Germán
García fue una extraña clase de erudito, voraz, inalcanzable. ¿Pero
que hacía coneso?
Sorprenderse, usar al descuido pero no sin consecuencias, alguna cita
desencajada. Conversar con él, lo que esporádicamente recuerdo en
un lapso de más de tres décadas, era esperar la estocada chistosa
que desmantelara todo lo hablado. Es que Germán era un analista de
lo insoportable; aclaro, él investigaba el mundo, las relaciones
minuciosas entre personas, el encuentro casual y la conversación
privada. No es que allí no hubiera momentos cálidos, pero no
claudicaban nunca los estiletes humorísticos destinados a desmembrar
todos los modos de uso de las palabras que parecieran ensamblados y
orgullosas de su sentido. Era un analista se dirá, y se dirá
también que proseguía manteniendo la memoria de Masotta. Pero yo
creo algo más. Había algo encerrado en su estilística
conversacional, algo que podría encontrarse en el lenguaje y la
historia de Nanina,
su primera novela. Y eso era su jocoso y acaso inadvertido manierismo
para descolocar al que quisiese explicar algo, al que formulase
teorías orgánicas, al que expusiese su saber con terminología
adecuada. No sé como era su trato con su pacientes o con los
psicoanalistas que supervisaba. Sé en cambio de su analítica en la
vida diaria, en los grupos de amigos, en los ocasionales encuentros
en librerías, y en los últimos tiempos en la casa de Piglia, ese
largo tramo que al cesar dejaba más angosta nuestras vidas. Allí,
con su ironía barrial y su gracioso recelo a todo empeño de
organizar en forma universitaria los conocimientos, lanzaba púas que
se alojaban en la materia viva de cada frase de quienquiera fuese.
Entonces todo se tornaba etéreo, insustentable. Lo que parecía
destinado a la cortesía complaciente, se hacía insoportable, pero
sin perderse la dignidad del trato. Insoportable, digo, porque
Germán, según creo, practicaba un psicoanálisis escrito en su
rostro mordazmente cariñoso, prueba de que tomaba todas las pistas
sueltas que dejan las casualidades mundanas, y al verlas siempre por
dentro, le motivaban ese escepticismo que no reprobaba a nadie, sino
que lo llevaba a descubrir la risa del mundo.