De Un perro andaluz a La vía láctea, Luis Buñuel se hace constantemente una pregunta: ¿este tiempo, este espacio, esta cronología y esta ubicación son la verdadera realidad? ¿La realidad es lo los sentidos de cada individuo perciben o existe una realidad anterior o latente, circundante y circulante que se impone a nosotros y ahoga nuestra pretensión solipsista, nuestra arrogante pretensión de definir subjetivamente al mundo?
No se trata de una simple oposición del determinismo objetivo del mundo social y de la aparente libertad subjetiva. Los muchachos de Los olvidados y la desvalida comunidad de Las Hurdes son el resultado del medio. Están capturados en él, tanto como los burgueses de La edad de oro o El ángel exterminador están encadenados por las convenciones de su clase. La diferencia explícita en Buñuel es que los jóvenes de las barriadas de México y los fantasmas de las tierras sin pan de España no pueden modificar su situación con los medios filantrópicos y sentimentales que la sociedad a sabiendas de su inutilidad pone a su alcance. En cambio, la clase dominante puede modificar a su antojo las convenciones que ella misma dicta y sublimar las relaciones de propiedad y de sujeción en una moral de la filantropía y en una estética de los sentimientos. Esto es lo que Buñuel quiere decir cuando afirma: “Para mí la verdadera inmoralidad es el sentimentalismo burgués.”
Buñuel no idealiza a las clases trabajadoras. Su ataque contra las jerarquías y las ideas recibidas es radical. A la imagen azucarada de la pobreza que nos ofrecen De Sica en Milagro en Milán o Steinbeck en Tortilla Flat, Buñuel contesta señalando que la pobreza es un infierno degradante y que la explotación consiste no solo en imponer la injusticia de arriba hacia abajo, sino en establecerla horizontalmente entre los propios explotados. Los humillados y ofendidos de Buñuel lo son en un doble sentido: desde afuera y desde adentro. La injusticia constituye una totalidad y debe ser atacada como tal. En su aspecto social, el cine de Buñuel revela sin atajos la totalidad contaminante del poder y la atrocidad totalizante de los sistemas inventados por la civilización occidental.
Hasta aquí Buñuel es un marxista, empieza a ser además un surrealista cuando va más allá y sin perder la conciencia del mundo social, no se contenta con sus límites. Las relaciones sociales y sus correlatos subjetivos, son los trampolines desde los que Buñuel se lanza a la tierra incógnita de lo real innombrado. El cine de Buñuel es una ardiente búsqueda de las realidades que no caben dentro del esquema de la cultura de los amos, una ciega peregrinación hacia el mundo original que ha perdido o aún no tiene un nombre. Ese mundo, sea en las chozas de los jóvenes sin ley, como en las mansiones de los propietarios que dictan la ley, intenta abrirse paso, reclamar su presencia a través de los intersticios del deseo y de la violencia. Intersticios, rajadas, heridas que jamás cicatrizan.
La mirada. ¿Por qué me rebanas los ojos abuelita? Para que veas mejor hija mía. Un alfiler pasado por el ojo de la cerradura en Él, un picahielo en El Bruto, un crucifijo-navaja en Viridiana, la navaja ocular de Un perro andaluz. Buñuel corta el ojo de una mujer y quince años más tarde, la misma mujer admira con los dos ojos una reproducción de Vermeer, antes de asomarse a la ventana y ser testigo de un accidente, no menos traumático que la mutilación de la vista. Una bella y triste hermafrodita es atropellada por un auto, mientras toca con una vara la mano mutilada que se encontraba en el estuche escolar de un ciclista desvanecido.
Ya en Un perro andaluz Buñuel se ha adueñado del tiempo, ha roto su orden convencional, sucesivo, decadente y futurizable. Hemos ingresado al tiempo real de nuestro deseo. Quizás la mujer de Un perro andaluz, al perder la vista empieza a vivir hacia atrás, quizás recupera sus visiones anteriores, como Borges dice que los cadáveres en descomposición van recuperando sus rostros pasados, hasta que una nueva violencia, los dos accidentes en la calle, la lanzan de nuevo hacia adelante, a ritmo de tango y armada con un doble tiempo: uno lineal y otro circular que le permiten ubicarse libremente. La mujer abre la puerta de su apartamento parisino y sale directamente al mar.
Esta fusión de tiempos y espacios en Buñuel convoca nuevas preguntas: ¿Cómo se llama el amor? No solo una de sus combinaciones, sino todas. ¿Cuáles son los nombres de todos los deseos? Y ¿Dónde están, las regiones, paraísos e infiernos tan temidos y tan deseados, que los purgatorios de la realidad aparente nos impiden habitar? ¿Qué azarosa combinación de palabras, actos, ubicaciones permitirá que el puente levadizo caiga y las puertas del castillo de La edad de oro se abran de par en par y la peste termine y los hombres y mujeres amurallados, durante ciento veinte jornadas y otros tantos siglos, puedan abandonar la pequeña sala de El ángel exterminador, el palacio condenado del Decamerón, la noche milenaria de Sherezade, el hotel de Mariembad, la balsa de los náufragos de la Medusa. Quizás como en La carta robada de Edgar Allan Poe, el documento esencial, la clave secreta, la palabra de pase están escondidos en el lugar más obvio, al alcance de la mano. De allí la técnica cinematográfica de Buñuel, esa omni-inclusión vibrante y enternecida, saludablemente vulgar y desordenada que teme cualquier exclusión, que acaso irreparablemente deje de ver una sola cosa, una sola pista del mundo.
La mirada total de Buñuel, encuentra su equivalente parcial físico, en esa suma de objetos punto-cortantes, con los que en sus películas nos priva de nuestra mirada confortable y rutinaria y nos deja aparentemente ciegos, desamparados y obligados a inventar una nueva mirada para los seres y las cosas que ya no pueden ser vistos por la agotada visión de quienes no desean, porque no necesitan, porque el deseo nacido de la necesidad, es el centro de la obra de Buñuel.
El sentido y el contrasentido del deseo, sus caminos más obvios y también los más secretos. El deseo satisfecho, tranquilidad final de Sévérine en Belle de jour y la insatisfacción del deseo en (…) de los amantes en La edad de oro. En Buñuel el deseo sustituye radicalmente a la belleza como valor del arte. Más bien, el deseo es la belleza. Lo bello, es solo lo deseable, pero lo deseable puede ser atroz, o destructivo o cruel o mortal. El deseo es un desencadenarse que nos obliga a romper el orden del mundo que se levanta como una barrera, como una prohibición entre nosotros y el objeto de nuestro deseo. En el cine de Buñuel el deseo nos expone al riesgo total de buscar lo imposible. Cada deseo satisfecho en Buñuel, nos acerca a un nuevo deseo insatisfecho. Cada escalón de la posibilidad nos acerca a la sima de la imposibilidad absoluta, la muerte. Somos insaciables de la vida, la muerte es insaciable de nosotros. El amor y la revolución, puntas incandescentes del deseo individual y del deseo colectivo en el universo de Buñuel son ensayos de la muerte. Amor y revolución, la muerte iluminada. Todo en el mundo crítico de Buñuel, impide que el amor se realice. El amor, el sumo bien, es asesinado y enterrado por la sociedad como los burros muertos dentro de los pianos de Un perro andaluz. En cambio la muerte, el sumo mal, es el signo mismo de la certeza, de la posibilidad. La sociedad organiza la muerte. Entonces, los personajes de Buñuel asumen los ropajes del mal para llegar al amor, y todos ellos se dicen que quizás el amor y la muerte son en cierto modo gemelos y requieren caminos similares. Repito, caminos, porque esta idea de sendero, de peregrinación, es básica en Buñuel. Idea española de la caballería andante, idea cristiana de la ruta del Grial, idea herética de la salvación fuera de la Iglesia, idea clásica de la Orestiada personal, que al exponernos al mundo, obliga al mundo a exponerse a nosotros.
Los personajes de Buñuel cumplen un sacerdocio, viven una búsqueda del ser auténtico y cambiante, a lo largo y ancho de las selvas personales y de los océanos sociales. Buñuel identifica el deseo con la autenticidad del hombre en el mundo y por ello su sacerdocio posee un sentido superior, un sentido al cabo de identidad solidaria. El sacerdocio erótico de los amantes de La edad de oro vale tanto como el sacerdocio de la soledad, el trabajo y la fraternidad de Robinson Crusoe. Y el sacerdocio paranoico, masoquista, fetichista y necrófilo de los personajes, de Él, Belle de jour, Ensayo de un crimen o Cumbres borrascosas, vale tanto como el sacerdocio místico de Nazarín, Viridiana o el estilita Simón del desierto.
Sendero, camino, ruta, el claustro es el origen, la primera ubicación. Se sale del claustro, unidad del principio, la infancia de Archibaldo de la Cruz y Sévérine de Sérizy. El convento de Viridiana y la buhardilla de Nazarín. El barco de Robinson. La choza materna de Los olvidados, formas proteicas de un solo vientre, para recorrer un camino que nos conduce a otro claustro, prisión de Nazarín, tumba de Heathcliff y Cathy, casa abandonada de Viridiana, iglesia sitiada de El ángel exterminador, monasterio de Él, montaña de basura en Los olvidados.
En el camino, la unidad del principio se dispersa en opuestos, el sentido se fragmenta, la ruptura es el precio de la experiencia, pero también la condición de la poesía, que se nutre de la pluralidad del sentido y del manantial de la ruina. La paradoja de la poesía es que su alimento es esa ruptura y su función, reconstruir la unidad a partir de la dispersión. El surrealismo quería reunir los opuestos. En Buñuel esa reunión tiene lugar, se hace visible y concreta para los sentidos, aunque fuera de los sentidos. La reunión tiene lugar fuera del yo, es un reconocimiento del mundo cambiante y del ser cambiante en el mundo. Los opuestos están allí en tensión, como dos bestias o dos enamorados a punto de devorarse entre sí a besos y dentelladas. El arte de Buñuel consiste en alentar ese encuentro paradójico y frágil en que la separación culmina en un abrazo, pero el abrazo es reconocimiento de otra separación. Deseamos al ser amado, pero solo podemos amarlo si reconocemos su existencia separada, personal, única. El deseo, la libertad y el amor, son sinónimos en Buñuel.
“Quien desea y no actúa engendra la peste”, dijo el poeta inglés William Blake. La tensión de los personajes de Buñuel se da entre sus deseos y los actos que realizan para cumplirlos. Esa tensión ya es la salud. Engendran la peste en cambio los veinte comensales sitiados de Un ángel exterminador [sic], incapaces de actuar porque son incapaces de desear. Siempre dentro de esta tensión entre el deseo y el acto, Buñuel destruye las medidas morales acostumbradas para revelar una zona velada y vedada del deseo y del acto humano y enseguida atribuirles valor, daño, dolor, ternura, terror y simpatía.
Buñuel nunca desprecia y esto lo distingue netamente de muchas formas degeneradas del surrealismo. El escándalo de Buñuel nunca se agota en sí mismo. Primero porque a menudo adopta una forma cómica, una catarsis por la carcajada. Apenas se ponen solemnes, los personajes de Buñuel reciben un pastelazo en pleno rostro, como en las películas del gordo y el flaco. Trinidades tragicómicas, Nazarín, la fe y una piña. Viridiana, el sexo y el juego de tute. Y también porque ese escándalo abre la puerta a un campo cerrado, a una realidad ignorada. Porque no cabe dentro del estrecho marco de conocimiento del racionalismo, porque pone en entredicho todas las beatitudes humanistas y positivistas, porque rasga el velo de las buenas conciencias, nutridas por partes iguales de las concretas realidades económicas y de las reconfortantes quimeras espirituales. Un espectador puede salir ofendido, mixtificado o liberado de una sala donde se exhibe una película de Buñuel. Es difícil que salga indiferente y es que el cine de Luis Buñuel representa, desde hace más de 40 años, la instancia indomable de la insatisfacción ante un orden moral, intelectual, político, económico y social, limitativo, injusto, incompleto y sin embargo, satisfecho de sí mismo.