jueves, 9 de diciembre de 2021

ENTREVISTA A HOMERO EXPOSITO POR VICENTE ZITO LEMA

 


Homero Expósito logró lo que todo gran poeta busca con ahínco y pocos alcanzan: ver su poesía convertida en algo vivo, de uso cotidiano, cantado y recordado por varias generaciones. Esa poesía, ese pan y ese pescado que crecen y satisfacen el hambre; esos cantos que dejan atrás a su autor y pasan a ser materia común. ¿O acaso el hombre que en la temprana mañana de invierno va diciendo casi en voz baja, para sí, “trenzas de color mate amargo” no se siente dueño de palabras de belleza que lo emocionan, que lo documentan, lo trascienden y lo armonizan con el mundo, venciendo su terrible soledad?

 

Usted y Manzi, los dos Homeros... A veces la carga de los nombres da buen resultado. En su caso, ¿sabe cómo se originó?

-Mi padre también era escritor, se divertía con el oficio y amaba a los clásicos. A mí me llamó Homero, a mi hermano Virgilio y el tercero debía llamarse Dante, pero como mi abuelo se llamaba Luis, mi abuela María y querían homenajearlos, se cortó la racha.

Hábleme de su familia, de sus primeros recuerdos; a veces la melancolía no es mala.

-Por supuesto, y más aún si uno es tanguero. Mi padre era de la Casa de los Expósitos. Es todo un ejemplo, algo para destacar. A los seis años se escapó de aquel orfelinato y hasta que murió no dejó de trabajar. Un autodidacto que transitó por un montón de disciplinas, desde contador de un frigorífico hasta pastelero. Y no se olvidaba de escribir sus versitos, en el estilo que se acostumbraba en aquella época.

¿Cómo lo ve hoy?

-Alto, muy alto. Con rasgos más bien de sajón. Cuando daba una idea, lo hacía de manera clara, precisa. No era de inventar, ni de fantasear y por sobre todo me impresionaba su pasión por el estudio.

¿Se siente parecido a su padre?

-No, tanto yo como mis hermanos quedamos achicados al lado del viejo. Aunque nos hayamos destacado en algunos aspectos de la vida, ni de lejos podemos hacerle sombra, si uno hace la comparación en lo fundamental, de hombre a hombre.

Y su madre, ¿cómo era?

-Mi mamá, como ya lo dije alguna vez, era simplemente católica, también, lo que se entiende por una buena ama de casa. La nuestra fue una familia humilde pero de mucho almidón, con costumbres bastantes duras, hasta solemnes si se las mira con ojos de hoy.

Se dice que en la infancia está todo lo original, que después uno se repite. ¿Qué recuerda de aquellos años?

-Simplemente que la pasé bien, sin grandes dolores, y eso es importante, ya que se quita espacio a los resentimientos. En casa no faltaba nada, ¡también, con el viejo que teníamos! Yo nací en Campana, pero a la semana nos mudamos para Zárate. Allí pasé mi infancia, en una típica casa de dos patios, uno al frente y el otro al fondo, las habitaciones corridas, el baño en el medio. Esas casas donde el frío se mete en los huesos, pese a los esfuerzos por calentarlas. Había una buena parra y la vida giraba alrededor de la cocina, donde estaban colgados los salamines, las longanizas y los jamones, donde el fogón a leña quedaba siempre prendido. Y de allí se sacaban las brasas para ponerlas en unas palanganas que luego llevábamos a las otras piezas. Esa era la calefacción. Viví ahí hasta los 12 años y luego me vine a Buenos Aires, a estudiar el bachillerato. Fui pupilo en el Colegio San José. No era un estudiante ejemplar, pero tampoco repetí ninguna materia. Tenía buena memoria, era rápido, una computadora perfecta. Alguien pasaba al frente antes que yo y ahí nomás fichaba el asunto. Eso sí, me llamaban primero y estaba sonado. Pero tuve buena suerte y me recibí de bachiller, sin problemas. A la par hacía mucho deporte: fútbol, rugby, natación, y aunque suene raro también en una época se me dio por la equitación.

Cuando se recibe de bachiller, ¿a dónde va, qué hace?

-Ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras. Pero entonces suceden dos hechos importantes. Primero, se enferma mi padre, y tengo que abandonar la carrera para hacerme cargo de la confitería que teníamos en Zárate. Después, me llaman al servicio militar. Hice un curso de aspirante a oficial de reserva. Me recibí de oficial y apenas pude pedí la baja, pero al poco tiempo volvieron a convocarme. De todas formas, mi vocación era otra, así que me retiré y esta vez definitivamente.

Sigamos con su juventud, y con sus primeros tangos...

-Mis primeras tentativas datan de cuando tenía 16 años, pero de eso no tengo nada guardado. Después, ya en 1938, se arma el gran desbande. Había una gran barra en· Campana, y todos se vienen para Buenos Aires. Stampone, Franchini, Pontier. Ellos, con otros provincianos como Galván, se juntan con Miguel Caló en su gran orquesta, y yo estoy ahí nomás, feliz en ese ambiente de donde van a surgir mis tangos iniciales, que ya eran tangos en serio.




Cuénteme de esos tangos...

-¡Que le voy a decir, los tengo todavía en el alma! El primero lo hicimos con Federico, y a partir de ahí ya no erraba nunca. "Al compás del corazón", "Tristezas de la calle Corrientes", "Pedacito de cielo", "Percal".

¿Qué edad tenía entonces?

-Poco más de 20 años.

Y toda la fama…

-Sí, pero no me enloquecí. Tenía claro que debía seguir estudiando, que se trataba de trabajar duro. Aunque no descarto algo de presunción, o de soberbia. Es típico de la juventud creer que ya se está de vuelta.

Soberbia o no soberbia, ¿sabía que estaba haciendo cosas que iban a perdurar?

-Tenía claro que lo mío era distinto. Conformación humanista, con buenas lecturas de Ortega y Gasset, habiendo asimilado el surrealismo…

¿También Lautréamont y Rimbaud?

-Sí, al igual que Breton y Éluard. Y también se me habla metido el neorrealismo en la sangre.

Con sus letras aparecen en el tango imágenes inéditas, se incorporan relaciones y asociaciones sensibles y novedosas, se abre un camino que muy pocos se animaron a continuar.

-Quizá hasta yo mismo me asuste de lo que estaba haciendo... No me interesa ser modesto. Tengo conciencia de lo que empecé, de lo que aporté a la cultura popular, de mis innovaciones.

¿Y Cadícamo, y Manzi...?

-También, pero de otra manera. Yo valoro mucho la obra de García Giménez, sus letras son de una precisión asombrosa, el verbo exacto y el justo adjetivo. Pienso también que a Lepera no se le ha dado el lugar que le corresponde. Y está Discépolo y está Contursi...

Por entonces, ¿vivía de lo que escribía?

-No. Ni yo ni nadie. Algunos éxitos no bastaban para vivir del derecho de autor, además del talento y del éxito, se necesitan 40 años de antigüedad, de persistencia. Yo vivía de la confitería y de algunos otros bienes que tenía la familia.

¿Bohemio, el hombre?

-De no creer. Me acostaba diariamente a las 9, 10 de la mañana. Allí andaba yo con el "Indio" Galván, Franchini, Stamponi, Contursi... Parábamos en El Ciervo, de Callao y Corrientes, en el bar Suárez, en el Tropezón. Gastaba mucho, pero tenía guita y se me iba de las manos como el humo o más rápido.

¿Hubo fracasos?

-Solo en los negocios, aunque en general también allí me fue bien. El trago más amargo me lo dio un boliche que puse en Mar del Plata. Perdí un montón de dinero, y para colmo trabajando en el Casino. Si hubiera sido así, no me quejaba, son cosas del calavera.

O sea que su balance es positivo, nada de quejas con la vida.

-Ahora estoy enfermo. Tuve un ataque de hemiplejia y no pude reponerme del todo. Tengo dificultades para moverme, para hablar, para escribir... Pero no pierdo el humor ni cambio el amor a la vida por la muerte.

¿Qué es lo que más rescata de sí?

-Tal vez tener la intuición del artista. Primero se larga una burrada y después se comprueba que es cierto. Muchas veces, cuando tengo alguna buena idea, pienso: "esto es demasiado lindo para que sea mío, seguro que alguien ya lo dijo o lo escribió". Todo esto tiene también relación con la dialéctica. Lo importante es que lo que yo encuentro hoy, haya pasado siglos atrás y vuelva a ocurrir en un mañana. El arte debe tender a una noción de universalidad que sirva para mejorar el presente, dar cabida a un mejor futuro y explicar el pasado.

Volvamos a sus tangos, a sus poemas urbanos…

-Ahí andan por los caminos, son todos medios vagos, algunos necesitan ayuda, otros se destacan y van al frente... Lo más importante para un tema musical es el tiempo. Si cualquier obra tuviera la difusión que alcanzó el "Sueño de amor" de Liszt sería un éxito. Estamos hablando de obras buenas, se entiende. Pero Liszt tuvo que esperar 150 años y nosotros no tenemos tiempo ni paciencia. Los poetas comienzan a vivir cuando mueren, hay que ganarle a eso, yo trato.

¿Cómo se dio su relación con la música? Sabemos que es muy profunda, al punto que, si no estamos mal informados, muchas veces ha escrito la letra de sus tangos a partir de una partitura.

-No tiene nada de misterioso ni de particular. Creo que todos tenemos alma de músicos, vocación de cantor. En mi casa todos cantaban; tenía unos tíos guitarreros con ganas infinitas y nosotros aprendimos a cantar antes que a hablar.

¿También los hombres tienen una profunda necesidad de expresarse con la poesía?

-Sí, y aquí más que una decisión por ser hay una entereza para soportar serlo. Al menos es mi caso. Y pude lograrlo, lo admito, por tener otros medios de supervivencia.

Hablemos de los que cantaron sus temas. Allí están, entre otros, Fiorentino y Goyeneche.

-Fiorentino antes de cantar una canción venía y preguntaba si era eso lo que yo había querido decir. Goyeneche, a su vez, canta hasta los puntos y las comas. Rivero fue también un ejemplo de tipo respetuoso. Pero hay otros que son un desastre. Uno a veces se pasa semanas para encontrar algo como "íbamos perdidos de la mano...", y se pone contento porque logró dar una nueva imagen, avivar sensaciones, y no falta el animal que canta "íbamos prendidos de la mano...”.

La mayor parte de su producción data de antes de 1950, ¿qué pasa después con usted y su obra?

-De alguna manera yo era mirado como un bicho raro, aunque eso nunca me importó. Pero de pronto sentí la necesidad de hacer las valijas y marcharme a Europa. Y lo hice. Tenía claro, además, que la mayor parte de lo que tenía que decir ya estaba dicho. Estuve afuera 5 años. del 50 al ·55 y si no hubiera sido por la enfermedad de mi padre quizá no hubiera vuelto, pero era preciso que lo viera morir. Primero viví en Madrid y después me fui a París. Aquello lo sentí como algo mío, al punto que ya me conocía todos los boliches.

Son cinco años muy precisos en la historia argentina. ¿Hay alguna relación entre su permanencia en Europa y el momento político que se vivía en la Argentina?

-Siempre se pueden hilvanar relaciones, y si bien en este caso no son directas tampoco puedo rechazarlas de plano. No se puede olvidar que había censura en aquellos años que se prohibían las letras de muchos tangos, que era necesario aceptar modificaciones si uno quería que se cantaran. A mí me prohibieron "Percal", en el momento en que era el éxito más importante de la música popular.

En 1955 vuelve al país. Muere su padre. Cuéntenos de esos años.

-Puede ser que no haya mucho de interés para contar. Lo mejor fue que sentí que la gente se daba cuenta de lo que había creado. Y, por supuesto, vinieron otros tangos. Escribí “Maquillaje", "Con pan y cebolla", "Ese muchacho Troilo", "Quedémonos aquí", "Humano”. En 1960 me fui a Mar del Plata y allí, como ya le conté, fundí todo lo que tenía. Entonces un día agarré la lapicera, la miré y me dije: "o vivo con esto o muero con esto". Al día siguiente perdí la lapicera. Pero, humor de lado, decidí seguir con mi oficio y regresé a Buenos Aires. Tuve la suerte de escribir un tema que se hizo muy popular, "Eso", y a partir de ahí continué escribiendo, hasta tener hoy un repertorio que me permite vivir sin mayores sobresaltos.

¿Cuál es el tema, o la motivación recurrente en su poesía?

-Creo que la injusticia. Y no hay nada más injusto que poner a un hombre contra la pared, hacerle sentir la impotencia.

¿Esta sociedad argentina, tal como está estructurada, no es fuente de injusticia?

-Tiene injusticias, pero todavía se puede creer. No se trata de negar las angustias económicas que se padecen, pero todo proceso de resurgimiento económico es siempre lento. La economía es sólo acelerada para los chorros y el resultado previsible es la cana.

¿Todavía se puede creer que la poesía es útil para transformar la realidad?

-Sin duda, de lo contrario no lo hubieran matado a García Lorca y a tantos otros que tenían en la poesía un arma. Y eso es válido para todo el arte que es, en esencia, transformador. Yo nunca milité en ningún partido, pero me considero un auténtico liberal, y por consiguiente tachado, muchas veces, como zurdo. Mi formación liberal me llevó a la dialéctica, que puede ser revolucionaria o no, pero que para mí, y es lo más importante, me permite ser parte activa de la vida. En una canción nueva lo digo: "Vivir es cambiar, en cualquier foto vieja lo verás". Y eso es pura dialéctica.

Y ahora, ¿cómo vive su vida?

-Me levanto cuando me despierto a las 8 o 9 de la mañana: pero si estoy en pleno trabajo puede ser antes, alrededor de las 5. Escribo con muchas ganas y cuando me canso me voy a dar una vuelta, por algún boliche. Después almuerzo y por la tarde siempre tengo alguna actividad social en SADAIC o simplemente me reúno con los amigos. La amistad es un culto al que no le fallo.

¿Qué se critica?

-No haber dado más. Tengo la impresión que pude hacerlo.

Recién, mientras me hablaba, pensé en "Trenzas". También en su poesía está el amor, con cierta tristeza, como en otros poetas del tango, pero con más naturalidad, con menos juicios morales y con una carga de insoslayable esperanza…

-Soy un hombre de Buenos Aires y fervoroso de la noche, cómo entonces dejar de lado en mis tangos el misterio de la mujer, ese eterno asombro que es el amor…

La muerte, en cambio, transita poco por su obra.

-Con la muerte somos muy amigos, pero nunca me inspiró ningún poema. Ella no es protagonista de la vida, que es a la que hay que cantarle. Yo tomo a la muerte como un paso dialéctico más, algo sin mayor trascendencia en el natural devenir de las cosas. Hablar mucho de la muerte es puro grupo. La actitud justa es esperarla parado, pero sin hacerse demasiado el guapo.



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