martes, 4 de octubre de 2022

NOSTALGIA DE LAS CARTAS por HORACIO GONZÁLEZ

 


El correo, la epístola, la carta son objetos preciados que definieron la vida privada y momentos enteros de la cultura pública, durante muchos siglos. Quizás sea cuando las cartas parecen estar en extinción, pues su forma de envío ha cambiado tanto que la mudanza tecnológica obliga a los cambios de estilo, que ahora adviene precisamente un tiempo específico para preguntarse por ellas. ¿Qué son las cartas? ¿Dónde se han refugiado? ¿Por qué nos siguen interesando las epístolas, desde la que Pablo escribe a los Corintios en el siglo I hasta la que incluye Chico Buarque en su reciente novela Mi hermano alemán? ¿En qué lugar de nuestra memoria residen esos papeleríos que prestaban su nombre a famosos escritos y tenían un procedimiento específico para ser enviadas, abiertas, coleccionadas en secretos recipientes, quemadas, arrojadas al agua de desecho que corre junto al cordón de una vereda?

Basta que nuestro caprichoso recuerdo se fije en títulos como Carta al padre, el escrito que Kafka nunca le entregó a su progenitor, o las humoradas de Macedonio Fernández en relación con su carta a Borges (que estampilla pero, como encuentra antes al destinatario, rompe y pone en su propio bolsillo), para saber que las cartas son la morada de un juego infinito. Justifican que todas las naciones hayan construido enormes y a veces bellos Palacios de Correos, y también alientan una literatura de la ausencia. Este último caso nos interesa, porque es como si las formidables construcciones de esas grandes casas dedicadas a distribuir correspondencia estuvieran en disparidad con una de las ideas fundamentales del arte de escribir cartas. Es que siempre las escribe un ausente.

Alberdi imaginó en los términos de una carta sus Palabras de un ausente. No eran cartas, pero surgían de su ingrediente principal, la lejanía de quien escribe. Y conocemos como Cartas quillotanas las que escribe Alberdi contra Sarmiento desde la ciudad chilena de Quillota. Tienen algo de simulacro, pues enseguida se tornarán libro. Pero decir carta, aquí, corresponde al resguardo de un estilo: la refutación rápida, el permiso para la diatriba bien elegida, el uso de modos de la intimidad, o la extensión que fuera más adecuada al propósito de darle intimidad al escrito. En las polémicas epistolares, la intimidad, de alguna forma, resguarda el exceso de individualidad.

Cierto desafuero queda permitido en el epíteto contra el receptor de la carta. ¿La recibe personalmente, o se entera porque la carta se hace pública previamente? No importa cómo. La idea de carta es la más generosa en el campo de las escrituras; permite sin crimen ni castigo que confundamos su efecto privado con sus resultados públicos. La lejanía y la intimidad no sólo hacen al acto sigiloso de escribirlas, sino también contribuyen a que toleremos que este ejercicio reservado sea confiado a complejas maquinarias. Para enviarlas, las cedemos (solíamos cederlas) a un aparato complejo que contiene sucesivos pasos. No deja de ser uno de los actos más sorprendentes de una cultura en extinción que el extenso y locuaz mundo de las cartas exigiese obtener las estampillas, de por sí un arte minoritario que acompaña la historia del filatelismo, dirigirnos a un buzón, aceptar que empleados de correos distribuyan las piezas, técnica que acompaña todo el desarrollo de un arte clasificatorio donde reinan extrañas codificaciones, y que otros personajes que por comodidad llamamos carteros las depositen en pequeñas e idílicas casamatas que a veces lucen en el pórtico de las casas más alejadas de la ciudad. Una de ellas puede ser nuestra casa, y en ella podemos contar o no con un abridor de cartas, que es un útil en proceso de extinción, lo que no ocurre con sus parientes cercanos, como el tirabuzón o el abridor de latas de conserva.

En las primeras escenas del film para televisión Los siete locos, adaptado por Ricardo Piglia, aparecen imágenes de los años 30 de un documental que parece pertenecer a una redacción de un diario o a un correo. Se ven personas que utilizan instrumentos de comunicación pneumática, suerte de envases que recorren las paredes para llevar las piezas (¿cartas? ¿telegramas? ¿colaboraciones periodísticas?) y trasuntan la idea de un mundo industrial, operario, con una estricta división del trabajo. Pero esa industria –que puede corresponder a lo que en el viejo edificio de correos, hoy transfigurado en Centro Cultural, se llamó “ala industrial”–, se refiere a un ordenamiento de partículas, objetos, sobres de todo tamaño y color, que convierten el Correo en un gigantesco Archivo que se deshace de inmediato. Es el archivo que existe para desarchivarse, salvo las cartas perdidas, que deben esperar en un lugar especial a que su eventual dueño venga por ellas. Se trata, el Correo, de un órgano catalogador donde el mundo entra como un cómodo planetarium a través de las direcciones postales –de quien manda y quien recibe– que entrecruzadas configuran itinerarios infinitos. En él, cada envío microscópico es parte de un mapa que representa un flujo venéreo insaciable donde el universo adquiere el rostro de un mundo perpetuo de intercambios. Bastaba agregar que esos millones de reciprocidades podían evocar un mundo igualitario, unido por impulsos espléndidos de escritura, para entonces pasar a ver una humanidad escribiente –de cartas de amor y proclamas utópicas–, al punto que algunos socialistas de la Segunda Internacional profirieron la sentencia: “el Correo prefigura el socialismo”.

Sin embargo, se podría decir que tenían razón en ciertos casos limitados. Por cierto, tenían razón con Marx, que en su momento escribió que concebía el correo –primer modelo organizativo distribuidor y centralizador de piezas postales– como un contemporáneo de los grandes manifiestos utopistas de mediados del siglo XIX. El socialismo podía comenzar por ser un club de correspondencia. Paradójicamente, cuando Lenin escribe Cartas desde lejos, enviadas en 1917 desde Suiza, primero a Oslo y después a Petrogrado, con destino a un diario, el uso que hace de las misivas es el habitual. Cartas para ser publicadas en la prensa. Cartas con destinos periodísticos que contienen diagnósticos políticos.

¿Un uso acostumbrado del correo, dentro de las rutinas burguesas de la correspondencia que podrían tener millares de ciudadanos? Nada más provocativo –o inexplicable– sería el posible cotejo de la correspondencia de políticos clandestinos con la de amantes clandestinos. La célebre novela epistolar Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos, escrita en las inmediaciones de la Revolución Francesa, se sostiene a través de cartas que van develando una compleja conspiración amorosa y cortesana. Las cartas van empujando la historia y llegan a manos de los protagonistas a través de terceros. Son Cartas sin Correos. En cambio, Boquitas pintadas, a su manera, también una novela epistolar de Manuel Puig, está basada en otro tipo de impulso narrativo, donde se revelan cartas de correspondencia privada, pero también recortes de diarios y evidencias judiciales.

En la historia de la correspondencia epistolar –que de alguna manera es la historia de la guerra y de los estilos amorosos–, podemos registrar las cartas de circulación particular (que exigen de emisarios, sirvientes, intermediaciones diversas) y las Cartas del Correo. En éstas, también se hallan las cartas que tienen propósito conspirativo, destinatarios simulados o emisores disfrazados. Evitan desde luego el severo dictamen que forja uno de los proverbios más injustos de la historia: la culpa la tiene el mensajero. Que revela la importancia de este personaje, y no es descabellado conjeturar que el Correo se funda para evitar las consecuencias de este veredicto cruel contra los inocentes transportadores de malas noticias. Famosas cartas de amor (o donde el amor parece misturarse dócilmente con el arte y la ciencia) son las que se intercambiaron Freud y Martha Bernays; y antes, Flaubert y Louise Colet. Son teorías estéticas enviadas por vía del correo postal común. Contienen escorzos de finura amorosa a los que la escritura les presta no sólo su acatamiento sino también su resistencia o su imposibilidad, como bien lo examina Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. En esta versión del intercambio de epístolas, el Correo como institución se hace un poco evanescente.

Son piezas cuya intimidad hace pensar en la increíble innecesariedad del correo, no fuese que todo escrito sea susceptible, con el viejo correo o con los sistemas de instantaneidad digital, de ser trasladado en envoltorios o modelos de conversión informática que hacen contrastar la forma pública con el tesoro privado de lo que se comunica.

Una consecuencia bien diferente del empleo de las cartas se encuentra en muchos cuentos de Borges. Son cartas del destino, llegan de lugares remotos y desencadenan una trama que afecta el tiempo y la vida de los personajes. Elegimos el ejemplo de la carta que le llega desde Brasil a Emma Zunz, en el cuento del mismo nombre, o el modo de eludir el correo (por obvias urgencias contenidas en la narración) que siente el personaje de “El jardín de senderos que se bifurcan”. En este caso, no puede escribir una carta a su jefe alemán y opta por un método sumamente indirecto para notificarlo de un secreto de guerra, produciendo un crimen cuya noticia en los diarios será leída a modo de clave en la remota oficina de dicho jefe. La trama es conocida, pero sirve para decir que, en Borges, la transmisión de una noticia como “forma del destino” exige una carta u otro procedimiento sustituto.

De ninguna manera se puede obviar la institución de Correo. La afamada novela de Verne Miguel Strogoff nos revela indirectamente el poder de los telégrafos y correos pues, al cesar la actividad de éstos por acción de los tártaros, debe actuar el encargado de los correos directos del zar para enviar un mensaje personal a través de toda Rusia.

Es evidente que la historia de los Correos es su historia como institución fundamental (la primer construcción importante de su edificio en la Argentina, antes de que Alvear inaugurara el actual Centro Cultural, se situaba en vecindad con la Casa Rosada), y su historia como ente precario ante la carta secreta, el mensajero del zar o la carta robada de Poe con sus sucedáneos lacanianos y derrideanos. En los dos casos nos importa, pues el Correo es un ente que cruza toda la historia contemporánea actuando como “soporte técnico de la escritura de la humanidad”, o es una administración que hace notar su ausencia cuando un mensaje desea comunicarse en el sigilo de los complotados. En la Argentina, es conocido el ejemplo de la correspondencia Perón-Cooke, que llegaba por intermediarios y no por la vía postal conocida. En la novela Los siete locos, en cambio, hay conspiración pero no correo. Las comunicaciones son directas entre las personas, se hablan a través de monólogos y súplicas cara a cara.

No es sino un puñado mayor de circunstancias como estas lo que nos hace pensar que el antiguo Correo –un magnífico Palacio con una arquitectura excepcional–, ya convertido y restaurado como Centro Cultural Néstor Kirchner, podrá extraer de la fuerte evocación que permite su pasado de millones de cartas que circularon por sus arterias –hay misterio, ansiedad y esperanza colectiva en esa anónima circulación–, la mayor inspiración para acoger todas las formas conocidas y por conocer de la vida artística contemporánea.


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