( Editorial Mil Botellas)
Subo a los chicos al auto con la idea de comprar algo rico para el desayuno. Es cierto, la heladera está vacía, pero es más cierto que necesito salir.
Deambulo entre las góndolas. Me atoro con las imágenes. Hay algo de estridencia pop en los colores del supermercado. Hay música de los ochenta que se detiene, una voz impersonal recita las promos del día. Busco la leche, el pasillo de los lácteos tiene varios grados menos que el resto del súper. Siento el frío en la nuca; suena el celular. Mis hijos se estiran desde el carrito para alcanzar los yogures. Me miran esperando el “no”, pero yo asiento con la cabeza y una media sonrisa. Se miran entre ellos y zambullen los ojos ante tanta oferta.
Quiero una foto tuya, te animás?
¿Cómo una foto? Hay algo que no entiendo. Dos leches y un queso crema, también los yogures. Me congelo. Si desde anoche las palabras no me bastan, si quiero habitarlas en su cuerpo, para qué una foto. Una foto es una imagen vacía, congelada, vuelta objeto. Yo quiero estar viva con él. Se lo escribo como puedo, entre el pan lactal y la mermelada. Les prometí dulce de leche, vamos a buscarlo. Me pierdo, ya pasé por este pasillo mil veces. Es allá, me dicen los nenes. Doblo y me freno, llega la respuesta. Es parte de un juego, la seducción es un juego, me dice. No te apures, me dice. Debo ser demasiado seria, nunca pensé en esto como un juego. No soy lúdica, me cuesta entrar en ese territorio, me da ansiedad que los otros esperen mi jugada y equivocarme. No me perdono la mirada del otro sobre mi error. Como si mis ojos se montaran en los de mi oponente y se burlaran de mí. Me estoy yendo por las ramas, me estoy perdiendo sin encontrar el dulce de leche. Yo también quiero estar con vos, me dice. Dice que es la primera vez que le pasa de calentarse on-line con alguien, le creo. Le creo todo. Cuando una juega tiene que creer en las reglas. Mostrame, juguemos, me pide. Uno de los nenes me tironea el brazo, agarrá el paquete más chico, le digo. No, acá no se abre, les digo y escondo las papas fritas debajo del pan lactal. Pasa una señora llevando su propio chango igual al que usaban las amas de casa de mi infancia, pero versión fashion. Es una señora mayor. Creo que me mira, se me acerca. Arrastra el chango con decisión, me mira las manos, creo. Yo guardo el celular en el bolsillo como si lo hubiera robado.
-Hacés bien, son una porquería. -Me dice señalando el paquete de papas.
Nunca los dejo comer papas fritas. Hoy estoy permisiva. Me imagino empujando el carro hasta que tome velocidad, para treparme y que me lleve. En cambio, camino como una señora educada y elijo las segundas marcas y le alcanzo a la embarazada el paquete de pañales que se le cayó. ¿Cuánto fragmentos de mujer puedo ser? Una puede jugar y la otra mantenerse fuera de la cancha, o se involucran todas en el juego. No lo sé y me canso de pensar. Juguemos.
Uno de los nenes me pide pis, corremos al baño. Primero uno, después el otro. Ahora me toca a mí, me tengo que cambiar la toallita. Les pido que me esperen pegados a la puerta así puedo ver sus pies por debajo. Cuando me agacho a subirme el pantalón se baja la manga de la remera; el bretel del corpiño se asoma. Sin pensarlo, enfoco el celular y saco la foto. Una foto de un hombro desnudo hasta el nacimiento del borde del corpiño. Siento el roce leve del pezón sobre el encaje, apreto enviar. Una parte mía sabe que es una imagen casi victoriana y la otra se siente una actriz porno. Llego a la caja con la vista fija en el celular. Lo revoleo en el fondo del bolso y saco la billetera. Pienso dejarlo ahí hasta que se le agote la batería.
Voy a conectarlo recién cuando llegue a la oficina, donde soy invisible hasta para mí. En casa, mi mirada es poderosa: me veo a veces con los ojos de madre, otras con los de ama de casa y últimamente con los de una puta. La oficina es inofensiva, no importa quién somos. Importa ser algunos. Nos abarca a todos sin mirarnos ni pedirnos nada a cambio.