprescindible para ser un verdadero cuento desde mi particular perspectiva.
Un cuento es algo que se puede sostener en la palma de la mano y tiene vida propia. Vida propia aunque sólo conste de tres líneas.
Me asombra cuando dicen -y debe de ser cierto, lo he oído en diversas partes del mundo- que los libros de cuentos no se venden bien. Quizá sí las antologías temáticas, pero parecería no ocurrir lo mismo con los volúmenes de cuentos de un mismo autor/a. ¿Por qué, me pregunto, cuando el cuento está hecho precisamente para colarse entre los intersticios de este mundo desquiciado que nos tiene a un paso del infarto? Un buen cuento en algunos casos puede llegar a salvarnos la vida o nos sirve de paracaídas en ciertas vertiginosas circunstancias. Un cuento ocupa el espacio limitado de un viaje en autobús, en taxi, en tren, hasta entre dos paradas del subterráneo porque los hay de todos los largos y siempre nos dejará algo de regalo. Porque sí, de yapa como decimos los argentinos.
Llevo publicados seis volúmenes de cuentos, es decir un número vasto y variado de experiencias escriturales pero no mucho más de seis enfoques del mundo. Entrando en el terreno personal puedo establecer un itinerario de ideas desde aquel primer cuento escrito como a los dieciocho/diecinueve años en el cual se unieron dos legados familiares: una frase que según se dice repetía mi abuelo y una supuesta ciudad inexistente que mi madre habría percibido en medio de los Andes. La frase era banal: «esta sopa es capaz de revivir a los muertos». Troqué sopa por canto, la llevé a la ciudad inexistente y así nació un cuento del cual me sentí orgullosa porque creí demostrar que era fácil escribir como ciertos escritores de entonces. Más adelante, esta primera colección acabó siendo titulada Los heréticos y giró mayormente en torno a una idea que me rondaba entonces: cómo los excesos te llevan al otro extremo, en este caso cómo una sobredosis digamos de espíritu religioso puede hacernos caer fácilmente en la herejía. Las herejías me gustaban y me siguen interesando aún hoy. Los cuentos de mis años mozos, digamos de mis tempranos veintes, tenían una peligrosa tendencia a hacerse truculentos. Por suerte la mitad o más abortaron en su primer esbozo. Vivía yo en Francia entonces. De este libro rescato los dos cuentos bretones, sobre todo Los Menestreles, que sigue siendo grande en mi memoria aunque por supuesto no me animo a releerlo.
Con el siguiente volumen de cuentos la experiencia fue diametralmente distinta. No me llevó años completarlo como el anterior. Me llevó un mes. Fue una propuesta consciente, porque de regreso a mi país debí enfrentarme con la insólita situación de un descontrolado terrorismo de Estado. Para tratar de reincorporarme y de comprender lo que estaba pasando decidí escribirlo. Pensé que a razón de un cuento por día al cabo del mes tendría el libro completo. Lo logré. Los cuentos son repentistas, como le gustaba decir a mi madre, porque fueron escritos de repente, en el fragor del espanto, escuchando alguna frase suelta en algún café de barrio. Aquí pasan cosas raras. Ése fue el título del libro, y debo reconocer que pasar, pasaban. Después otro salto cuántico. Libro que no muerde, hecho de retazos, de pequeñas piezas mínimas encontrados en los sempiternos cuadernos que habría de dejar atrás porque partía hacia un exilio que nunca quise considerar como tal sino como simple expatriación por cuenta de los militares imperantes. Tiempos de terror que me llevaron a escribir «Cambio de armas», el cuento así titulado, más bien una nouvelle, de un aliento más largo pero entrecortado, jadeante. Ese sí pensé que sería una novela, que escribiría un antes y un después de la situación de desmemoria. Pero no me dio el cuerpo. No me dio el alma, ni siquiera para mostrarlo a mis amigos más cercanos: sentí que los pondría en peligro. Un cuento contaminante, un saber al borde del abismo. Me fui entonces de la Argentina para poder seguir escribiendo, y entre Nueva York y México pude completar esa serie de cuentos sobre el poder y la dominación que finalmente tomó el título del cuento principal, el hasta entonces inmostrable.
Intenté después dulcificarme. Armar una serie sobre lugares y seres de mi América Latina que tanto he recorrido y tanto amo. Me salió a medias. Muchos de los cuentos de Donde viven las águilas ni son tan beatíficos -iluminados- ni siquiera tan «latinoamericanos». Aunque quién sabe...
Y pasaron los años. De todos modos escribí novelas, intercaladas entre los libros de cuentos. Pasaron los años, los traslados, y oh sorpresa, un día tuve ¡una idea! Es decir que cierto día, caminando por las calles porteñas después de una larga ausencia entendí por qué la mamá de Caperucita la mandó al peligroso bosque. Entendí todo el viaje iniciático, y como desprendimiento de esta humilde epifanía deduje que las mujeres de los tiempos idos, las anteriores a Perrault y a todos ellos, las que contaron por primera vez los cuentos de hadas a las niñas, seguramente habrían urdido una muy diferente trama, sobre todo con muy distintas moralejas de aquellas que acabamos heredando nosotras. Porque se trata de cuentos ejemplares, de historias de enseñanza, y ninguna mujer le diría a sus hijas que se duerman hasta esperar el beso del príncipe o que la curiosidad es malsana. Todo lo contrario. Sobre todo en aquellas épocas de acechantes peligros de toda índole, el mensaje debió de haber sido el de permanecer alerta, curiosa e inquisitiva, con los ojos bien abiertos. Entonces estudié la vida de Charles Perrault -el primero en escribir los llamados cuentos de hadas- y desarrollé una teoría sobre la sistemática sujeción de la mujer por medio de esas historias en apariencia inocentes. Por suerte no me senté a escribir un mal ensayo sino que dejé la supuesta teoría bullendo en la marmita hasta que por fin encaré, en calidad de relectura, la escritura de los cuentos de hadas como creo debieron haber sido contados en un principio, con toda su carga subversiva. Había una simetría en todo esto, pero el libro que acabó englobando estas reescrituras se tituló Simetrías a causa de un cuento epónimo, pariente muy cercano de «Cambio de armas». ¿Cómo enfrentar el tema de la tortura? Torturándose un poco, quizá, por el simple hecho de sentarse a anotarlo. En casos semejantes «escribir es una piedra lanzada al fondo del pozo» (Lispector). Hay cuentos así. En mi país pocos los quieren leer. Pero el pozo existe, y más nos vale reconocerlo.
También en Simetrías figuran los llamados «Cuentos de Hades», una inversión de mis caminos porque por primera y hasta ahora única vez logré pasar de la teoría -modesta, pero teoría al fin- a la práctica (ver Ventana de hadas).
Y así se van sumando los cuentos, mientras siga viva la autora. Razón por la cual insistí en llamar a mi recopilación Cuentos completos y uno más. Porque siempre habrá uno más, ya los había entonces, los hay ahora, uno más uno más uno más uno más, nunca uno más uno. Los cuentos no son dígitos que integran alguna suma ideal sino números aislados, independientes, concretos, individualizables, indivisibles, números primos, redondos, racionales, positivos, reales, enteros, dentro de los cuales -de cada uno de los cuales, separadamente- caben todos los otros números: los irracionales, quebrados, negativos, complejos, infinitos, transfinitos, y cuantos más se vayan descubriendo con el correr del tiempo y de las altas matemáticas. Así es el cuento. En cambio la novela no: la novela es más bien geometría. Pero esa es otra historia.