El mundo novelístico de Onetti carece de personajes, y no se trata de que hayan desaparecido o se conserven restos como los de una antigua civilización. No. De ninguna manera. Como tampoco se quiere significar que no aparezcan hombres que hablen y que piensen de una forma u otra. No hay personajes en el sentido de que no existe espacio entre uno y otro: no hay lugar para que se observen entre ellos, no cabe el insulto ni el puñetazo. Ni el diálogo ni el discurso ni la polémica. Están echados de tal manera unos encimas de otros que constituyen una masa densa y sin intersticios: un caldo espeso o un jugo gelatinoso, que en ningún momento –aún en los de mayor dispersión- abandona el estado coloidal. Y eso son las novelas de Onetti: estados, ambientes, temperaturas, climas, que nunca son transitados, dentro de los cuales nada ni nadie se desplaza. La vida que allí dentro se celebra transcurre en una forma larval o intrauterina. Consiguientemente la respiración resulta dificultosa, el aire enrarecido, las figuras despojadas de forma y de color, los contornos desvaídos y la vida de relación limitada a un frotamiento más o menos elocuente, a lo estrictamente posible en base a los sentidos, especialmente al que reside en la piel: no se habla ni se escucha ni se huele. Todo se reduce a un tanteo elemental. No hay recuerdos ni ideas. Solamente sensaciones. Y éstas no entendidas como “modos confusos de pensar” o “como representaciones confusas”, sino como único lenguaje. Estamos ante novelas de la vida vegetativa; de la existencia visceral. De ahí que los únicos altibajos estén significados por una mayor o menor intensidad, que de ser clasificados, tendrían que ordenarse en categorías luminosas, vibrantes, cinestésicas, pero sin que se pudiera resolver el problema de su localización: vibra algo en algún lugar o chirría o se estremece. Y a esto se limita toda la actividad. Estamos, por lo tanto, en un inframundo submarino y elemental, en el que todo el espacio está repleto de una materia orgánica sensible, pero indiferenciada.
¿Y cuál es la mayor o, por lo menos, la más constante de las sensaciones del mundo de Onetti? El tiempo. No como división o como medida de lo temporal, sino como la afirmación total de devenir, la negación de lo permanente y del ser: el movimiento de una mano –por ejemplo- se reduce a eso, al movimiento, a la suma de instantes, desdeñando el elemento que acciona, el sujeto, que es la mano misma. A oscuras con un hombre que respira, se tiene la sensación de un comienzo, de un durante y hasta de un final; pero en ningún momento existe la certidumbre de una presencia. Mucho menos la evidencia. De ahí esa invariable sensación que prodiga el mundo de Onetti: se oyen gemidos, lamentos, imprecaciones, llamados, todas son hojas que se estremecen y que tiemblan, todos son fragmentos de algo. Los árboles, impalpables; los cuerpos, perdidos. Habitamos un mundo inconexo y desvaído. Un pozo de descomposición en su sentido más lato. Un universo fantasmal donde las cosas no viven sino duran; y donde se ansía la muerte para obtener un término cierto, para concluir de una buena vez con ese mundo tautológico donde no se hace otra cosa que desplegar y explicar y reiterar el primer enunciado.
Todo esto configura una técnica en las que algunos han querido vislumbrar una influencia de Faulkner, confundiendo recursos (flujo de conciencia, paréntesis, reiteraciones, etc.) con estilo: aquéllos ya son elementos mostrencos, como en otra época y en otro orden de cosas pudieron ser la columna, el arquitrabe o la metopa ; porque en lo que se refiere a la personalidad del novelista tanto en su temática como en su problemática, las diferencias son fundamentales. En un grado tal, que si en el novelista norteamericano se siente el peso del pecado y su atormentadora culpa; en el uruguayo, sólo conocemos el castigo, sin conocer jamás sus causas ni motivaciones. Sentimos, correlativamente, que hemos llegado a un proceso iniciado hace tiempo, no se sabe cuándo ni cómo. Que estamos en presencia de una deidad que solamente oprime con sus manos.