Y ahora me toca a mí contar la historia de ese músico cuyos conciertos alucinaban a las mulas melómanas en la cordillera de La Rioja, en la más alta luz de la Argentina. El hombre tocaba el violín por las tardes y por las noches escribía fábulas maravillosas.
Se acordaba poco de él cuando era niño. Cuando saltaba una tapia con un chico de once años que se llamaba Ernesto Guevara para robar las frutas del huerto de un señor muy calvo, español él, que vivía en Córdoba y que era don Manuel de Falla. Había música en esa casa. El niño era Daniel Moyano. Desde antes, desde entonces, le salían conciertos con palabras.
Y es que al músico-escritor lo perseguía un violín. Con él lo encontró la policía cuando lo encarcelaron las fuerzas armadas de su país. Fue entonces que tuvo que exiliarse en España. Antes de irse de Argentina el violinista era famoso en toda Latinoamérica por las historias que contaba. Llegó a España callado, con una cordillera que nunca se le fue del alma. No le daban trabajo. Unas veces hacía de fontanero, otras construía maquetas de casas.
Para entonces el violín se le había disuelto en el lenguaje. Nacían libros: El vuelo del tigre, El trino del diablo, Libro de navíos y borrascas y esa altísima literatura que fue el último: Tres golpes de timbal. Primero escribía en una buhardilla, después en un trastero o en Oviedo, mirando llover y en su casa de Ronda de Segovia, en cuyo fondo un declive de tierra amarilla le devolvía su montaña.
En Latinoamérica, en Rusia, en Polonia, en los Estados Unidos, en Francia leían al violinista, ese que destruía con tres compases los carros de las fuerzas armadas.
En España donde él vivía, casi nadie decía nada. Él estaba oculto en la lengua, sabía cómo la palabra cóndor hacía volar un cóndor. Cuanto más lo dejaban solo, más bajito cantaba valses de emigrante.
Ayer por la mañana, en muchas partes del planeta tuvieron pena. Sabían que el fabulador había muerto. Yo no sé si sabrá España lo que su lengua ha perdido. Yo sí lo sé. Pocos volaron alto en ella. Sin paracaídas, como Daniel Moyano. Pocos, también, tan claros. Como un hombre con un violín en la mano.
Antes de morir había escrito un libro de cuentos, un relato largo y una novela. «Creo que he cerrado una obra», me dijo, sin aspavientos. Estaba frente a su ventana. La cordillera seguía ahí, mirándolo.
Me senté a su lado, para intentar ver, como él, ese paisaje último. Miraba fijo, sin otras palabras que aquéllas que había escrito en esta vida. El atardecer se secaba. En los alrededores hablaban Irma, su mujer, y María Inés y Ricardo -el gran músico- sus hijos. No decía nada. La sala estaba llena de música. El violinista se iba yendo. Ahora sí, tal vez escuchen lo que él hablaba.