jueves, 24 de junio de 2021

SOBRE LEER EN VOZ ALTA. Por Leopoldo Brizuela

 



A Natalia Porta Lòpez


En una fiesta en la colonia de artistas de Banff, Canada, en el invierno de 2002, conocí a Andrew Kearney, un irlandés apenas mayor que yo. Andrew nació en Limmerick, palabra que también nombra a la forma más popular y divertida de la poesía inglesa, y él mismo es alegre, rudo y despiadadamente irónico. Andrew es un disléxico, apenas si puede leer y escribir; y desde esa primera noche me maravilló que su discapacidad (gracias a cierta excelencia del sistema educativo británico al que, al menos en esto, debemos envidiar) no le hubiera impedido terminar primaria y secundaria ni obtener un doctorado en artes por la Universidad de Londres y una formación que lo ayudó a convertirse en el deslumbrante artista que es. Un castillo rodeado de una muralla de chapas de zinc en las que no se abre ninguna puerta; un invernadero y en el centro Andrew, desnudo, como una flor extraña, bella y atormentada: esas imágenes de sus instalaciones siguen definiéndolo en mi mente con una fuerza que, al pasar de los años, han perdido los recuerdos de nuestra amistad en medio de las Montañas Rocosas o en un pub del que salíamos cada tanto para ver en el cielo las milagrosas faldas de la Aurora Boreal.

Del recuerdo la dislexia de Andrew, que echó a andar la rueda de estas reflexiones, no podría decirles sino lo que él me explicaba. Que sólo podía leer monosílabos, y en frases sumamente cortas: el esfuerzo por descifrar cada palabra lo dejaba demasiado cansado al momento de hilvanarlas en un único sentido. Que, según le había dicho un médico, de haber nacido en un país de habla hispana (y quién sabe si no fue por eso que empezó a llevarse tan bien con nosotros, argentinos) sus problemas habrían sido mucho menores, porque en el español cada letra corresponde a un sonido, y en inglés a varios, sin el auxilio de reglas fijas. En los emails, poquísimos claro, que intercambiamos después de separarnos, escribe “are” (somos) por “our” (nosotros); “your” (tu) por “you´re” (sos), palabras mucho más semejantes en la pronunciación, según, de lo que nuestras profesoras de inglés están dispuestas a admitir, y a las que Andrew atribuía la grafía equivocada. Pero su verdadera diferencia con el resto del mundo era, o eso creí entender, cierta particularidad de pensamiento: “cuando ustedes escuchan la palabra escuela”, nos dijo un día a Martín Gambarotta y a mí, irritado por no sé que divagaciones nuestras sobre arte y política, “piensan en muchas escuelas, porque eso es lo que les muestra la lectura; yo veo una terraza embreada, en Limmerick, donde los chicos me pegaban”. Andrew está lejos de ser fácil: “los disléxicos de chicos solemos ser los estúpidos del curso, y aprendemos a pelearnos. Por eso nunca, aunque sé que ustedes lo dicen sin darle importancia, baby, nunca se te ocurra decirme estúpido.”Ustedes pensarán me mando la parte, pero en lo que a la creación artística se refiere, les aseguro que la vida en aquella Colonia de Banff, por mucho que nos sobrevolaran los augustos fantasmas de Angela Carter o John Cage, no era demasiado alentadora. El cerco de las montañas rocosas, el bosque desnudo y sombrío lleno de bestias que uno no tiene derecho a espantar porque estamos en un Parque Nacional y hay guardaparques para eso, la cursilería del pueblito vecino, preparado para los turistas de la tercera edad y vaqueros petroleros de Calgary, te arrinconan, es verdad, contra la página en blanco. Pero yo creo que escribir, un acto tan solitario como los dos o tres que nos definen en la vida, sólo se tolera si se combina con actividades de la cotidianeidad. Muy bien. Con Andrew, sin proponérnoslo, inventamos la siguiente manera de fuga. Todas las mañanas, después de levantarnos en nuestro confortable cuarto de hotel (donde él mantenía encendida veinticuatro horas la televisión, su gran maestra de posgrado: cualquier cosa, desde grandes películas a programas de decoración o dibujitos animados, podían enseñarle aun mientras dormía), bajábamos cada uno a su estudio. El suyo era uno de esos típicos búngalows de cuento de Hemingway; el mío, un insólito barco donado por un pescador en las costas marítimas de Vancouver, y ahora empalado entre pinos, soñado para un escritor de pretensiones conradianas. Pero bastaba que yo me pusiera a “calentar motores” –poner música, preparar café, releer manuscritos- para que él llegara con dos latitas de cervezas ( a las diez de la mañana), y una orden displicente “read me”. Muy bien. Nos acomodábamos en la litera del barco; y yo sentado en la cabecera, él acostado, la cabeza apoyada en mi falda, mirando el techo, repetíamos la intensidad de un encuentro en la lectura ocurrido en su primera visita, casi por casualidad. “¿Whats that”, me había preguntado cuando se disponía a dormirse. “David Copperfield”, le dije. “Una película para maricones ¿eh?”. Yo, que había entendido hacía mucho el ruego secreto que ocultaba su ostentoso desprecio de toda sensiblería, había comenzado a leerle aquel capítulo extraordinario en que Dickens hace aparecer a Uriah Heep. “Bueh, no está mal”, admitió. “Go on.” Y todavía una hora después estaba allí, el chico duro de Limmerick y los suburbios de Londres, mirando el techo del barco como antes había mirado la televisión, sintiendo como la lectura escuchada le abría ventanas, lo liberaba de la tiranía de su presente y le hiciera ver otras escuelas además de la de Mr Micawber. “Hablás un inglés horrible, darling”, me dijo cuando terminé, “pero leés, eh?…” Escrito, este parco elogio deja afuera la intensidad de unas declaraciones de gratitud más conmovedoras que oí en mi vida.

Escribe Isak Dinesen que, cuando Denys Fynch Hatton llegaba a su granja africana, todo ese mundo en ruinas parecía adquirir sentido: recibirlo a él. En esas lecturas, modestamente, yo sentía que toda mi vida me había preparado para leer en voz alta. Borges, por su lado, escribe que hay actos que definen y nos revelan nuestro propio destino; y si es así, me digo, en nuestro modo de cometerlos, puede leerse toda nuestra historia. En los minutos que me quedan, si me permiten, quisiera leer el signo en que me convertía yo mismo cuando leía a Andrew, no para mostrarme a ustedes sino para lograr, con esa lectura, que ustedes encuentren a la gente que amo. Muy bien, ¿qué me había transformado en el lector que él había estado esperando? En primer lugar, claro, el propio Dickens, cuya voz, si dejamos que nos atraviese, nos moldea todo el cuerpo, como el soplo divino la arcilla primigenia. Leer en voz alta a Dickens vuelve mínimas las diferencias entre leer y cantar, leer es adoptar un tono, plegarse a un ritmo, atacar las notas según las alturas que indican los signos de puntuación, esto es, hacer de todo el cuerpo de uno instrumento y someterlo al antojo de voluntad ajena… Su relatos son (y a punto tal que puede percibírselo aun en las traducciones más mediocres) verdaderas “partituras para la voz”- partituras que él mismo interpretaba, se nos dice, hacia el final de su vida, en claustros donde hacían silencio miles de personas sobrecogidas. "Dios", se dirían aquellos lectores devotos, "cómo relatos tan hermosos nos parecerán desde ahora incompletos, despojados de la voz humana…" Hay quien supondrá que Dickens habrá adquirido tal maestría en el manejo del lenguaje oral en su breve período como actor. Yo creo que debió venirle de antes. Quien lee a Dickens, siente que debe prestar su garganta a una voz narrativa que él habrá oído de chico en el campo o en las tabernas, en las calles y hasta en el vestíbulo de la cárcel donde iba a visitar a su padre: ese gremio de narradores anónimos del que, a cambio de la gloria a que aspiraba de joven, me complacería tener el carnet –narradores humildes que quizá mi amigo Andrew debe de haber oído en su infancia en Limmerick. Pero hay más.

No soy un hombre confiado, y no hay arte sin convicción. Yo me había animado a leerle a Andrew en su propia lengua, porque muchas veces antes había leído literatura en el centro de ese círculo de eternautas que suele llamarse talleres de escritura o talleres literarios -cuando son, en verdad, ante todo, sitios de lectura en alta voz, acaso porque escribir no es otra cosa que aprender a leerse. En esos talleres, espontáneamente, había sido siempre yo el que leía los textos de autores consagrados. No se trataba de puro egotismo. Quien anima un taller es una persona cercana y querida por los participantes, que en la mayor de los casos lo han convocado, y me daba cuenta de que le resultaría más fácil entrar de mi mano en el templo de la Literatura. En las aulas enrejadas de la escuela de la Cárcel de Olmos, ante adolescentes semianalfabetas, en la casa de las Madres de Plaza de Mayo, ante ancianas que hacía sesenta años habían tenido su última experiencia como alumnas, mientras todas a un tiempo pasaban la vista por las palabras fotocopiadas, yo mimaba con la voz el fluir de la palabra escrita; y en esa voz que ya no era mía se hacían presente mis escritores más admirados, Antón Chéjov, Juan Rulfo, Natalia Ginzburg, y poco a poco eran acogidos por todas como un compañero más, honesto como para abrir su íntima herida. En un segundo momento, claro, yo hacía que ellas leyeran en voz alta sus propios textos. Es rarísimo que un alumno se niegue a leer para los demás, pero lo más frecuente es que al principio lo hagan apenas para cumplir, sin comprometerse, apenas como una máquina que pudiera leer el propio pensamiento sin registrar la emoción que lo hizo nacer ni la que aspira a provocar. Mi desafío era lograr que las alumnas fueran capaces de leer en voz alta para conocerse, pero también para entregarse, es decir como forma de transmitir un mensaje, y un mensaje bello. Lo que naturalmente llevaba a pensar en la lectura y escritura como formas de dar al otro; en la literatura, digo, como una muestra de generosidad, como movimiento compensatorio del egoísmo tan injustamente prestigiado como para que se suponga que nos hace sobrevivir en la lucha por la vida. Pero ese es otro tema.

Hace un rato les decía que yo había asumido “espontáneamente” mi tarea de lector –y es verdad que ese modo de leer no lo había aprendido de los dos o tres manuales sobre “escritura creativa” que circulaban en esa época, ni mucho menos de la Carrera de Letras en la Universidad -donde eran escasísimos los momentos en que se leían textos literarios en clase. Supongo, entonces, que en mí seguiría el recuerdo de mi escuela primaria, en los últimos años sesentas y primeros setentas, cuando la lectura en voz alta se fomentaba todavía como una habilidad –según la milenaria metodología del concurso, que no será la mejor, pero era algo. Es más, recuerdo esas lecturas en voz alta como mi única actuación satisfactoria en público, la única que no me hacían temer humillación ni burla. Recuerdo haber ganado un concurso en segundo grado, pero nada se compara a poder de leer párrafos del Libro Sagrado, en medio de la misa y sentir, inmediatamente, como respuesta a la frase “es palabra de Dios”, el coro que decía, “Te alabamos señor.” Por último, como llegué a la primaria sabiendo leer, supongo que en mi manera de leer en voz alta está la imagen de mi madre; y de pronto, ahora, cuando pienso en ella, su propio cuerpo de lectora me hace pensar en las comunidades de inmigrantes en el Río de la Plata, a fines del sigo XIX y principios del XX, y en el papel que, con seguridad, deben de haber tenido los “lectores en voz alta”; no sólo en la alfabetización que el orden prescribía, digo, sino en la formación de una conciencia –ya que los inmigrantes a los que me refiero, al menos, aspiraban menos a ascender económicamente que a prosperar espiritualmente, menos a vivir en otro mundo que a ayudar a construirlo. Digo: nadie aceptaba la porción concedida de conocimiento, y se lo tomaba sólo como trampolín para cuestionarlo, a adaptarlo con su propia realidad, a lo mucho que de sí mismos no se enseñaba o decía de ellos mismos. Si pienso en el origen campesino de muchos de aquellos inmigrantes, se me ocurre que el lector en voz alta ha de haber tomado, claro, las maneras del cura rural, pero también las del típico narrador folklórico: en América, cuando ya no bastaban los antiguos mitos y fábulas para explicar la realidad, cuando se necesitaba consultar la letra escrita, es claro que recurrirían a narradores en voz alta tal como se recurrían –como lo ilustran una olvidada novela de Syria Poletti, Gente conmigo, a quien homenajeo hoy- a escritores profesionales de cartas.

Quedan imágenes precisas de “lectores inmigrantes en voz alta” en aquella sociedad. Imágenes familiares de padres leyendo ante los chicos, para inducirlos a la lectura: mi propio abuelo leyéndole, a mi madre de siete años, la crónica del asesinato de Sacco y Vanzetti en La Protesta, el órgano anarquista; el padre de la poeta Idea Vilariño, también libertario, leyendo en la sobremesa para los hijos los poemas de Rubén Darío, tan frecuentemente como para que Idea me los repitiera, ochenta años después, más firme que ningún recuerdo; el padre de María Elena Walsh incitando a la hija a componer versos como las nursery rhymes, “diddle diddle the cat in the fiddle”, y caramba si la nena lo logró…. Pero las imágenes que más me interesan, quizá ya inconcebibles hoy, son las lecturas de poesía para multitudes obreras. Estaba Berta Singerman, claro. Pero me refiero particularmente a esa foto de Alfonsina Storni diciendo el poema “La loba” ante un teatro lleno de obreras textiles: aun cuando la voz de Alfonsina no se hubiera conservado, quien mira su cuerpo en la foto podría adivinarla: cada gesto está puesto al servicio de ese decir, que debe ser a la vez rebelde y bello y persuasivo: una belleza que a esas mujeres, seguramente, no habrían podido acceder solas. “Yo soy como la loba /quebré con el rebaño…” Escucho la voz de Alfonsina y confirmo, allí, que hay un arte perdido, tan elaborado y refinado con el que quisiera cerrar estas reflexiones.

Hace tiempo que me gustaría hacer una investigación que ojalá esté haciendo ese grupo que lidera Arturo Carrera: quisiera saber seria, profundamente, para aprender de ellas, en qué consistían las “clases de declamación” -que la misma Alfonsina dio, por ejemplo, a la madre de Horacio Ferrer, y que ésta transmitió a su hijo, hoy él mismo un anciano capaz de concitar atención y fervor de multitudes atónitas ante la frescura de un sabor tan antiguo sobre una poesía tan moderna como la suya. Me gustaría hojear esos manuales sobre una actividad que, lo sé, se consideraba innatamente femenina, como tocar el piano o saber algún idioma; y es verdad que uno puede pensar a la “recitación”, como la contracara genérica del arte masculino por excelencia, la oratoria. En el fondo, ambas maneras de usar la voz eran persuasivas: la recitación quería incitar al matrimonio, la oratoria al voto –que sólo era masculino-. Pero es interesante ver cómo, al tiempo que poetas fundamentales como Vilariño o Walsh se formaban en la casa, muchas mujeres de clases muy populares, tomando esas armas que les daban las recitadoras, se volverían después ellas mismas oradoras, líderes. Escuchen los discursos de Evita, y los de Hebe de Bonafini; nacidas con un intervalo de diez años en un medio humildísimo, las dos con una escasa educación primaria; más allá del contenido de sus discursos y de su innegable efectividad, arman la “masa sonora” de sus discursos con una gran sabiduría poética –ritmos, tiempos, recursos- que por supuesto tomaron de una espléndida tradición de cultura popular que nosotros deberíamos tratar de salvar de la muerte. ¿Sería exagerado pensar que Eva y Hebe son las hijas de Alfonsina, de lo que Alfonsina quería que lograra su poesía, cambiar el mundo y las conciencias de los hombres? ¿Si ellas mismas fueran la poesía? Amigos: por alguna razón, pensamos la lectura de literatura como algo personal, íntimo, cuando no tiene por qué ser así; de hecho, el novelista Eduardo Muslip me señalaba que la literatura podría ganar muchos lectores si la gente tuviera la posibilidad de reunirse a leer, y como desde siempre se reúnen a leer los estudiantes aquellos textos que les resultan más difíciles. La lectura en voz alta es el modo de lograr que alguien pueda leer y leerse, solo, después, en la intimidad: ese diálogo con uno con uno mismo que, según Hanna Arendt, es la gran conquista del espíritu humano. Eso sabían nuestros más humildes ancestros; por eso, cuando ya de su mundo parecía no quedar piedra sobre piedra, la lectura seguía siendo el sitio en que los reencontrábamos.



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