Salmo 25
Cuentan que en la antigüedad
con la lavanda
se hacían emplastos
para curar las heridas de picaduras de serpiente;
en estos días
usamos su esencia
y de sus racimos brota un madrigal,
es decir,
una especie de arborescencia
que irradia edenes violáceos en la constricción,
que calma en el desconsuelo,
que ahuyenta cualquier rastro de perfidia;
las guardamos entre las bombachas
bálsamo y fulgor.
Salmo 14.
En el jardín de Nélida
la corona de Cristo
tenía una dimensión
de un orden fenomenal.
Tan linda y pegota.
Con el jugo lechoso de su vástago
se transformaba
sin pompa
en una joya de solapa.
Salmo 11.
Hace un momento sonó un crack en un jardín contiguo.
Este asunto de los arreglos florales
compuestos
estrictamente
con flores de baldío
ha quedado atrás.
Arranqué en la víspera
la flor del día:
una pálida azucena.
Única, en medio del jardín y ahora en el florero.
Fue un momento imprevisto,
la tarde declinaba, se iba yendo, yéndose nomás
sin avisar nada
con su falta de estridencia o repentinamente su inversa,
una estridencia inmoral, una fiebre,
el mero alumbramiento que da la quebrazón,
el final del día.
No hablo de cogollos,
hablo de arreglos y estados,
del estar siendo en una luz
que se apaga.
Mientras, relumbra solo un nombre,
probablemente árabe:
Azucena.
Azucena, la mujer de la plaza.
La dadora.
La enormísima madre
que cayó a las aguas de un río mar aquí cerca,
y cuando aquí cerca algo se quiebra o cae
suena como el sonido de una hoja en otoño,
hablo de ella, y de una distancia
a menos de treinta kilómetros en una tarde finita.
Azucena, Leonie, Alice
en un solo tallo,
pétalos ahora,
centellean en la memoria,
y el verano
se abre en son
de lo inexpugnable.