Y en ese momento, supe incongruentemente que
ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.
(Nadar de noche – Juan Forn – 1991)
Siempre supe que en cualquier momento se esfumaría de la faz de la tierra. Era un verdadero poeta. Ni el mundo estaba hecho para él, ni él estaba hecho para el mundo. Conversar a su lado, de madrugada, era un rito que no tenía precio. Nos juntábamos en la terraza de Cadaqués, un reducto de aquí, de Rosario, adonde concurrían poetas y músicos muy apegados a la nocturnidad. Los jueves, a eso de las nueve de la noche caíamos por allí, para comer algo ligero y bebernos hasta el agua de los floreros que había como adornos secundarios debajo de cada cuadro de artistas que ya habían partido para siempre. El vino era el fuerte de la casa y de Alfredito Maltagliatti, que se llevaba una botella a la terraza, donde nos quedábamos hasta ese momento de la madrugada en que si mirábamos hacia el río, comenzaba a asomar el sol. Casualmente, la mayoría de nuestros compañeros de mesa se marchaban cuando Alfredito comenzaba a recitar bajo el influjo del tinto y de las estrellas. Porque no recitaba a Lorca, a Gelman, a Pizarnik, ni a Orozco. Recitaba sus propios poemas. Era respetado por sus tesis acerca de la actualidad del mundo pero, a la vez, era resistido a la hora de su propio arte. Leo el diario mientras el café se me enfría con lentitud. Y me extraña profundamente que hablen de Alfredito endilgándole la categoría de sospechoso. Prófugo, escriben con precisión. Inmediatamente, me viene el recuerdo de aquella madrugada. Fueron tantos años en Cadaqués, tantos, que ese episodio había quedado en el más tremendo olvido, pero ahora, buceando en la posibilidad de que Alfredito fuera capaz, me reaparece aquel recuerdo con absoluta nitidez. Alfredito había expuesto, mientras hacía gárgaras suavemente con el malbec, acerca de por qué estábamos perdidos como humanidad, y se subió a la mesa, en la terraza, y recitó uno de sus resistidos poemas. Lo recuerdo, palabra a palabra, pausa a pausa. ¡Cómo olvidar una obra así! Y lo que provocó un minuto después. Alfredito, copa en mano, recitó:
El mundo no me devorará,
duermo la siesta con la persiana baja.
El sol, de pronto, irrumpe en mi sueño,
qué hijo de puta el sol, o el que subió la persiana.
Ni bien terminó de decir la palabra persiana, el flaco Marimón le arrojó una botella de cerveza en el rostro. Y, más borracho que Alfredito, se levantó para ir a tomarlo del cuello, sin que nuestro poeta reaccionara a esa agresión. Los otros dos fuimos a separarlos y entre un torrente de sangre que emanaba de la frente de Alfredito, arrancamos a Marimón de su furia. Luego, media hora después, el sistema integrado de emergencia sanitaria hizo su trabajo. A media mañana, nos fuimos del hospital de emergencias, con el parte médico indicando que Alfredito estaba estable, se recuperaría y perdonaría a su agresor, como ya lo había hecho otras veces.
Vuelvo al diario y a la reflexiva idea de que Alfredito ligaba siempre. No lo veo culpable más que de provocar a través de su poesía. Lo que él llamaba poesía vanguardista. Impregnada de libertad, de versos modernos, anárquicos, definía cuando se le preguntaba en algún evento. Pido otro café y rememoro cuando ante la crisis del año 2001, el catalán Rabassa, en un intento por salvar su boliche, nos propuso armar un ciclo artístico denominado Cada cual en Cadaqués, música y poesía. Fue un éxito. La gente del ambiente necesitaba un cable a tierra y asistían al lugar para escuchar a músicos y a poetas, como para resistir el momento. Por ese entonces, se arrimaba a nosotros en esas charlas de la terraza el pibe Noel Gal Haber, que un día, según nos confió, recibió una herencia de un tío árabe vinculado a unos pozos petroleros en Kuwait, si mal no recuerdo, y con parte del dinero obtenido adquirió un departamento en el edificio lindero a la terraza. Noel nos prestaba las llaves si las necesitábamos. Nunca voy a olvidar, de ninguna manera, la noche debut del ciclo Cada cual en Cadaqués, en que leyeron poemas Alfredito y una chica muy renombrada en el ambiente, Casandra Esquivel. Alfredito, que tenía una pinta que provocaba suspiros en las poetas que se le acercaban, se fue con Casandra al departamento de Noel. Y nosotros, a eso de las tres, mientras bebíamos un vinito en la terraza de esa noche rosarina, fuimos testigos de los sonidos de ese pasional encuentro entre poetas. Atónitos, los escuchábamos gemir, el roce de sus cuerpos llegaban hasta nuestra mesa y la voz entrecortada de Casandra, en pleno éxtasis, pidiéndole a Alfredito que le recite uno de sus poemas: La escarcha. Y Alfredito concedía a viva voz:
La noche está helada,
en madrugada, intemperie, nace la escarcha,
mientras en camas impolutas,
se garcha… se garcha.
Y ante la percepción del orgasmo, levantábamos nuestras copas y brindábamos en silencio por Alfredito.
Recuerdo que al poco tiempo, Casandra y Alfredito se fueron a un viaje, una especie de luna de miel sin boda, a El Bolsón, donde participaron de una pequeña feria del libro y disfrutaron del imponente paisaje patagónico. Los imaginábamos, a altas horas de la madrugada, en su cabaña, excitados, recitando La escarcha para el viento sureño. Al volver, Alfredito contó del magnífico éxito del libro suyo que había llevado al evento. Se emocionaba de verdad al narrar los extensos aplausos hacia Lo social y el avestruz, así se titulaba su libro de poemas, y remarcaba la ovación hacia estos versos:
Tengo un coche, tuve un perro,
tengo una mansión, tuve un gato,
tengo mujeres, tuve un amor…
y un valioso cuerno de alabastro.
Ya me siento neoliberal,
En un mundo que no cambia.
Y agregó que una secretaria de cultura de aquellos lados, con lágrimas en los ojos, le pidió que le firmara el libro al lado de estos otros versos, algo significativo para él:
La ley te corrompe,
en senderos con peaje.
Las monedas se pierden en la banquina,
cayendo en sacro ruido,
cual melodías oscuras que
proclaman que ya no habrá retorno.
Con ese altisonante éxito y la venta de los quince ejemplares que llevó, su editor se envalentonó y terminó publicando hacia la primavera de ese año, una reedición y el lanzamiento de Diversionemas, poemas para la diversión.
A la presentación de éste fuimos todos los muchachos del grupo. Había que verlo recitar a Alfredito. Se transformaba. En este volumen, además del polémico El mundo no me devorará…, aquel de la noche del botellazo, tenía este, muy aclamado por los presentes:
La luna toma altura,
el hipopótamo toma agua del lago,
el ladrón toma lo ajeno,
y el ganador toma todo, dice la canción de ABBA.
Casandra Esquivel se paraba para aplaudir y gritar ¡bravo! ¡bravo! Sin dudas, estaba enamorada. Más tarde, juntamos las mesas y comimos sándwiches calientes y bebimos vino del bueno. A la hora del café, otra sorpresa que Alfredito se había guardado. Lo sobrecitos de azúcar tenían, impresos en el reverso, algún poema suyo.
La faz artística de Alfredito tomaba un impulso irrefrenable, semana a semana, aunque entre los muchachos de nuestro grupo era sotto voce que nunca se convertiría en un poeta de trascendencia. Tal vez no lo veíamos nosotros, o no lo queríamos ver. Porque nosotros conocíamos las otras facetas de Alfredito, las que lo sostenían como líder del grupo. De día era un vendedor de accesorios para peluquerías, y de noche poeta y analista de la actualidad. Las radios y las revistas alternativas lo convocaban a sus programas noctámbulos con frecuencia. Alfredito no sólo seducía con sus poemas, sino que era un tipo atractivo para más de una mujer, y esto era conocido por nosotros que escuchábamos todos los rumores que circulaban por los corrillos de Cadaqués. Incluso, sabíamos del malestar que había provocado entre sus seguidoras el comienzo de su tumultuosa relación con Casandra Esquivel. La otra parte de la seducción de Alfredito, la que nos afectaba a nosotros, tenía que ver con sus análisis de madrugada en la terraza de Cadaqués, mientras bebíamos y contemplábamos la luna reflejada con un brillo hipnótico en las aguas oscuras del Paraná. Nunca voy a dejar de recordar, fue en aquella semana en que presentó Sangre glorifica, su obra cumbre para algunos poetas y críticos del ambiente. Expuso ante nosotros sus teorías acerca de cómo podía lograrse un mundo más equitativo, a través de la implementación de un sistema impositivo boomerang acompañado de la formación de numerosas cooperativas generadoras de trabajo genuino bajo la consigna: la tecnología para el que la trabaja. Nos dejó con la boca abierta a todos. Después de Rendueles, Alfredito pasó a ser nuestro gurú en materia de análisis socioeconómico. Una claridad incomparable. De hecho le sugerimos, le imploramos, que escribiera un libro con esas lúcidas teorías pero él, tras sorber el último trago de su copa, nos dijo: no puedo, soy un poeta.
Era una pena que no ahondara intelectualmente en esa profunda faceta. Sin embargo, cada presentación suya en algún evento de poesía nos tapaba la boca. Lo imponente que fue la presentación de Sangre glorifica, nos hacía pensar que Alfredito no era ningún idiota y que poseía una inigualable pericia para manejar su momento de gloria. Esa noche, Cadaqués transpiraba arte en cada rincón. Estaba todo el establishment poético de la ciudad y la región. También, había mesas ocupadas por gente que pertenecía a ámbitos marginales de la poesía, que escribían para revistas sociales, publicadas y distribuidas en barrios de la periferia. Esa vez, llegó un cronista con su fotógrafo, para tomar nota del acontecimiento y publicar acerca del fenómeno en el suplemento cultural de un diario de la capital uruguaya. Nuestro amigo sabía dominar ese momento, su momento. Una vez que habían entrado todos los asistentes, llegó de la mano de Casandra Esquivel, con el saco abierto, la camisa desprendida en su primer y segundo botón, con un cigarrillo entre los dedos de su mano libre en alto, saludando con una sonrisa natural a quienes los recibían con pletóricos aplausos. Eran la viva imagen de Claudia Sánchez y Nono Pugliese en aquellas publicidades de L&M. Alfredito era un poeta, como nos enrostró aquella noche de su análisis sociológico. Era un poeta. Lo sabía y lo hacía saber. Entró, como dije, acompañado por Casandra Esquivel, y brillaron. Casandra hizo una presentación magistral de ese volumen de poesía. Expuso de manera singular, con una elocuencia tal que si Shakespeare y Cervantes hubieran estado allí, se marchaban de inmediato, se paraban al borde del río, se ataban una soga al cuello con una roca de mil kilos y se arrojaban a las profundidades de las aguas marrones, de vergüenza. Pero, ni Shakespeare ni Cervantes estuvieron en Cadaqués esa noche. Sí estuvo presente la emoción, el fervor hacia la obra de Alfredito. Una emoción tan adherida a esas almas presentes que aunque no te llegara la poesía maltagliattiana, te contagiabas, como en esos templos evangélicos a la hora de cantar el aleluya. Tras la maravillosa reseña de Casandra Esquivel, llegaron unas breves palabras del responsable de la edición que, muy tímidamente y mientras bebía un sorbo de agua cada dos frases, respiraba hondamente y manifestaba que era un honor para él asumir el rol de editor de tan increíble figura, en clara referencia a nuestro Alfredito Maltagliatti. Tras lo cual fue el propio Alfredito quien leyó uno de los poemas impresos en el libro. En medio de un silencio devoto, con la vista fija en una de las páginas, recitó:
Tuve un sueño en medio de la anestesia,
el tren tuvo piedad conmigo,
me dejó vivo, para escribir un poema.
Aunque esa luz en el fondo del túnel,
me hace dudar de mis delirios.
Aplauso cerrado, por supuesto. Lágrimas en algunos rostros. El reacomodamiento del silencio, invitando a Alfredito a clausurar su lectura, para dar lugar al brindis. El editor pagaba la sidra asturiana que beberíamos en honor a Sangre glorifica. Alfredito recitó para éxtasis de la concurrencia:
La sangre corre torrentosa,
buscando oxígeno nuevo,
sin detenerse en tubos de ensayo,
no resiste análisis,
el accidente doméstico ocurrió de madrugada.
Fue apoteótico. Inolvidable. Alfredito era un poeta y se lo hacía ¡saber! a todo el mundo. Se lo hacía ¡creer! a todo el mundo. Por eso, no puedo admitir que el diario se permita estas dos palabras juntas: Maltagliatti prófugo. Cierro el diario, llamo al mozo y pido otro café.
Mientras miro hacia el ventanal, la gente que va y viene allá afuera, recuerdo una noche, sólo una en tantos años, en que los muchachos se retiraron temprano de Cadaqués. Me es difusa la causa en este territorio polvoriento de mi memoria. Lo cierto es que Alfredito y yo pedimos un par de botellas de vino y nos fuimos a la terraza a completar nuestro rito de los jueves. Alfredito me contó con detalles la relación con su padre y esa cruel enfermedad en medio de ellos, que impedía una armonía que permitiera pensar en una vida cotidiana aceptable para los tiempos que corren. Alfredito se levantaba, cuando podía dormir cinco horas seguidas, y lo primero que hacía era ir al dormitorio para ver cómo estaba su padre, que desde hacía algunos años destilaba dolores en todas las articulaciones de su esqueleto. Le preparaba el desayuno y se lo llevaba hasta su cama. Un día, el padre, don Severino Maltagliatti, lo tomó fuerte del brazo y le dijo: no aguanto más, hijo, tenés que matarme. Alfredito, por supuesto, simuló digerir el mal chiste. Estás loco, le respondió. No, le retrucó don Severino, no aguanto más, entre escritores no nos vamos a fallar. Alfredito lo miró. ¿Escritores? Preguntó. Yo también tengo un libro, está ahí en el tercer cajón, señaló don Severino con un dedo índice maltrecho su chifonier de algarrobo. Alfredito abrió ese cajón señalado dificultosamente por su padre y extrajo un ejemplar raído de tapas duras. La vida eterna palpita, decía el título. Lo abrió para hojearlo. Era una mezcla de poesía y prosa. Lo escribí muy joven, balbuceó don Severino. No me la hagás larga, Alfredito, tenés que ayudarme a morir. De ninguna manera, viejo ¡vas a salir! Le arrojó Alfredito, como si fuera una frase sanadora. Sabía que era una mentira. Alfredito sabía que su padre sufriría muchos años. Un cardiólogo amigo le había confirmado que su corazón era infinitamente más fuerte que sus huesos y eso sería suficiente para darle una larga vida de dolores y ruegos por partir. Yo mismo lo he acompañado en tardes de mates y discos. He sido testigo de ese padecimiento que ni Alfredito ni don Severino merecían. El mozo me trae el café con un humo que ascendería a los cielos si no fuera por el gótico techo del bar. Abro el diario nuevamente, porque no puedo creerlo. Narra el redactor que don Severino murió por asfixia provocada, y que no se sabe nada de Alfredito. Mientras revuelvo el azúcar en el café, con la cucharita golpeando cada tanto el pocillo, en un sonido que no es ni música ni advertencia, me pregunto: ¿Que Alfredito se haya esfumado le da carácter de prófugo? Me niego a creerlo.
Una vez que termino el café, dejo el diario y la propina en la mesa. Arrojo el barbijo, que ya no es obligatorio en la calle, en el cesto metálico de una columna. Camino esas dos cuadras y me detengo bajo el sol de esa vereda que pisamos tantas veces. Cadaqués ya no existe. En su lugar hay un atroz edificio que tapa la salida del sol. Qué daría por volver a recorrer sus dependencias de paredes azules, contemplar ese dibujo de Dalí que Rabassa se empeñaba en afirmar que era un original. Pero ya es imposible. Los años, como los más crueles tornados, volaron toda huella por los aires. Sólo queda algún rastro disperso en nuestra mente y en alguna calle de la ciudad.
Fue algunos años después de aquella noticia del diario que, caminando solo por el Parque Independencia, volví a ver a Casandra Esquivel. Esa tarde, en el Museo de la Ciudad, inauguraban un reloj antiguo rescatado de una demolición céntrica. Ya vieja, con el cabello desprolijo al viento de ese otoño incipiente, sin el esplendor de aquellas noches de Cadaqués, con una manta tendida en el piso que contenía pequeños libros de poesía, incluso un ejemplar de Sangre glorifica. No me reconoció. Yo también estoy viejo. Me senté unas horas en uno de los bancos del rosedal, hasta que el sol cayó y Casandra levantó su puesto para marcharse a paso lento, por Oroño, hacia el sur. Mientras se alejaba, me volvió aquel momento de meses atrás, cuando Alfredito decidió alcanzar la inmortalidad. Según dijeron los noticieros, se arrojó desde el mirador del Monumento a la Bandera, recitando su último poema:
Todo ha terminado
en este territorio minado.
Vanguardia es absorber el aire dando adioses de cabeza
sin tener que desplazarse por una ríspida escalera.
Dicen que un hombre de la calle declaró que escuchó el poema de labios ensangrentados de Maltagliatti en su último suspiro. Dicen que se lo repitió, palabra a palabra, a un cronista de televisión. Eso dicen. Vaya a saber alguien cuánto hay de verdad. A mí, verdaderamente, déjenme quedarme a vivir para siempre en aquellas irrepetibles madrugadas de Cadaqués.