La reciente lectura de Notas de Prensa 1980-1984 de Gabriel García Márquez puso en los primeros planos de mi memoria, a través de esa especie de voz íntima que tienen todos sus escritos, los días iniciales de la publicación de Cien años de soledad en Buenos Aires y el par de semanas que compartimos en esa ciudad invitados ambos por la revista Primera Plana, que acababa de concederme un premio por la novela El oscuro, del cual Gabo había sido jurado junto con Leopoldo Marechal y Roa Bastos.
Recibí la noticia del premio en La Rioja, en un telegrama con manchas de vino que me entregó un cartero que tenía un fuerte olor a eso mismo y los ojos muy vivos y traviesos. Yo estaba durmiendo la siesta, entreabrí la puerta y le firmé el recibo. “Léalo, hombre”, me dijo el cartero borrachito. Tuve que abrirlo y enterarme. “Le gusta, ¿no? Llegó esta mañana, y hasta recién hemos festejado en el Correo antes de traérselo, porque ahora todo el mundo va a hablar de nuestra provincia. ¿Nos disculpa?”.
Era por el mes de junio de 1967, comienzos del invierno. De Cien años de soledad, aparecido en Buenos Aires un mes antes, a nuestra ciudad había llegado un solo ejemplar, propiedad de Mario Paoletti, que tras leerlo lo hizo circular; nos reuníamos familias enteras y hacíamos lecturas colectivas. Con la llegada de la noticia del premio y el inminente viaje a la capital a recibir los dólares, las familias Paredes y Viñals, más Paoletti, ya convertidos en sus fanáticos lectores, me dijeron: “Te acompañamos, queremos conocer a Gabo”. Al día siguiente, con esas familias más la mía, llenamos un autocar y atravesando primero las grandes salinas blancas y después las enormes pampas verdes llegamos a Buenos Aires, unos 1200 kmts. al sur de nuestra ciudad.
En la editorial Sudamericana me dicen que Gabo está en esos momentos en casa del gerente, Francisco Porrúa, y me dan su teléfono. Llamo a Paco y cuando le digo que quiero ir para conocer ya mismo a Gabo me dice “un momentito, voy a consultarlo”. Y después: “Dice que si no vienes te quita el premio”. Entonces le advierto que un montón de riojanos que han viajado conmigo quieren conocerlo. Nueva consulta y aceptación de Gabo, y poco después, apretujados en el salón del piso de Paco, le damos la mano uno por uno con un poco de miedo. Cuando Paoletti lo llama “señor García Márquez”, éste le dice “no seas pendejo, llámame Gabo”. En cuanto se marchan los riojanos García Márquez me hace el siguiente comentario:
-¿De dónde sacaste tantos turcos?
-Qué turcos -digo sorprendido.
-Esos riojanos que trajiste, son todos turcos.
Entonces lo miro con atención y veo que es él quien tiene cara de turco (en América Latina se llama turcos a todos los árabes, sean del país que sean), lo cual explica por qué la policía francesa lo confundió con un guerrillero argelino y tras escupirlo lo metió en un calabozo, tal como él lo cuenta en Notas de prensa.
En un mes se habían vendido en Buenos Aires 30.000 ejemplares de su novela. He visto cómo las mujeres en el mercado llevaban su ejemplar en el carrito de la compra como si se tratara de otro producto alimenticio, y cómo lo detenían en las calles para pedirle autógrafos, “mira, ahí va García Márquez”, oí decir a los porteños cuando salíamos de la boca del Metro. Y todo eso sin propaganda, la noticia de ese libro se transmitía boca a boca.
Gabo estaba alucinado con la ciudad, decía que era cortaziana. Y se hartaba de filetes de vaca en los mejores restaurantes adonde nos llevaban los dueños de la revista y de la editorial que habían patrocinado el premio y su viaje a Buenos Aires. Eran los comienzos de su fama mundial, y Gabo, que andaba siempre con su mujer Mercedes y una chaqueta a cuadros que no se quitó en ningún momento, se mostraba siempre alegre y feliz, como lo es su arte.
En las comidas y cenas obligadas nos acompañaba siempre la mujer de un escritor que además de ser palidísima usaba unos velos y unos sombreros de apariencia fúnebre. Una noche muy fría, cuando dejamos los abrigos en los percheros antes de entrar en el comedor de un lujoso restaurante, Gabo le dijo a Irma, mi mujer: “Oye, ¿has visto que Fulanita en vez del abrigo dejó colgado el ataúd?”.
La última noche (estábamos en el mismo hotel) no nos acostamos. A las 6 de la mañana salía nuestro avión para La Rioja, y a las 7 el de ellos para Lima. Sentados los cuatro en la cama de Gabo y Mercedes, con una botella de whisky, nos dedicamos a firmar más de 100 ejemplares de Cien años de soledad para ejecutivos y comerciantes anónimos vinculados con la editorial o la revista. Yo le ayudé, imitando su letra y el tono de sus dedicatorias lo mejor que pude. En el momento de despedirnos, Irma y yo le entregamos el regalo que habíamos comprado para él. Era un pececito de oro, articulado. “Mira, Mercedes, los mismos pececitos que hacía mi abuelo”, dijo. Años después un empresario porteño me mostró uno de esos ejemplares firmados aquella madrugada. “Mire, está dedicado y firmado, esto vale millones”, me dijo. Miré la letra. Era la mía.
Dos años después nos encontramos en Barcelona, en plena redacción de El otoño del patriarca. A su pedido, hice en su piso de la calle Caponata un asado en el suelo de la cocina, y por poco no provoco un incendio. El edificio se llenó de humo desde los sótanos hasta los áticos, Gabo me preguntó si no creía necesario que llamáramos a los bomberos. Después dejamos de vernos y de comunicarnos durante mucho tiempo.
El año pasado, o sea 24 años después del primer encuentro en Buenos Aires, a las 8 de la mañana, me llama por teléfono aquí en Madrid, donde estaba de incógnito. Después de pedirme que por favor no divulgara la noticia de su presencia, me dice que tiene una pregunta muy importante.
-Sí, dime -le digo ansioso y extrañado. Y me dice:
-¿Adónde están esos 20 turcos que llevaste a Buenos Aires cuando te dimos el premio?