martes, 9 de agosto de 2022

TEROS Y ALJIBES. Un relato de ADRIANA MARQUEZ

 


Mi bisabuela paterna, Inocencia, vivió 102 años. Estuvo en su casa hasta ser viejita, algo encorvada y aún fuerte, sola. Recuerdo las visitas a su casa sombría, con una habitación siempre cerrada con llave, una pequeña cocina y caramelera de vidrio arriba de la heladera. Un galponcito al lado. Apenas salíamos de la cocina había un aljibe. Con un sistema de roldana ella bajaba un balde de aluminio (o un material parecido, mi recuerdo no es preciso) y lo subía con el agua que tomaba, que tomábamos, que usaba para cocinar, que casi todo. Era un agua fría, límpida, distinta. Venía de un lugar desconocido. Era una magia casera, asumida.

Pero lo que más me intrigaba del patio no era la variedad de verduras y frutas. Eran los teros. Recuerdo dos, tal vez había alguno más. Un caminito de tierra salía de la casa y nos permitía entrar en ese patio. Y apenas pisar el caminito chillaban los teros. Enhiestos, parados en guardia, siempre en guardia. Todo era acecho para ellos. Se movían de un lado a otro, por momentos se nos acercaban pero en general nos evitaban. Se alejaban y movían la cabeza como si tuvieran un tic. El penacho en la cabeza oscilaba al ritmo de sus movimientos. No paraban un segundo.

No conocía a nadie que tuviera teros en su casa. Para mí eso era de una rareza absoluta, como si mi bisabuela tuviera pingüinos o suricatas. Para el resto parecían ser tan naturales como los zapallos y tomates que crecían ahí, junto a los chillidos y, ya adultos, ya sin la bisa ni la abuela, nunca preguntamos sobre los teros, yo misma los olvidé hasta hace poco. Qué extraños son los recuerdos. Qué salvajemente se nos imponen: aparecen y ya. Así será la mente, supongo: un terreno salvaje con alguna que otra certeza. Y cuando lo salvaje se vuelve más salvaje, cuando las malezas crecen desmedidas o el animal interno que somos chilla desesperado, sacamos agua fría del centro de algo, de nuestro centro, de algún lado agua que despeje, que amanse lo salvaje, que domestique a la bestia que somos, al tero silencioso que somos hasta que chillamos, chillamos, nos volvemos un ser en alerta continua.

Cada uno tiene su pozo y ahí va por agua. Por algo profundo que venga del centro de la tierra, de sí mismo, de un lugar desconocido. Cada uno tiene su magia y su roldana. Y la bestia se aquieta. Y los teros hacen un silencio que no les conocí pero debió ser. El silencio, agua límpida de pozo. Cada uno conocerá el suyo; cada uno, desesperado o manso, habrá bajado su balde. Habrá forzado más o menos la cuerda, habrá movido más o menos rápido su roldana. Pero cada ser va a su pozo, cada tanto, como iba a su aljibe la bisa Inocencia.




Adriana Márquez nació en Trenque Lauquen en 1972. Reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Letras por la UBA. Se desempeña como docente de Semiología en la UBA y dicta talleres de escritura creativa. Publicó el libro de relatos De paso (Editorial Simurg, 2013) y el libro de poemas “Cuando seamos árboles” (Ediciones en Danza, 2020). Participó en las antologías Buenos Aires no duerme (1998), 8cho & och8, Imágenes y textos (Arset , 2014) y la reciente Antología Federal de Poesía, Provincia de Buenos Aires (CFI, 2019). 





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