Palabras escritas a la muerte de Leopoldo Marechal
Lo difícil, como siempre, es hacer coincidir el hombre que se le murió a la literatura, o al país (que en algún sentido es el que no murió), con el que se nos murió a nosotros: el ya irrecuperable. Porque a Marechal no sólo lo respetábamos, sino que lo queríamos. Y algo más, que no vamos a tener pudor de escribir: él nos quería. Cuarenta años de diferencia nos impidieron, claro, “ser amigos”. Pero esa misma distancia facilitó otro vínculo. Lo sabemos: la palabra filial, dicha por nosotros, tiene connotaciones de velorio, la anulan el mal gusto y la sensiblería. Dicha por él, que la pronunció más de una vez, recobraría acaso el tono que queremos darle. Porque no es lo mismo la muerte de un escritor por grande y ejemplar que sea, que la muerte de un hombre que lo telefonea a uno para preguntar qué quiere comer esta noche o para contarle un chiste, o para anunciar triunfalmente que ha comprado una máquina de hacer soda. Ese Marechal se nos murió a nosotros. El otro, el escritor grande y el hombre que a fuerza de fidelidad a sus ideas se convirtió en un ejemplo aún para quien no las comparta; el otro Leopoldo Marechal, el anticipador de Julio Cortázar, el que fue llamado maestro por Lezama Lima, el par de Borges y de Carpentier, ése se nos murió a muchos. Lo que es un modo de inmortalidad, se sabe. Y si todas estas cosas ya estuvieran bien establecidas en nuestro país podríamos haber empezado contando sin preámbulos, y hasta con alegría (“cuando me mueran no me chanten un editorial de esos ni se me pongan solemnes”, nos dijo una vez), el épico combate que sostuvo contra “El escarabajo”, hace cinco años, por la supremacía en la preparación de unos fideos. Torneo en el que no intervinieron los dioses, como diría él, por una cuestión de barrio. Pues se libró en una cocina del Once, donde la influencia del paganismo viene muy atenuada por la Ley Mosaica y por la tradición corámica de los bolicheros sirio-libaneses. Así es la imagen que queríamos y vamos a fijar, para que el tiempo la corrompa menos. Pero antes necesitamos escribir por segunda vez algo que Marechal seguramente no nos perdonaría: hay veces en que ser argentino da un poco de vergüenza. Hasta el momento de anotar estas palabras, una sola publicación no literaria le hizo justicia: el responsable de la nota casi pierde el puesto. Ya se sabe, Marechal era peronista y jamás lo negó (por qué, diría él), Marechal fue a Cuba y volvió de allá convencido de que el destino de los pueblos es la revolución socialista. La primera convicción le valió ser silenciado durante veinte años; la segunda, le pudo costar que se lo silenciara otros veinte. Y en este sentido, lo favoreció la muerte. De los muertos no hay más remedio que hablar. La Prensa, por ejemplo, le dedicó unos quince renglones; La Nación no pudo menos que notar su ausencia. Fue (leímos) “una de las pocas personalidades con que contó la dictadura”. En su velorio (verificado en la SADE, de la que en vida se lo expulsó), había diez o veinte personas; en su entierro, otro tanto: quizá las mismas. Matera estuvo, algún adolescente peronista estuvo. También David Viñas. Y Verbitsky, uno de los pocos que pudo llamarse su amigo. Berni estaba: aludiendo a la infame nota de La Prensa y a la ausencia de los muchos que deberían haber estado, nos dijo que esto daba lástima y tristeza. Se refería al país. Había otros, eran jóvenes: no hace falta nombrarlos porque parecería que haberle hecho esa última justicia (tan inútil, al fin de cuentas) es una honra o un mérito. En un solo caso, quizá lo es: estuvo Borges. A Marechal le gustaría saber que alguien lo ha escrito.
Y por toda esta sordidez no resultaba fácil justificar la palabra fiesta, que manda en el título: había que restituir al otro Marechal, el gran escritor. Pero el caso es que la imagen que a nosotros nos queda de este hombre no sólo la dibujó su literatura. Estaba ahí. Lo podíamos ver los miércoles, sabíamos que una de sus pipas se llamaba Elenonore, en homenaje a Poe. Su mujer contaba que en Cuba bailó con una mulata y él cerraba los ojos como diciendo: no tiene importancia. Su mujer contaba que en Cuba le cantaban la Marcha Peronista y él se reía, como quien evoca una travesura secreta. Una noche estábamos en su casa, faltaban cigarrillos; se discutió largamente quién bajaría a buscarlos. Cuando casi nos habíamos puesto de acuerdo, Marechal volvió: él había ido. También hay que decir que esa noche el ascensor no funcionaba, que Marechal vivía en un séptimo piso, que entonces ya tenía casi setenta años. Otra vez se entabló la siguiente polémica: la esencialidad metafísica de los macarrones a la Principe de Napoli contra la intrascendencia de alguna otra vulgar pastaciutta. El único modo de dirimir la cuestión era el que se verificó el domingo siguiente en su casa: cocinarlos y ver el resultado. Hay que repetir que estas cosas ocurrían con gente que tenía cuarenta años menos que Marechal. Una vez, hablando del alma eslava, dijo, al pasar, que cualquiera que hubiese tenido una amante rusa podía adivinar a qué se refería: echó una rápida mirada de reojo a Elbia y siguió, arcangélicamente, fumando su pipa. Nos contó una conversación telefónica con Eva Perón. Nos contó cómo era mano a mano Fidel Castro. Tenía una carta de Roberto Arlt. Su mujer la guarda; la carta dice algo así como: he leído tu novela, estoy deslumbrado. De Arlt contaba que una tarde iban por la calle y Arlt se agachó a recoger una piedrita. Marechal decía: “Era como un chico, le fascinaba el color de una piedrita”. Por un rito que sólo él conocía casó a varios escritores, el catastrófico fracaso de esos enlaces le hizo declarar solemnemente: lo que voy a hacer es no casa más a nadie. La imitaba a Luisa Mercedes Lévinson. De las teorías literarias nos decía: “Sentado en el umbral de su casa, el Poeta verá pasar el cadáver de la última Estética”. Del espiritismo, que es un buen sistema para correr muebles sin changador. De Dios, que para estar en comunicación con él no hace falta ir a la iglesia. Y de la Iglesia, que le revolvía el estómago. Sobre esto último habría quizá mucho que aclarar, pues lo velaron de cuerpo presente en Santo Domingo, pero sólo de cuerpo presente, él no estuvo. No es el primer gran escritor al que se quiere sacralizar después de muerto: que los que siguen vivos carguen con la responsabilidad. Era cristiano, sí. Y deísta. Creía en Dios de una manera tan natural que ser ateo, ante él, era casi una falta de respeto. Cuando volvió de Cuba nos trajo a la revista un rosario toba: ahí está, colgado en la pared. Era zafado. Como a Severo Arcángelo, le gustaban las fiestas, sus preparativos. Fumaba sin parar. Verlo parsimoniosamente beber vino, daba alegría. Rechazó, en nuestra presencia, la posibilidad de un premio de un millón de pesetas (más de siete millones de pesos de antes), porque ya le habían dicho que ganaba el concurso y porque, como él decía, qué se puede hacer con siete millones de pesos, ¿verdad?
Nunca le tradujeron un libro. Su mayor alegría, antes de morir, hubiera sido ver la edición cubana del Adán Buenosayres. Y porque en la biografía de ciertos hombres todo se ordena como regido por otras leyes, no vio su libro. Parece inventado, pero un día antes de su muerte llegó de Cuba el paquete con las últimas ediciones de Casa de las Américas: en la aduana o en el Correo, alguien lo había abierto. Cuando Marechal lo recibió faltaba el Adán. Elbia, su mujer, nos contó que él dijo: “¿Cómo puede ser que mis compatriotas me hagan esto?” Elbia le pidió que ahora no pensara en esas cosas, que seguramente el que se lo sacó quería leerlo. Todos sabemos, Marechal también, que en este país eso es mentira.
Qué importancia tiene si da alegría, diría él, y hace pensar en ese nuestro país, como una fiesta, donde mentiras como éstas empiecen a ser posibles.