jueves, 23 de septiembre de 2021

"LOS SIETE PILARES DE LA SABIDURÍA DE T.E.LAWRENCE" por Abelardo Castillo

 


No ha de ser por estas líneas, dichas más que escritas, a mí mismo y sin tiempo para la astuta retórica o la consulta de textos, que T.E. Lawrence ganará su inmortalidad o sentirá que ella se conmueve. Si la falta de espacio no fuese, generalmente, un buen argumento para disimular otra ausencia –la de ideas-, no titubearíamos en escribir: la vastedad de Lawrence no cabe en una columna.

Un epigrama resuelve (o complica) el Universo; un axioma chiquitito, pensar, por ejemplo, y existir por consiguiente, inicia un sistema filosófico; pero una columna –este híbrido atroz, mezcla rara de máxima y ensayo- es como el secretario de un señor ilustre: padece todos sus defectos y no tiene ninguna de sus virtudes. Los “Pilares” consta de 800 páginas, poco menos. Es a la vez libro de testimonio, narración de guerra y de violencia, crónica, memoria interior de un hombre excepcional, inquisición filosófica, novela, obra erudita; libro raro, grande, discutible por cuanto expresa un concepto del mundo (“sentía que todo el que logró llevar al éxito una rebelión de los débiles contra sus amos tenía que acabar tan manchado que luego nada en el mundo puede haberle hecho sentirse limpio”), pero, fundamentalmente, un libro grande. Arrebatos de epopeya sacuden estas páginas: algo heroico, que no está en las palabras, secas, desnudas hasta la crueldad a veces: “La niña dio unos pasos, luego se detuvo y nos gritó con fuerza sorprendente (todo era silencio en torno): -No me golpees Baba (…)Abd el Azis saltó de su camello y dando traspiés, se arrodilló en la hierba junto a la niña. Su impetuosidad la asustó, pues levantó los brazos e intentó dar un chillido, pero sin lograrlo se desplomó, mientras la sangre empapaba nuevamente sus ropas. Luego, creo, murió”. Luego, creo, murió: frialdad, incluso. Dureza (o endurecimiento) como aquella que narra el desdichado espectáculo de un turco implorante, al que Lawrence patearía “lo mejor que pudo”, y que encierra, sin embargo, no sé cuál lacerada rebeldía ante la humillación ajena, qué dolor, quizá porque él mismo sintió, tantas veces, que se despreciaba. Lo épico, digo, no está en la hipérbole: navega subterráneamente el fondo de las palabras. La tremenda muerte de Tallal, “el magnífico jefe, el espléndido jinete” erguido sobre su silla y dando por dos veces su alarido de guerra (“y las ametralladoras rompieron fuego, y tanto él como su yegua, acribillados una y otra vez, cayeron muertos junto a las puntas de las lanzas”), rememora, por su brutal simpleza, aquella otra de la Ilíada: “cayó en la tierra y temeroso ruido sobre él hicieron al caer sus armas”, que Homero repitió tantas veces, quizá porque no pudo superar nunca su inocente y bárbara hermosura. Salvo en las ya imborrables páginas de Sholojov o en alguna de Sartre, la de la absurda grandeza de Mateo: su morir matando, justificando el último minuto de su vida en lo alto del campanario, la novela contemporánea no suele darnos imágenes heroicas –quizá en Malraux, pero uno duda ya de su sentido épico y lo reduce a una mera admiración de la violencia-: y acaso por eso o porque antes de leerla (“…y aquí, por vez primera, me sentí orgulloso del enemigo que había dado muerte a mis hermanos”) la habíamos escuchado en la voz nada heroica de un viejo, de su voz de anciano rodeado de volúmenes que le sustituyeron la vida, un poco despreciable, tan inmortal: acaso porque fue Borges, que jamás hubiera podido escribirla, quien nos la recitó melancólicamente una tarde, ya no podremos olvidarnos de ésta: “Y aquí, por vez primera, me sentí orgulloso del enemigo que había dado muerte a mis hermanos(…)Navegando a través del naufragio de turcos y árabes como buques blindados, altos los rostros, y silenciosos. Cuando se les atacaba se detenían, tomaban posición, disparaban a la voz de mando. Ni prisa, ni gritos, ni vacilaciones. Eran espléndidos”.

Los “Pilares”, Lawrence mismo lo ha escrito, no narra la historia del Movimiento Arabe, sino la suya propia en aquella campaña: su orgullo, su generosidad, su humillación, su fracaso. Tuvo la suficiente lucidez, o la honradez suficiente como para escribir: “Pretendí forjar una nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los cuales pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional. Un propósito tan elevado halló resonancia en la innata nobleza de sus almas y les hizo desempeñar un papel generoso en los acontecimientos. Pero cuando ganamos se me alegó que se ponían en peligro los dividendos petroleros británicos en la Mesopotamia y que se estaba arruinando la política colonial francesa en Levante”.

Lawrence de Arabia, hombre o personaje de T.E. Lawrence, complejamente indiscernible, para mí, el uno del otro, sospechaban que iban a terminar recibiendo bofetada y escuchando un insulto; sólo que, quizá, ignoraban el motivo. El dice: “sentía en mis adentros que todo el que logró llevar al éxito una rebelión de los débiles contra sus amos tenía que acabar tan manchado que luego nada en el mundo puede hacerle sentirse limpio”. Y no es por esto: quizá se trata, demoníacamente, sólo de sentir la duda. Algo parecido a aquello que mató a Moisés fuera de las murallas, pero humano.


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