He observado a menudo, que el grueso de mis lectores se divide en dos grupos diferentes: 1) aquellos que manifiestan sentirse repelidos o disgustados por la liberal dosificación de sexo, y 2) aquellos que se deleitan al encontrar tal elemento constituyendo un abundante ingrediente. En el primer grupo se ubican muchos que hallan los estudios y ensayos no sólo recomendables sino grandiosos, y por lo tanto se explican con dificultad cómo el mismo individuo puede producir trabajos tan vastamente disímiles. En el segundo grupo, hay quienes declaran aburrirse con lo que llaman mi lado serio, y por consiguiente denuncian gozosamente toda evidencia de éste como sandez, pifiada o misticismo. Sólo pocas almas sagaces parecen tener capacidad para conciliar los supuestamente contradictorios aspectos de un ser que ha tratado de no bloquear parte alguna de sí mismo en su obra escrita.
Por otra parte, he descubierto que a pesar de cualquier reacción violenta o desagradable que pueda tener el lector ante la obra escrita, cuando nos encontramos cara a cara, usualmente termina aceptándome de todo corazón. De los muchos encuentros que he tenido con mis lectores, parecería que las antipatías son rápidamente disueltas por la presencia viva del autor. Repetidas experiencias de esta índole, me han llevado finalmente a creer que cuando sea capaz de hacer que la palabra escrita comunique la total esencia de verdad y sinceridad, allí cesará de existir cualquier discrepancia entre el hombre y el escritor, entre lo que soy y lo que digo y hago. En mi humilde opinión, esta es la meta más elevada que puede imponerse un autor. La misma mira —unificación— está implícita en todo esfuerzo religioso. Tal vez, sin saberlo, he sido siempre una persona religiosa.
Como tanto lo sexual y lo religioso son conflictuantes y opuestos, yo respondería así: cada elemento o aspecto de la vida, por más necesario, por más cuestionable (para nosotros), es susceptible de conversión, e indudablemente debe ser transformado hacia otros niveles, de acuerdo con nuestro desarrollo y entendimiento. El esfuerzo por eliminar los aspectos “repulsivos” de la existencia, que es una obsesión de los moralistas, resulta no sólo absurdo sino fútil. Uno puede tener éxito en la representación de pensamientos, deseos, impulsos y urgencias de carácter feo, “pecaminoso”, pero los resultados son claramente desastrosos. (Entre ser un santo y un criminal, los matices de elección resultan mínimos.) Vivir los propios deseos, y al hacerlo modificar sutilmente su naturaleza, es la mira de todo individuo que aspira a evolucionar. Pero el deseo es algo supremo e inextirpable, aún cuando, como lo expresan los budistas, se lo convierta en su opuesto. Para liberarse a sí mismo del deseo, uno debe desearlo.
Este tema me ha interesado siempre profundamente. De joven, y mucho después, fui víctima de impulsivas urgencias que estaban totalmente más allá de todo control. Por último, a continuación de un prolongado período de intensa actividad creativa, me he ofuscado más que nunca por la marisma de pensamientos con que se enloda el perenne tratamiento del tema.
Fue en 1935 cuando un amigo ocultista puso en mis manos el libro Seraphita. Y Seraphita perdura hoy como uno de los topes-cúspide en mis exploraciones por la región del pensamiento. Es más que un libro; es una experiencia que el autor hizo perpetuarse en palabras. De ese trabajo pasé a estudiar aquella memorable obra de Balzac: “Louis Lambert”, y luego a un examen de la vida de Balzac. Los resultados de estos estudios cristalizaron en un estudio que titulé: “Balzac y su doble” . Al escribirlo, quedó resuelto el conflicto que me había atormentado.
Pocos se dan cuenta cómo Balzac luchó arduamente con el problema del ángel en el hombre. Digo esto para confesar que, de un modo ligeramente distinto, este mismo problema ha sido una obsesión durante toda mi vida. En cierto sentido, creo que ésta ha sido la preocupación principal de todo individuo creador, casi exclusivamente suya. Admitido o no, el artista está obsedido por el pensamiento de recreación del mundo, a fin de restituirle al hombre su inocencia. Sabe, además, que el hombre podrá restaurar su inocencia sólo recobrando su libertad. Por libertad entiendo aquí la muerte del autómata.
En unó de sus ensayos, D. H. Lawrence señaló que habían dos grandes modos de vida: el religioso y el sexual. El primero, declaró, tenía prioridad sobre el segundo. Decía que el sexual era un camino menor. Siempre pensé que hay un único camino: el de la verdad, no la que lleva a la salvación, sino al esclarecimiento. Por mucho que una civilización difiera de otra, por mucho que las leyes, costumbres, creencias y cultos del hombre varíen de un período a otro, de un tipo o raza humana a otro; percibo en el proceder de los grandes líderes espirituales una singular concordancia, una ejemplificación de la verdad y el todo, captable incluso por un niño.
¿Resulta extraño que el autor de “Trópico de Cáncer” sostenga estos puntos de vista? ¡No si uno explora debajo de la superficie! Abundantemente entreverado con lo sexual como estuvo ese trabajo, la preocupación del autor no se vincula al sexo, ni a la religión, sino al problema de la auto-liberación. En “Trópico de Capricornio” el uso de lo obsceno es más estudiado y deliberado, quizá debido a una elevada conciencia de las exigentes demandas del médium. El interludio titulado “El país del coito” es para mí un jalón de alto nivel en la fusión del símbolo, el mito y la metáfora. Empleado como rompeolas, sirve a un doble propósito. (Así como el clown actúa en el circo no sólo para relajar la tensión, sino para preparar el terreno a una tensión mayor.) Aunque en el acto de escritura hubo una confusa concepción de su significado, respecto a su propósito hubo una certidumbre absoluta. Fue una realización equivalente a saltar fuera de la propia piel. En años venideros, esta “extravaganza” puede ofrecer una pista insospechada hacia la naturaleza del conflicto íntimo del autor. No hace falta disfrazar este hecho: lo esencial del conflicto pertenece a un fenómeno de polaridad rara vez entendido. Entre palabra y respuesta hoy sólo existe la tenue fluctuación de una corriente. Atribuir el dilema, como muchos pensadores hacen, a las perturbaciones sociales, políticas y, económicas, es confundir el tema.
La razón real yace más profundamente. Un nuevo mundo se está elaborando, un tipo nuevo de hombre está en su capullo. Las masas, destinadas ahora a sufrir con mayor crueldad que antes, permanecen paralizadas por el miedo y la aprensión. Han reculado, como ostras golpeadas, hacia sus tumbas auto-fabricadas; han perdido todo contacto con la realidad excepto en el punto concerniente a las necesidades del cuerpo. Un cuerpo, por supuesto, que hace mucho tiempo dejó de ser el templo del espíritu. Así es que el hombre muere en relación al mundo —y al Creador—. En el curso de la desintegración, un proceso que puede durar siglos, la vida pierde todo significado. Una actividad aterradora, manifestada con igual ferocidad en los propósitos de los doctos, los pensadores, los hombres de ciencia; como en los militaristas, los políticos y los saqueadores, oculta la menguante presencia de la llama viviente. Esta anormal actividad es propiamente la señal de la muerte que se aproxima.
Cuando tomé la pluma por primera vez, sabía o entendía muy poco de todo esto. Antes de poder efectuar el comienzo adecuado, tuve que pasar por mi “pequeña muerte”. El falso comienzo, que duró diez años, me permitió morir ante el mundo. En París, como todos lo saben ahora, me encontré a mí mismo.
Durante aquel primer año o dos, en París, permanecí literalmente aniquilado. Nada quedaba del escritor que había esperado ser, sólo el escritor que debía ser. (Al encontrar mi camino encontré mi voz.) “Trópico de Cáncer” es un testamento empapado en sangre que revela lo asolado de mi lucha en el seno de la muerte. El fuerte olor a sexo que ésta despide es realmente el aroma del nacimiento; resulta desagradable y repulsivo sólo a aquellos que fracasan en reconocer su significado.
“Trópico de Capricornio” representa la transición hacia una fase de mayor conocimiento: de la conciencia del yo a la conciencia del propósito. De allí en adelante, las metamorfosis acaecidas expresan más a través de la conducta que a través de la palabra escrita. Se inicia una lucha entre el escritor que está resuelto a concluir su tarea, y el hombre que sabe en profundidad que el deseo de expresarse uno mismo no debe limitarse nunca a un único vehículo, el arte digamos, sino a toda faceta de la vida. Una batalla, más o menos consciente, entre el deber y el deseo. Esa parte del hombre que pertenece al mundo y trata de cumplir su deber; y esa otra que pertenece a Dios y se esfuerza por cumplir las demandas del destino, que son irrenunciables. La dificultad: adaptarse al plano desolado donde sólo los propios poderes servirán de sostén. A partir de allí, el problema es escribir retrospectivamente y proceder hacia adelante. Resbalar es sumergirse en un abismo del que no hay rescate posible. El combate es en todos los frentes, y es incesante, cruel.
Como todos los hombres, soy mi peor enemigo. A diferencia de muchos hombres, sé también que soy mi propio salvador. Sé que libertad significa responsabilidad. Incluso sé cuán fácilmente puede convertirse el deseo en acto. Hasta cuando cierro mis ojos debo tener cuidado cómo sueño y en qué, pues ahora sólo un delgado velo separa el sueño de la realidad.
Parece no tener importancia si el sexo juega en la vida de uno un rol grande o pequeño. Algunas de las grandes realizaciones que conocemos han sido llevadas a cabo por individuos que tenían poca o ninguna vida sexual. Por otra parte, conocemos de las vidas de ciertos hombres —hombres de primera línea— que sus imponentes obras nunca se hubieran producido de no haber estado ellos sumergidos en el sexo. En el caso de algunos de éstos, tales períodos de excepcional creatividad, coincidieron con una extravagante indulgencia sexual. Ni la abstinencia ni la indulgencia explican algo. En el reino del sexo, como en otros reinos, se habla de una norma; pero lo normal recauda nada más que lo que es cierto, estadísticamente, para la gran masa de hombres y mujeres. Lo que sea normal, sano, saludable para la vasta mayoría, no nos permite un criterio de comportamiento cuando nos referimos a individuos excepcionales. El hombre de genio, ya sea a través de su obra o su ejemplo personal, parece hacer resplandecer siempre esta verdad: cada cual es una ley en sí mismo, y el camino hacia la realización se efectúa a través del reconocimiento y percepción del hecho que cada cual es una cosa única.
Nuestras leyes y costumbres se refieren a la vida social, nuestra vida en común, lo que viene a ser el lado menor de la existencia. La vida real comienza cuando estamos a solas, cara a cara con nuestro desconocido yo. Lo que ocurre cuando emergemos juntos es determinado por nuestro soliloquio interno. Los acontecimientos cruciales y verdaderamente cardinales que marcan nuestro camino, son el fruto del silencio y la soledad. Se le atribuye mucho a los encuentros casuales, nos referimos a ellos como hechos que modifican nuestra vida; pero estos encuentros nunca se hubieran producido de no haber estado nosotros preparados para ellos. Si poseyéramos mayor conciencia, estos encuentros podrían rendir mayores recompensas aún. Sólo en ciertas épocas impredecibles estamos sintonizados plenamente, esperando plenamente, y así en condiciones de recibir los favores de la llamada fortuna. El hombre que está íntegramente despierto sabe que cada “suceso” está colmado de significado. Sabe que no sólo su propia vida se altera, sino que eventualmente todo el mundo puede ser afectado.
Como sabemos, la parte que el sexo juega en la vida del hombre varía enormemente según el individuo. No es imposible que haya un modelo que incluya las más amplias variaciones. Cuando pienso en lo sexual, pienso en ello como en un dominio explorado parcialmente; la mayor parte, para mí al menos, permanece misteriosa y desconocida, probablemete ignorada para siempre. Lo mismo rige para otros aspectos de la fuerza vital. Podremos saber poco o mucho, pero cuanto más empujamos, mayor el retroceso del horizonte. Estamos atrapados en un mar de fuerzas que parecen desafiar nuestra diminuta inteligencia. Hasta que aceptemos que la vida en sí está fundada en un misterio, nada aprenderemos.
El sexo, entonces, como todas las cosas, es un amplio misterio. Esto es lo que estoy tratando de decir. No pretendo ser un gran explorador en este campo. Mis propias aventuras nada son en comparación a Tas de un Don Juan ordinario. Para un hombre de las grandes ciudades creo que mis exploraciones son modestas y enteramente normales. Como artista, mis aventuras en nada indican singularidad o algo notable. Sin embargo, mis investigaciones me han permitido hacer algunos descubrimientos que algún día podrán dar fruto. Digamos que: he marcado en el mapa ciertas islas que podrán servir de escala cuando se abran las grandes rutas.
Hubo un período en París, justamente después de sufrir una transformación, en que fui capaz de visualizar con alucinante claridad el contenido íntegro de mi pasado. Parecía poseído por el poder de reproducir cada cosa elegida. Aún sin desearlo, los sucesos y encuentros acaecidos mucho tiempo atrás coronaban mi conciencia con tal fuerza, tal vivacidad, que se me hacían casi insoportables. Todas las cosas que me habían ocurrido adquirían significado, esto es lo que más recuerdo de esa experiencia. Cada relación o encuentro casual probaba ser un acontecimiento; cada vinculación se producía en el lugar adecuado. Repentinamente, me sentí capaz de mirar hacia atrás sobre la íntegra horda de hombres, mujeres y niños que había conocido —incluso animales— y ver la cosa como un todo, verla tan claro y proféticamente como se ven las constelaciones en una noche clara de invierno. Podía detectar las órbitas que mis amigos y conocidos planetarios habían recorrido, y podía detectar también entre esos mareantes movimientos, el curso errático que yo mismo había recorrido —como nebulosa, sol, luna, satélite, meteoro, cometa... y polvo de estrella—. Observaba los períodos de oposición y conjunción tan bien como los de eclipse parcial y total. Vi que había una profunda y perdurable conexión entre mi persona y todos los demás seres humanos con los que había tenido la suerte —¡y el privilegio!— de entrar en contacto en una y otra época. Lo más importante es que vi dentro del marco de lo actual el ser potencial que soy. En aquellos lúcidos momentos me vi como uno de los más solitarios y al mismo tiempo como uno de los hombres más sociables. Era como si, por un breve intervalo, la cortina hubiese caído; la pelea cesaba. En el gran anfiteatro que suponía vacío y sin sentido, se desenvolvía ante mis ojos la tumultuosa creación de la cual yo era, afortunadamente y aún ahora, una parte.
Me parece que el sexo era mejor entendido, mejor expresado, en el mundo pagano, en el mundo de los primitivos, y en el mundo religioso. En el primero se exaltaba sobre el plano estético, en el segundo sobre el plano mágico, y en el tercero sobre el plano espiritual. En nuestro mundo, donde sólo rige el nivel bestial, el sexo funciona en un vacío.
Nos estamos volviendo más y más neutros, más y más asexuales. La incesante variedad de crímenes pervertidos provee un elocuente testimonio al hecho. El asesino, como espécimen patológico, es un alarmante ramal de la progenie degenerada que socava constantemente el género social. Frustrado emocionalmente, sólo puede hacer contacto con su prójimo derramando su sangre.
Hay entre nosotros toda clase de asesinos. El tipo que encuentra su camino hacia la silla eléctrica no es sino la vanguardia de una terrorífica multitud que va siempre en aumento. En cierto sentido, todos somos asesinos. Nuestro entero modo de vida se basa en la carnicería mutua. Nunca ha habido un mundo tan ávido de seguridad, y nunca la vida ha sido tan insegura. Para protegernos, inventamos los más fantásticos instrumentos de destrucción, que acaban convirtiéndose en bumerangs. Nadie parece creer en el poder del amor, el único poder seguro. Nadie cree en su vecino, o en sí mismo, y no mencionemos un ser supremo. Miedo, envidia, recelo, sobran en todas partes. ¡Ergo, expriman sus cerebros mientras queda tiempo!
Para algunos, el sexo lleva a la santidad; para otros es la ruta al infierno. A este respecto es como todas las cosas en la vida —una persona, una cosa, un suceso, una relación—. Todo depende del propio punto de vista. Para hacer la vida más hermosa, más maravillosa, más profunda y satisfactoria, debemos observar con visión fresca y clara todo elemento contribuyente de vida. Si hay algo equivocado en nuestra actitud hacia el sexo, entonces hay algo equivocado en nuestra actitud hacia el pan, el dinero, el trabajo, el juego, hacia todo. ¿Cómo puede uno usufructuar una buena vida sexual si mantiene hacia los otros aspectos de la vida una actitud distorsionada y enfermiza?
Resulta difícil, casi absurdo, decirle a los baldados emocionales que la auto-expresión es lo más importante. No lo que se expresa y cómo, sino sólo expresarse uno mismo. Uno se siente como urgiéndolos a probar algo, como promoviendo la autoliberación. Nada hay en ello, se ha dicho una y otra vez, que esté errado o sea maligno. Lo errado es el miedo a equivocarse, el miedo de cometer este o aquel acto. “El miedo no es para sembrar, a causa de los pájaros.”
Hoy parecemos animados casi exclusivamente por el miedo. Tememos inclusive lo que es bueno, lo que es sano, lo que es alegre. ¿Y qué es el héroe? En principio, uno que ha conquistado sus miedos. Uno puede ser héroe en cualquier terreno; nunca dejamos de reconocerlo cuando aparece. Su virtud singular es que se ha convertido en “uno” con la vida, en “uno” consigo mismo. Habiendo cesado de dudar e inquirir, apresura el fluir y el ritmo de la vida. El cobarde, por el contrario, trata de obstruir el fluir de la vida. Pero nada obstruye, excepto llegar a ser él mismo. La vida avanza, así actuamos como cobardes o como héroes. La vida no nos impone otra disciplina que la de aceptarla sin cuestionarla. Cada cosa a la que cerramos los ojos, cada cosa de la que huimos, cada cosa que negamos, denigramos o despreciamos, sirve al final para derrotarnos. Lo que parece sucio, doloroso, maligno, puede transformarse en una fuente de belleza, alegría y plenitud, si se lo enfrenta con mente amplia. Cada momento es precioso para aquel que tiene la capacidad de reconocerlo como tal. La vida es ahora, cada momento, no importa que el mundo esté lleno de muerte. La muerte sólo triunfa al servicio de la vida.