Entre los años 2000 y 2003 el Ministerio de Cultura de Cuba organizaba unas actividades increíblemente hermosas en las que nos juntábamos artistas de distintas ramas para intercambiar obras y experiencias. De este modo yo, escritor y repentista, tuve la suerte de compartir con grandes figuras del cine y la televisión cubanas, como Consuelito Vidal, Enrique Almirante, Enrique Colina, Susana Pérez, Mario Limonta, Aurora Basnuevo o Rogelio Blaín; o con grandes de la música como Juan Formell, Amaury Pérez o Compay Segundo; o con grandes de la literatura como Roberto Fernández Retamar, Miguel Barnet, Reynaldo Gonzalez, Carilda Oliver, Cintio Vitier y Fina García Marruz (inseparables). Así recuerdo una intensa jornada en la Bodeguera del Medio, de La Habana Vieja, o una gira de varios días por Cienfuegos, Villa Clara y Sancti Spíritus. En esa época yo había vuelto a vivir en La Habana después de muchos años en Almería, España, y me acompañaba en todo Natalia, mi esposa entonces, la madre de mi hijo más pequeño (el Chamaquili original de mis poemas). Natalia es almeriense, pero se aplatanó y cubanizó (mas bien, se “habanerizó”) enseguida, haciendo muchísimos amigos aquí, atraídos todos por su inteligencia y su gracia andaluza. Andábamos por el centro de la isla rodeados de “famosos”, sobre todo, los actores, que eran muy populares por el éxito de la telenovela de turno (no recuerdo cuál). Sin embargo, entre todos aquellos figurones con quienes más amistad hicimos fue con Cintio Vitier y Fina García Marruz, hasta tal punto que todos los días bajábamos a desayunar juntos en el restaurante del hotel en el que estábamos. Era para nosotros emocionante compartir mesa y charla con aquellos dos grandes poetas y sabios seres humanos. Natalia y yo éramos jóvenes (treintañeros) y Fina y Cintio eran dos abuelos enciclopédicos, en toda la extensión del adjetivo. Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que compartimos mesa y desayuno. Ellos me conocían ya, de la televisión, de las tribunas abiertas y mi famosa seguidilla, tan popular entonces. Cintio además conocía mi faceta literaria, porque meses antes habíamos compartido lectura en el Instituto Cubano del Libro. Y a Natalia la presenté con el mínimo protocolo que la admiración exigía: “miren, maestros, es Natalia, mi esposa”. Y nos sentamos a desayunar. Fue entonces cuando Natalia (o yo, no recuerdo cuál), dijo que vivíamos en Almería. O que ella era de Almería. Y los ojos de Fina y Cintio se iluminaron y dijeron casi al unísono: ¡Almería!, con un tono tierno en las voces. Y se miraron. Natalia y yo nos sorprendimos. No entendíamos la emoción que provocaba en ellos la palabra “Almería”. Y entonces nos contaron una de las historias más emocionantes y tiernas que recuerdo en mi vida. Dijo Fina que Cintio y ella, por si no lo sabíamos, habían sido novios desde niños. Dijo Cintio que desde muy pequeños jugaban a ser novios, y de hecho lo fueron porque el amor es un juego muy serio. Dijo Fina que muchas veces se escondían a jugar detrás del piano de la casa de sus padres (¿los de él, los de ella?, qué más da: era una época en que las buenas familias de El Vedado todas tenían un piano en la sala). Dijo Cintio que escondidos tras el piano escucharon por primera vez la palabra “Almería”. Dijo Fina que aquella palabra mágica fue dicha por un amigo de sus padres, poeta él, quien contaba en voz alta sobre un lugar increíble lleno de montañas, y con un desierto y con grandes playas, y con una Luz inigualable. Dijo Cintio que ellos, tomados de la mano tras el piano, se miraron a los ojos y se prometieron que cuando fueran grandes se iban a casar y viajarían de luna de miel a aquel lugar maravilloso, Almería, al que el amigo de sus padres le había dedicado incluso poemas. Dijo Fina que Cintio y ella crecieron, confirmaron y oficializaron su noviazgo, y se casaron y tuvieron hijos, pero que nunca viajaron a Almería, que incluso no volvieron a escuchar esa palabra, topónimo andaluz, poético y distante. Pero dijo Cintio que jamás olvidaron la promesa. Y dijo Fina que el amigo que hablaba de Almería se llamaba Federico. Y dijo Cintio que se apellidaba García Lorca. Dijo Natalia entonces, emocionada: ¡Federico García Lorca! Y Fina y Cintio sonrieron como cuando eran niños y repitieron solamente: “¡Almería!” Y Natalia y yo no olvidamos jamás esa mañana de haces ahora veinte años. Y desayunamos. Y nos hicimos una foto. Y yo escribí este poema. Mi humilde homenaje.
DESAYUNANDO CON FINA GARCÍA MARRUZ Y CINTIO VITIER EN UN HOTEL DE SANTI SPIRITUS
Fina y Cintio no eran todavía Fina y Cintio
y ya eran Fina y Cintio sin saberlo
escondidos tras el piano de su casa
para escuchar cómo un tal Federico
amigo de sus padres
hablaba entusiasmado de un lugar lejanísimo llamado Almería.
Fina y Cintio no eran todavía Fina y Cintio
cuando tomados de la mano
decidieron convertirse en Fina y Cintio
casarse y viajar juntos a Almería
so pretexto de volver a La Habana
con la maleta llena de poemas.
Fina y Cintio no eran todavía Fina y Cintio
cuando escondidos tras el piano
juraron envejecer amándose
y el piano los oyó y les dio dos hijos.
Fina y Cintio no eran todavía Fina y Cintio
cuando empezamos a desayunar
graciosos niños con el pelo blanco
graciosa parejita tomada del brazo
incapaces de abandonar el escondite tras el piano.