jueves, 15 de julio de 2021

GERMÁN GARCÍA por Horacio González.

 



Germán García fue una extraña clase de erudito, voraz, inalcanzable. ¿Pero que hacía coneso? Sorprenderse, usar al descuido pero no sin consecuencias, alguna cita desencajada. Conversar con él, lo que esporádicamente recuerdo en un lapso de más de tres décadas, era esperar la estocada chistosa que desmantelara todo lo hablado. Es que Germán era un analista de lo insoportable; aclaro, él investigaba el mundo, las relaciones minuciosas entre personas, el encuentro casual y la conversación privada. No es que allí no hubiera momentos cálidos, pero no claudicaban nunca los estiletes humorísticos destinados a desmembrar todos los modos de uso de las palabras que parecieran ensamblados y orgullosas de su sentido. Era un analista se dirá, y se dirá también que proseguía manteniendo la memoria de Masotta. Pero yo creo algo más. Había algo encerrado en su estilística conversacional, algo que podría encontrarse en el lenguaje y la historia de Nanina, su primera novela. Y eso era su jocoso y acaso inadvertido manierismo para descolocar al que quisiese explicar algo, al que formulase teorías orgánicas, al que expusiese su saber con terminología adecuada. No sé como era su trato con su pacientes o con los psicoanalistas que supervisaba. Sé en cambio de su analítica en la vida diaria, en los grupos de amigos, en los ocasionales encuentros en librerías, y en los últimos tiempos en la casa de Piglia, ese largo tramo que al cesar dejaba más angosta nuestras vidas. Allí, con su ironía barrial y su gracioso recelo a todo empeño de organizar en forma universitaria los conocimientos, lanzaba púas que se alojaban en la materia viva de cada frase de quienquiera fuese. Entonces todo se tornaba etéreo, insustentable. Lo que parecía destinado a la cortesía complaciente, se hacía insoportable, pero sin perderse la dignidad del trato. Insoportable, digo, porque Germán, según creo, practicaba un psicoanálisis escrito en su rostro mordazmente cariñoso, prueba de que tomaba todas las pistas sueltas que dejan las casualidades mundanas, y al verlas siempre por dentro, le motivaban ese escepticismo que no reprobaba a nadie, sino que lo llevaba a descubrir la risa del mundo.


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