viernes, 24 de junio de 2022

GRAMSCI: POLITICA Y CULTURA por JUAN CARLOS PORTANTIERO

 


Las perspectivas que la obra de Antonio Gramsci abre para la investigación y el desarrollo del pensamiento marxista, son enormes. Sus aportes abarcan desde la política hasta la estética, pasando por la economía y la filosofía. Pero hay, sobre todo, un sector en el cual las preocupaciones gramscianas descollaron al máximo: se trata de la relación entre las ideologías y la realidad; del examen de la acción recíproca que vincula a las estructuras con las superestructuras. Para adaptarnos a una terminología más moderna y en uso, podría decirse que los hallazgos más notables dentro del marco de las reflexiones gramscianas se ubican dentro de la llamada sociología del conocimiento

En todos los países en los que el pensamiento de Antonio Gramsci comenzó a ser asimilado por los grupos intelectuales, el marxismo creador encontró, con él, nuevos cauces nutricios. El impacto de la traducción, al castellano de tres de sus libros fundamentales —“II materialismo storico e la filosofía di Benedetto Croce”, “Gli intellettuali e l’organizzazione della cultura”, “Letteratura e vita nazionale”— ha empezado ya a hacerse sentir entre nosotros. Faltan, sin embargo, algunos textos fundamentales: especialmente “Note Sul Machiavelli, sulla política e sullo Stato moderno” (cuya edición se anuncia como muy próxima y “Passato e presente”, en el que se recogen textos de gran importancia para el estudio y ubicación de fenómenos socio-culturales de gran peso en la vida contemporánea.

Conocida es la forma de trabajo de Antonio Gramsci, a la que fuera obligado por las duras circunstancias de la prisión mussoliniana en la que debió pasar once años de su vida, abandonándola solo para morir, el 27 de abril de 1937. Gramsci no dejó ningún libro orgánico, sino 32 cuadernos de apretada escritura, en los que anotaba reflexiones sobre obras y artículos o en los que desarrollaba algunos temas, con todas las limitaciones imaginables (ausencia de fuentes bibliográficas, por ejemplo), dadas las condiciones a las que estaba sometido. Gramsci pensaba proseguir y completar su tarea cuando abandonara la cárcel. Este carácter inevitablemente fragmentario, le otorga a su obra ciertas dificultades para el acceso directo del lector a ella. Hay, sin embargo, líneas de pensamiento esencial que retornan permanentemente como motivo conductor de toda ella. Indagar en el núcleo fundamental de las meditaciones de quien, a mi entender, después de Lenin, desarrolló en este siglo la obra teórica más rica y densa de estímulos para la investigación, obligaría a una cantidad de precisiones cuya dimensión excedería los marcos de esta nota. De todos modos, esta suerte de “introducción” a Gramsci, al menos en el examen de sus puntos de vista acerca de las relaciones entre política y cultura, es una tarea que no puede postergarse, a fin a tornar más fructífera la influencia de sus ideas en el panorama de la batalla. La obra de Gramsci significa, dentro de la contribución del marxismo a la sociología del conocimiento, el intento más sistemático y específico para el desarrollo de una lucha decisiva contra la impregnación positivista en el materialismo dialéctico. Está claro que el pensador italiano no hizo más que prolongar, en el examen concreto de situaciones históricas, las precisiones metodológicas ya señaladas por Marx y retomadas luego por Lenin. En tal sentido, la problemática gramsciana se vincula rectamente con el pensamiento de Marx, principalmente el relacionado con la superación crítica del hegelianismo, y ésto por razones del objetivo de sus investigaciones, y con el ¿Qué hacer? o ¿Quiénes son los amigos del pueblo?, de Lenin. Las demoledoras críticas que Gramsci lleva contra el entonces muy popular Manual de Bujarin —en tantos aspectos coincidentes con las objeciones que contemporáneamente formulara Luckac— son un buen ejemplo de esa voluntad, mantenida permanentemente en Gramsci, por independendizar la filosofía de la praxis del quieto determinismo economicista.

Esta preocupación, sin embargo —y de ningún modo paradojalmente— no hace más que acentuar el carácter político de las reflexiones culturales de Antonio Gramsci, carácter que lo identificará, a través de su teoría de la hegemonía y sus meditaciones acerca del rol del partido obrero (que él llamará el “nuevo Príncipe”, parafraseando a Maquiavelo, primer teórico de la política burguesa), con las líneas fundamentales de la concepción leninista.

Es una idea fundamental de Lenin, la de “formación económico social”, la que orienta, precisamente, el núcleo del pensamiento de Gramsci sobre las relaciones entre las ideologías y la realidad material. Dicho concepto de “formación económica social” —que en las notas de Gramsci acostumbrará llevar el nombre de “bloque histórico”— permite superar al falso concepto causalista y determinista por el cual se daría en la realidad una estructura estática, engendradora de ideologías que serían su mera justificación, concepto propio de un “marxismo” economista contra el que se debió levantar el propio Engels, tras la muerte de Marx, en sus famosas cartas a Starkenburg y Bloch.

Enfocadas en su acción dialéctica, las ideologías integran, no como subsidiarias mecánicas de la economía, sino como integrantes de un bloque indivisible, la realidad histórica; componen una determinada “formación económico social”. Esta valoración del papel de las ideologías, le valió a Gramsci alguna torpísima acusación de “idealista”.

Gramsci, sin embargo, en su justipreciación de la importancia de la lucha ideológica, no hacía más que seguir la exacta definición de Marx: “las ideologías devienen fuerza material, cuando penetran en las masas”.

La lucha cultural, pues, es lucha política; lucha de una clase por imponer su hegemonía sobre las otras, en todos los aspectos de la vida social.

Al fin y al cabo, ¿qué es la cultura? El sentido enciclopedista e iluminista le había proporcionado a la idea de cultura, equivalencias perogrullescas con la de “saber de las capas cultas”. Recién el romanticismo empezaría a contemplarla como producto de la total actividad histórica del pueblo - nación, aún cuando este rescate conceptual se operara a través de mistificaciones irracionalistas. En las primeras notas de “El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce”, Gramsci clarifica ya su concepto de la cultura, el cual presidirá luego todas sus indagaciones: “crear una nueva cultura —expresa— no significa sólo hacer individualmente descubrimientos “originales”; significa también y especialmente, difundir verdades ya descubiertas, “socializarlas” por así decir, convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y en forma unitaria la realidad presente, es un hecho filosófico mucho más importante y original que el hallazgo, por parte de un genio filosófico de una nueva verdad que sea patrimonio de pequeños grupos de intelectuales

Para que “una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y en forma unitaria la realidad presente”, es necesario que una clase social, desde el poder y aún antes de su conquista, desarrolle, a través de sus intelectuales orgánicos, el consenso; articule los elementos fundamentales de la legitimación social, insertos en el “sentido común”.

La lucha cultural es, entonces, lucha política (lucha por el poder, lucha por la hegemonía sobre la sociedad), en la misma medida en que el Estado no es sólo “sociedad política o dictadura o aparato coercitivo para conformar la masa del pueblo”, sino “equivalencia entre la sociedad política y la sociedad civil, hegemonía de un grupo social sobre toda la sociedad nacional, ejercida a través de las llamadas organizaciones privadas como las iglesias, los sindicatos, las escuelas, etc.” De ahí que cada revolución posea siempre su momento cultural, como requisito indispensable para homogeneizar en el pueblo el nuevo “sentido común”, que reemplazará a las cristalizaciones espontaneístas, dejadas como herencia en el pueblo por las antiguas clases dominantes.

Si la lucha política “pura” es lucha por la conquista de la “sociedad política” (el Estado en su limitado aspecto-coercitivo), la lucha cultural —parte integrante de ese todo que es la lucha por la hegemonía— busca el dominio sobre la “sociedad civil”, a fin de asegurar “la hegemonía política y cultural de un grupo social sobre la entera sociedad, como contenido ético del Estado

Sobre el fondo de esta concepción surge en Gramsci la definición del papel histórico de los intelectuales. Cada clase social crea su propio grupo de intelectuales orgánicos, encargados de “socializar” sus verdades, de transformarlas en “sentido común” a través del dominio sobre la “sociedad civil”. El “sentido común”, que establece “el contenido ético del Estado”, que permite lograr la adhesión espontánea de las masas, integrándolas a la estructura del sistema, se forma a través de los medios típicos de la sociedad civil o privada —que en la ficción liberal figura como independiente de los órganos del poder político—; la escuela, las iglesias, el periodismo, etc. Y son los intelectuales quienes paulatinamente impondrán este consenso, esta forma de hegemonía espiritual. El papel histórico de los intelectuales se comprende en tanto se sabe que “una masa humana no se distingue y torna independiente per se, sin organizarse (en sentido lato), y no hay organización sin intelectuales o sea, sin organizadores y dirigentes, es decir, sin que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se distinga concretamente en una capa de personas especializadas en la elaboración conceptual y filosófica”.

La concepción gramsciana acerca de los intelectuales se halla en directa relación con los planteos desarrollados en “ ¿Qué hacer?”, por Lenin, en relación con las funciones del partido obrero, como introductor de la conciencia socialista en el seno de la clase. Lenin decía que, librados a su espontaneidad (es decir, al viejo “sentido común”) los obreros no habrían de llegar más que al “tradeunionismo”, vale decir, a la toma de conciencia de su condición de clase sólo en el nivel económico. Para su transformación en clase revolucionaria en todos los niveles, so hace necesario que el grupo de intelectuales orgánicos que surgen con la clase obrera, elaboren —a través del partido político, porque “la relación entre filosofía superior y sentido común está asegurada por la política”— los elemento de autoconciencia histórica. El partido obrero es así, para Gramsci, “un intelectual colectivo”.

Por medio de estas anotaciones —escasas para un tema tan vasto— habrá podido advertirse el sentido último de la fusión establecida por Gramsci entre política y cultura. La lucha cultural es un momento de la lucha política general por la hegemonía; su objetivo no es —en el caso, v.g., del arte— “crear nuevos artistas individuales”, sino “luchar por una nueva vida moral que debe estar ligada a una nueva intuición de la vida hasta que ella se transforme en un nuevo modo de sentir y de ver la realidad y, por consiguiente, en un mundo connaturalizado con los artistas posibles y las obras de arte posibles”. En una palabra: la lucha cultural forma parte de la lucha total por la hegemonía que una clase libra en un doble plano: el de la “sociedad política”’y el de la “sociedad civil” que creará, según las precisas expresiones recién citadas, “un nuevo modo de sentir y ver la realidad”.

Estos elementos aquí anticipados no pueden agotar el tema; apenas si lo abordan. Quedan al margen del gran esquema trazado —esquema para una sociología del conocimiento, viciado, como buen esquema, por abstracciones y generalizaciones— todos los elementos concretos que cada situación en examen pueda aportar. Esta interpretación del hecho cultural en su relación con la política no supone, en el caso del arte, la elaboración automática, sobre esas bases, de una estética o una crítica de arte sociologista. Todo lo contrario: lo único que indica es una clave histórico-concreta para entender la lucha cultural. Pero la crítica interna de un producto estético es otra cosa muy distinta. Jamás confundió Gramsci ambos términos. Política y cultura fueron, para el gran pensador italiano, dos rostros de una misma voluntad: la de la liberación integral del hombre. Sus reflexiones ayudan a otorgarle conciencia a esta necesidad.



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