viernes, 7 de octubre de 2022

"LATINOAMÉRICA: CONTINENTE NOVELESCO" por AUGUSTO ROA BASTOS

 


El auge, o mejor dicho, el estallido de la novela latinoamericana ha puesto de resalto, entre otras cosas, la madurez, la condensación interior de una cultura comprimida por las presiones, de pronto ya intolerables, de su atraso material, de su situación de dependencia; de una cultura comprimida y al mismo tiempo altamente dinamizada, explosiva, bajo el juego de acciones e interacciones entre esta base de una civilización material atrasada, tributaria, y la superestructura cultural abierta al cambio, ávida de cambio, anunciadora de mutaciones, de transformaciones verdaderamente revolucionarias. Y no solamente en el terreno político. En un sentido general, es la situación en su conjunto de lo que se ha dado en llamar Tercer Mundo, con mucha precisión semántica e histórica, y que en América latina, acaso por la misma unidad de lengua y tradición, de destino, pese a sus artificiales fraccionamientos políticos, asume una conciencia más clara del fenómeno y del alcance de sus proyecciones. Podría decirse que esta situación, declarada, aludida o soslayada por los novelistas, se ha convertido en la materia prima de nuestra novela actual. En todo caso, sobre este campo de tensiones que se va densificando cada vez más es donde se inserta y se nutre el trabajo de nuestros escritores, no importa cuál sea su estética, sus condicionamientos ideológicos, en una palabra, su visión personal de la vida y del mundo.

Por ello mismo también, esta "explosión" de la novela expresa tal vez de un modo más flagrante que otros géneros literarios y más aún que otras disciplinas --la sociología, la historiografía, por ejemplo--, las contradicciones profundas de nuestra sociedad: la crisis global que la afecta en todos sus niveles. Registra la drástica ruptura de un ritmo sincrónico entre el peso muerto de un pasado que se quiere negar, superar, y las necesidades insoslayables de un futuro inmediato que es proyectado sobre este diseño, sobre esta línea de fuerza de tales necesidades y aspiraciones. Y lo que es mejor aún: registra esta ruptura conjugando de una manera también cada vez más potente y definida el pulso de la vida colectiva con los modos de la creación individual. Ello se produce, además, con el aprovechamiento al máximo de los aportes, de las tendencias, de los elementos germinales o fertilizantes que han dejado los precursores, sin otra condición que la de su legitimidad creativa.

El mismo estallido de la novela latinoamericana --un fenómeno que ha sobrepasado las previsiones de los sociólogos, de los historiadores de nuestra cultura y que está llamando poderosamente su atención--, la exacerbación o desintegración de sus formas, el encarnizamiento en las tentativas experimentales, su agresividad polémica y problemática, serían otros tantos indicios de su reacción ante la crisis y, por consecuencia, lo reacción --en un plano más técnico-- de una necesidad imperiosa, sentida por el escritor de ficciones, de lograr que la materia verbal vuelva a adecuarse a sus intuiciones. No digamos ya la reacción ante los estereotipados esquemas regionalistas, naturalistas o dialectales, superados luego de una excesiva longevidad en nuestra novela tradicional de “lo” americano. La madurez de una cultura se expresa justamente en esta capacidad de selección y asimilación de las riquezas potenciales a este continuo que brota de una fuente común; de hacerlo sin anteojeras mentales, negándose a las trampas de los prejuicios ideológicos, de las supersticiones de toda índole; aún de aquellas que se dan con signos aparentemente “progresista”, y que no esconden en el fondo sino una nueva forma de dogmatismo cerril; esas manías de la confiscación sociologista –en el espíritu de secta más grosero o ingenuo- que hoy por fortuna –al menos en los más lúcidos y responsables, ya sean productores, enjuiciadores o simplemente consumidores de literatura- van cediendo bajo el impacto de esta deslumbrante etapa de creación latinoamericana, forjada al filo de la inquietud revolucionaria que la conmueve sísmicamente en toda su extensión, en toda su profundidad y que no necesariamente asume en todos los casos los caracteres típicos o tópicos de la “denuncia”, del “mensaje”, de la “protesta”, o más recientemente aún, de la “contestación”.

En estas condiciones de ebullición, de conflagración de energías, la realidad de nuestra América en su conjunto se ha hecho novelesca, en el sentido de que todos sus elementos, toda esta “materia prima”, caldeada a la misma temperatura en que trabaja la imaginación, se constituye en el significante primordial de lo mítico, de lo utópico, en el corazón mismo de lo cotidiano, de lo posible, de lo históricamente concreto. Y no es una objeción irrebatible el hecho de que esta deslumbrante etapa de creación, estos fogonazos de novelas de primer orden –algunas de ellas verdaderas obras maestras- desborden y sobrepasen el nivel de comprensión y percepción del lector medio o sea prácticamente inaccesibles o ininteligibles para el lector masa, el más necesitado de esta suerte de apoyo, de nutrición, de iluminación imaginativa. Este es otro de los aspectos curiosos y por el momento inexplicable del fenómeno. Pero lo cierto es que todo arte de avanzada ha tenido siempre una función o, al menos, un carácter de acción o de interpretación precursora. Y tal es la calidad arquetípica de lo novelesco, desde Cervantes hasta nuestros días.





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