En un período en que-las tendencias más notorias de lo que se ha dado en llamar "nueva novela" latinoamericana manifiestan, por diversos motivos y caminos, exasperación de cierto barroquismo verbaI, otras en cambio, las menos numerosas, se resuelven en el rigor de un despojamiento externo. Habría que agregar que éstas son casi la excepción. Lo que no impide queja polaridad esté establecida entre desborde y descarnamiento formal; entre el asedio a las palabras con el sentido o como el modo de un erotismo del lenguaje y su deliberada negación, por lo menos en cuanto a su instrumentalidad en la novela concebida como un sistema de descripción y representación del mundo o como reflexión sobre sí misma. Novela y antinovela: los dos polos de un proceso dialéctico que opera sus mutaciones bajo la presión de los cambios histórico-sociales, los que se reflejan necesariamente en este proceso y son registrados aun por aquellas novelas que pretenden negarlos o abstraerse de ellos.
No es éste el lugar para ensayar el examen de un fenómeno lleno de connotaciones que interesa ante todo como un indicio de la crisis global que afecta a nuestra sociedad. Para la novela el campo en el que se proyecta esta crisis es naturalmente el lenguaje; por lo tanto, el de los procedimientos técnicos y operatorios de la materia verbal. Y si este fenómeno se manifiesta en las culturas más adelantadas, sus efectos son por consiguiente mayores aún en las culturas atrasadas o tributarias como la nuestra. El mismo estallido de la novela latinoamericana, la exacerbación o desintegración de sus formas, el encarnizamiento en las tentativas experimentales, su agresividad polémica y problemática, serían otros tantos indicios de su reacción ante las crisis en todos los niveles de nuestro continente subdesarrollado, el registro de la ruptura de un ritmo sincrónico: no solamente la reacción -en un plano más técnico- como una urgencia de reajuste del lenguaje sentida por el escritor; como una necesidad imperiosa de lograr que la materia verbal vuelva a adecuarse a sus intuiciones. No digamos ya la reacción ante los esquemas regionalistas, naturalistas o dialectales, superados luego de una excesiva longevidad en nuestra novela tradicional de "lo" americano.
Por todo ello, el barroco formal de los escritores de hoy , no es una simple prolongación del viejo estilo. El barroco de Miguel Angel Asturias, por ejemplo, nada tiene en común con el de Lezama Lima o con el de J. Guimaráes Rosa; ni el de Rivera con el de Carpentier, García Márquez o Vargas Llosa, para no citar sino algunos casos ilustrativos.
Frente a esta actitud. la otra: la búsqueda del despojamiento de las mediaciones expresivas, como en el caso de Rulfo en Pedro Páramo, que representa, a mi modo de ver, el hito culminante y, por tanto, un nuevo punto de partida en la transformación de los esquemas regionales, por la profundización de sus elementos en una concepción y utilización enteramente nuevas del lenguaje, de las formas, de las significaciones tradicionales.
A esta actitud de austeridad verbal, de retorno a la aparente pobreza originaria del lenguaje -que no es sino la obliteración de lo literario-, pertenece o ha ido acercándose cada vez más la evolución de la obra narrativa de Antonio Di Benedetto. El silenciero, mostraba ya esta característica como una de las claves de su estilo, manteniendo sin embargo, en apariencia al menos, una cierta fidelidad a las normas tradicionales de composición. Esta concentración rigurosa del lenguaje era la más adecuada para la "expresión" de un tema que devenía metafísico, casi mítico, desde el momento mismo en que instauraba su apoyo o "doble" material: el ruido. Y esto desde las primeras líneas de la novela: "La cancel da directamente al menguado oatio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro e1 ruido. Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar la forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos, de los dormitorios, de un terreno desocupado que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra calle." La tortura física irá creciendo paralelamente o entrelazándose con el suplicio moral, sin apelación ni atenuación posible para el protagonista, segregado pero a la vez atrapado en este medio sin salida donde impera el ruido como una fuerza aciaga, fatal e impersonal, más insidiosa aún bajo la máscara de lo familiar, de lo posible, de lo cotidiano. Un mundo compacto, sin fisura, inabordable, intraspasable. "Hablo -parecería que el protagonista quisiera decir con la queja impasible de Artaud- de la ausencia de agujero, de una especie de sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimiento. . . ". Trascendiendo los límites de la experiencia individual, esta tortura por el ruido se proyecta así gradualmente hacia un sentido universal desde la , ciudad provinciana donde estas vivencias Son vertidas, como un discurso seco, casi objetivo, sobre la alienación del hombre en la sociedad contemporánea y sobre los alcances de esta alienación. En esta atmósfera extremadamente enardecida la historia no sigue el curso de un desarrollo lineal, que es 10 que finge en la superficie; crece más vale como la involución de una incertidumbre que no puede formularse en un pensamiento coherente, que es incapaz de racionalizar una actitud de defensa, de retirada, aunque también lo simule exteriormente. Al final de la novela -en el punto en que este duelo a ciegas con el ruido queda trunco y como en suspenso- el "silenciero" reconoce solamente que siente "el cerebro machucado, como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro". De este modo, la novela misma es negada, no concluye; expuesta entre paréntesis, relegada al mutismo de lo innombrable que la reenvía al silencio, como la única manera de afirmar su victoria sobre el ruido. a costa de su mudez, de su propia muerte. Sólo admite el protagonista que su cansancio no es feliz y que la noche sigue. "'Soy el que conoce los rincones de la pérdida", parecería concluir con el mismo Artaud, en una especie de cansancio a la vez lúcido y sonámbulo, de una resignación que no se agotara en sí misma.
Estas características de concepción y estilo reaparecen en Los suicidas. Se diría que el escritor mendocino (uno de los primeros entre los del interior del país en superar desde el comienzo de su obra los esquemas regionalistas o ingenuamente realistas, en ahondarlos y transformarlos de acuerdo con su personal visión de la vida y del mundo) hubiese querido llevar las premisas de El silenciero a sus últimas consecuencias. Por de pronto, ambas novelas parecen constituir dos vertientes de una misma temática con las necesarias variaciones del caso. Están íntimamente relacionadas por esa obsesión del desamparo y de la desnudez individual del hombre ("El sueño que tengo es que ando desnudo", dice el protagonista). Esta obsesión domina hoy el mundo novelístico de Di Benedetto, y sin duda le exigirá nuevas excavaciones. En El silenciero, la protesta del instinto vital acorralado por las fuerzas de la destrucción, de la desintegración. En Los suicidas, la tentativa o tentación de burlar este acoso con el recurso voluntario de !a autodestrucción. Un círculo más en la espiral del descenso cuya pesantez sólo parece acatar hasta el límite para encontrar la salvación -o la develación del enigma- en el corazón del riesgo final. Lector atento de Camus (a quien se ha querido vincularlo de una manera un poco simplista y mecánica, pero de quien sólo ha tomado, a mi juicio, una proximidad referencia1 de lenguaje y estilo), Di Benedetto no parece aceptar consciente ni subconscientemente el hecho, admitido o entrevisto por el propio Camus, de que en las profundidades de su rebeldía dormitaba la conciliación. La rebeldía contra el absurdo toma en El silenciero y Los suicidas un giro distinto: una especie de resistencia, un espesor de naturaleza casi visceral, que anula el pensamiento en favor del instinto y resuelve la angustia en un modo de espera o de deseo que se vigila a sí mismo. El humor –un humor ácido, apenas perceptible, segregado de este mismo espesor visceral- arma aquí por momentos sus coartadas de alejamiento, de descarga.
En El silenciero la forma concentrada y seca: revertida sobre sí misma (a medio camino entre el lenguaje de las memorias o del diario íntimo y del monólogo interior), se estabilizaba en una transparencia uniforme, homogénea. En Los suicidas se contrae aún más: sufre esa suerte de "degradación" deliberada del lenguaje a un término neutro de la escritura, de que habla Roland Barthes al referirse precisamente al extranjero de Camus, cuyas pautas referenciales, como se decía, no intentan ser disimuladas sino que parecen deliberadamente elegidas y declaradas por el escritor mendocino. Este grado cero de la escritura que, según Barthes, realiza un estilo (la ausencia que es casi una ausencia de estilo: una escritura reducida a una suerte de modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos del lenguaje se aniquilan en un estado neutro o inerte de la forma. "El instrumento formal -añade el crítico francés- es el modo de una nueva situación del escritor, es el modo de existir de un silencio". Y también: "Este arte tiene pues la estructura del suicidio”.
Esta escritura "neutra o blanca", además, no procede ya por símbolo ni por un sistema de símbolos, sino por alusiones casi siempre tangenciales, oblicuas. Ellas no buscan crear una realidad autónoma, sino que remiten sin cesar la realidad exterior a Ia subjetividad del narrador-protagonista dando origen así a un subtexto en Ia interioridad de la novela y delatado apenas por los vacíos, las reversiones o perversiones de las palabras y los signos que el narrador semejara manipular como en un duermevela o en los descuidos de una atención fascinada por aquello mismo de lo cual quiere escapar.
Los suicidas comienza con el mismo planteo tajante y seco: "El padre se quitó la vida un viernes por la tarde. Tenía 33 años. El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad". Pero lo que en El silenciero era una directa enunciación temática, en esta novela no es sino un recurso para implantar desde el comienzo esa contracorriente de texto y subtexto que encubriéndose mutuamente por momentos. O negándose dialécticamente casi todo el tiempo, harán ese espesor donde se aloja lo dramático en una obra tan despojada estructural y verbalmente, que a una primera impresión pareciera no tenerlo.
Este planteo inicial implica asimismo emprender el desarrollo novelesco bajo el signo de una aparente premisa de fatalidad. Un ligerísimo pestañeo de premonición (de admisión o de sospecha de los canales secretos de la herencia. Ese temblor se fijará allí, estableciendo el germen de una infección contagiosa sobre el psiquismo del protagonista, del lector, del autor mismo. Este momentáneo escalofrío del instinto: inmovilizado en la primera línea de la novela, no es pues un recurso de astucia. No es siquiera un gesto propiciatorio o exorcizador dlel narrador-protagonista. Pertenece al orden a la vez concreto, de simples datos informativos que irán deslizándose a lo largo de este "reportaje" al suicidio que en la redacción de un periódico le encargan preparar y escribir. El enigma central del hombre relativo a su fin último queda de este modo vulgarizado, "degradado", en la trivialidad de una encuesta periodística: convertido en "objeto" de comercialización para el consumo masivo de noticias; otra alusión nada criptográfica de su alienación en el peor, el más temible de los sentidos.
La seducción o tentación de la muerte que opera sobre la parte sombría de la naturaleza humana-Tanatos contra Eros- es sometida así a un primer proceso de degradación a través de un recurso paródico que no atenúa sino que, por contraste, agrava aún más el sentido trágico (le esta desolada experiencia del narrador-protagonista, y es que si bien los viejos "mitos" de la esencialidad , de la profundidad parecen hoy ausentes. en efecto. en la búsqueda novelística. es preciso suponer que sólo han reaparecido bajo otras formas y en otras dimensiones: ya que en última instancia. por cualquier camino que tome el escritor y bajo las más distintas máscaras que asuma, la presión de los grandes problemas del hombre en las circunstancias de la sociedad y de la historia, actuará siempre directa o indirectamente sobre el destino de la novela tiñendo sus avatares formales.
Como en El silenciero, también en Los suicidas -aunque aquí en forma más concentrada- por las contracciones, los hiatos y vacíos especularmente repetidos en un texto que pareciera rehacerse sin cesar bajo la forma larval de un proyecto inseguro de sí mismo, de un borrador inacabado - la acción progresa lentamente o reflujo en su propio cauce-, estancándose en sus tiempos más débiles o sin relevancia dramática y dando por ello una sensación anticipada de inercia y de muerte. El discurso más lineal en El silenciero es aquí transcurso entrecortado de hechos sin otra aparente ilación que la encuesta o reportaje fraguado a partir de unas fotos de los cadáveres de dos suicidas. Poco a poco, casi imperceptiblemente, la acción se bifurcará y polifurcará en hechos y personajes cada vez más accesorios. De entre ellos sólo Marcela emergerá en su condición de altero-agonista, hasta cerrar con su suicidio el círculo fatal al que parecía predestinado el narrador-protagonista. Este sólo puede eludirlo por una especie de sustitución a la que no puede más que asistir pasivamente, como a través de una receptividad bloqueada por la misma intensidad del resplandor negro que lo ciega, por el sinsentido del absurdo en que flota sin hundirse del todo. Será inútil que el lenguaje neutro y callado apele además a otros recursos de alejamiento o extrañamiento, como el de ese collage que va pespunteando el texto con la interpolación de menudos sucesos alusivos, de datos, de informaciones, de citas eruditas en las que se polemiza a favor o en contra del suicidio. ;Por qué el autohomicidio y no la muerte a secas? Acaso porque como lo expresa la cita de Albert Camus, puesta como epígrafe a la novela: "Todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio alguna vez". Y tal vez también porque el enigma de la muerte individual para el que no existe respuesta alguna, desvela con mayor intensidad a quien voluntariamente intenta despojarse de la vida y le brinda a través de este acto la ilusión de apropiarse de lo único que no le pertenece porque no puede tomar conciencia de sus propias elecciones últimas: su propia muerte.
En el collage de citas tal vez hubiera faltado la mención que Bataille hace (de Hegel al comentar la Fenomenología: "El conocimiento de la muerte no puede evitar un subterfugio: el espectáculo". Y luego: "Se trata al menos en la tragedia de identificarse con cualquier personaje que muere, de creernos morir mientras estamos en la vida". Pero quizás entonces, desde el punto de vista de la novela al menos, el narrador-protagonista no hubiera podido exclamar al final con la misma inocencia : "Debo vestirme porque estoy desnudo. Completamente desnudo. Así se nace".