martes, 18 de enero de 2022

JUAN RULFO por Carlos Monsiváis

 


Casi desde el primer momento, Rulfo es profeta en su tierra. Transcurrida la reacción «comprometida» («Es una viril denuncia de la situación campesina»), ocurre el acuerdo mayoritario: la novela y los cuentos de Rulfo son signos de los tiempos nuevos: la Novela de la Revolución Mexicana ha terminado, se extingue la narrativa rural. Al regir ya lo urbano en el panorama cultural, Rulfo, precisamente por su excelencia, atestigua la disolución de la parte más fiel y recóndita del México tradicional. ¿Quién supera esta profecía con efectos retroactivos, el relato de la agonía secular de pueblos y seres, del fin de los tiempos que cristaliza en el polvo de las persecuciones? ¿Quién reconstruirá mejor este infierno al pie de la letra, en donde conviene pensar cosas agradables «porque vamos a estar mucho tiempo enterrados»? En los años cincuenta, al aparecer El llano en llamas Pedro Páramo, se cataloga a Rulfo entre los novelistas de provincia. Con esto se subraya lo feroz y lo arcaico de esas regiones perdidas para el adelanto. Ya no es practicable la óptica del siglo XIX que idealiza el alejamiento de la civilización, ni tiene caso el determinismo narrativo que hace de la crueldad un excedente de la pobreza, y le asigna a la tragedia la garantía de la identidad nacional. Según Rulfo, otras, más comprensibles y menos entendibles, son las motivaciones de quienes ­en soledades deshechas y rehechas por el sol, la miseria, el atraso­ hacen de la venganza su educación solidaria, y del crimen la continuación del trato por otros medios.

Los personajes rulfianos continúan, extremándolos, a los descritos por los novelistas de la Revolución, y por lo mismo, las víctimas y los victimarios de Comala quizá fueron los soldados que lo asimilan todo a través del principio de autoridad, los partidarios devocionales de los caudillos, los que lanzaban indistintamente vivas a Zapata o a Pascual Orozco, para poseer y olvidar ideologías en un solo grito; las beatas que pasaban armas con disimulo mientras rezaban a Cristo Rey; los bandidos cuyo único vínculo con los idealistas era el mismo comportamiento. Entre otras cosas, a una tradición la integra la metamorfosis incesante de sus caracteres básicos, y en cierto sentido, algunos personajes de Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz, Gregorio López y Fuentes, Cipriano Campos Alatorre, o José Guadalupe de Anda, o los campesinos de las novelas rusas, reaparecen en los textos rulfianos, pero sólo para enseñarnos su trivialidad radical, su soliloquio amargo, su evocación continua del instante en que se les trituró para siempre. Desvanecido el trasfondo épico del pueblo en armas, los personajes adquieren dudas y complejidades, son lo mismo y son algo distinto por entero, ya no lo unidimensional, sino cuerpos frágiles y fragmentos de voces que resultan modos de ejercer la conciencia y la desesperanza.

II

 

Algunas notas sobre la obra de Juan Rulfo.

  1. A lo rulfiano, de modo irremediable, se le identifica con lo profundamente mexicano. No tengo una idea clara del significado de lo «profundamente mexicano», porque supongo que nadie puede ser superficialmente noruego o frívolamente jalisciense, pero, al margen de dudas sensatas o insensatas, los lectores suelen ver lo profundamente mexicano de Rulfo en el arraigo a la tierra que es la condena, y en la «declaración de bienes» temáticos: pueblos como especies en vías de extinción, cacicazgos que transforman a la sociedad en familias diezmables, aridez y sequía que condensan la psicología de los lugareños, fatalismo que es optimismo de ultratumba. En el siglo que inaugura la Revolución Mexicana, Rulfo es el narrador esencial, no el que describe a lo mexicano, sino el que va hacia el fondo de la escasez y del barroquismo del silencio. Y tan así que hoy hablamos del universo rulfiano, los personajes rulfianos, los nombres rulfianos. ¿Quién se atreverá ya a ser o a llamarse Eduviges Diada, Fulgor Sedano, Doloritas Preciado?

 

  1. En la obra de Rulfo la tragedia es el punto de partida de quienes viven entre huidas y asesinatos, entre traiciones y aislamientos. Alejado de tremendismo, Rulfo no conoce la estrategia del clímax. Lo suyo es el desfile de lo anticlimático y, por así decirlo, la normalización de la tragedia. En el universo rulfiano nada es marginal porque el único centro, el cacique, se desmorona como un montón de piedras, y los personajes viven alejados del Progreso, de las ilusiones, de la fascinación del abismo. En lo rulfiano, la tragedia y la afrenta son funciones de lo cotidiano, muy especialmente en El llano en llamas, menos alegórico que Pedro Páramo.

 

  1. Pedro Páramo ha sido adaptada al teatro y tres veces al cine, y los intentos son inútiles. Pedro Páramo es inmersión en la mitología y en la simbología, es un ir y venir del más acá al más allá, es un relato de fantasmas sin espantos, es un testimonio realista desdibujado por el entrecruce de tiempos, voces, resurrecciones y castigos. No obstante su complejidad, a Pedro Páramo se le valora por lo que trasciende las dificultades del dislocamiento temporal: la fuerza del relato de los orígenes. Todos vinimos a Comala porque nos dijeron que acá vivía nuestro padre, un tal Pedro Páramo, todos somos hijos de Pedro Páramo, todos nos añadimos a la peregrinación que nos aleja del llano del que no hemos salido. Esto para los lectores mexicanos; para los del exterior, según creo, lo más significativo es la mezcla del áspero clima narrativo y la inversión argumental.

 

  1. En Rulfo son fundamentales las tradiciones que ponen de relieve las atmósferas de violencia feudal del siglo XIX, las tramas donde lo verdaderamente humano es la acción misma de relatar. Rulfo pertenece a la lista de autores marcados idiomáticamente por la «invención de las tradiciones», la transfiguración de modos de vida y estilos populares. En la lista también figuran Ramón López Velarde, Francisco González León, Alfredo Placencia, Juan José Arreola y Jaime Sabines. Ellos recuperan e iluminan zonas del habla, excavan en el costumbrismo hasta dar con lo radicalmente creativo, no admiten que la acusación de «anacronismo» sepulte a una cultura.

  2. 5. Rulfo no patrocina a sus personajes, no los protege, no los exalta, salvo en dos casos: Susana San Juan, la dueña del espacio lírico, y Pedro Páramo, la voluntad del crimen y la arrogancia de la impunidad. Rulfo aprovecha a la literatura universal y a la novela de la Revolución Mexicana, pero su actualidad y su perfección radican en la manera en que un paisaje humano resulta exacto por no ser textual, y es clásico porque cada lector lo renueva con su asombro y su deleite.

 

III

 

Para Rulfo, la mayor hazaña moral de los hombres de esta provincia y este campo, es la creación de un habla llena de sugerencias, vivificadora de arcaísmos, enormemente expresiva, ordenadora de la psicología, parte incluso del mobiliario. Y el habla rulfiana es el hilo que va resumiendo, con la sabiduría de los refranes milenarios que recién se inventan, el cierre de las posibilidades agrarias, la miseria, el aislamiento geográfico, los caciques, el abandono del Centro, la ausencia de conocimientos técnicos, las supersticiones, el fanatismo, el encierro y la humillación de las mujeres. Es un habla normada por la desesperanza, porque quedarse allí, en el pueblo o en la región, no es sólo padecer la fatalidad, sino encarnarla, ser a la vez la víctima del determinismo y el destino ciego. El infierno no únicamente son los demás. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos vivos.

Las ruinas del llano y de Comala son a la vez literarias, históricas y culturales. Si Susana San Juan es el amor inalcanzable (la locura es la puerta de escape al recuerdo erótico y a la depredación de los caciques), y si la gran poesía narrativa es irreductible a las conclusiones, la violencia de esos pueblos y esas sierras, al ser desdichadamente real, evita una lectura (una síntesis imaginativa) solamente estética. Rulfo traza el desmoronamiento de una idea de la provincia con sus hombres ancestralmente buenos y candorosos. Desmitificar es, en cualquier nivel, volver inteligible la «pesadilla de la historia», es diseminar relatos donde la crueldad es ambición compartida: es liberar a la literatura de compromisos supuestamente morales («ser positiva») y de verdades «ortodoxas». Al ser, además, tan admirable su aportación técnica, pierde sentido escribir como si Rulfo no lo hubiera hecho, y esto desampara a los relatos lineales, las recreaciones ingenuas, los arranques chovinistas. Lo que todavía en los años cincuenta es el horizonte más prestigioso de nuestra narrativa, la Revolución Mexicana (el brillo de la matanza y de la representación anónima de las masas), desaparece o se modifica radicalmente ante las pasiones y ambiciones de un pueblo muerto, fuera del tiempo y del espacio, donde se miran como a través del espejo los paisajes, la Historia, la suerte de los personajes, y sólo permanecen la tierra, la canícula, la ilusión de que las penas al fin se llamen de otra manera.



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