Estábamos con mi familia en Mar del Plata, de veraneo, en enero de 1968. Yo tenía cuatro años y medio. Mi tía Zulema quiso hacerme un regalo y me llevó a una disquería de la plaza San Martín. En esa época había cabinitas adonde podías escuchar, sin compromiso de compra, lo que se te ocurriera. Me acuerdo que me ayudaron a trepar a un taburete, me encajaron uno de aquellos tremendos auriculares que te hacían sentir un astronauta. Pusieron el disco que me sugería mí tía. ¿Y viste que Borges dice que hay dos descubrimientos inolvidables: el del mar y el de Dostoievsky? Yo recuerdo los primeros compases de La Reina Batata. Por supuesto dije que sí, que quería ese disco. Y ese disco, El país de Nomeacuerdo, que ella acababa de grabar, se quedó conmigo toda la vida. Vieron cómo era entonces. En cada casa había unos pocos discos que uno escuchaba miles de veces, hasta que se grababan en la memoria cada frase, cada nota, cada detalle de los arreglos.
Yo empiezo a escribir en el 76, a los doce años, también en un veraneo y en Mar del Plata. Era la época en que uno ya se empieza a aburrir de veranear con los padres; y esta misma tía Zulema se había llevado una novela de Silvina Bullrich, que leí, y para sacarme el aburrimiento empecé a escribir una… y desde entonces no paré. Ser escritor era una idea bastante loca, no había escritores en mi medio, no se esperaba de nadie que quisiera ser escritor. Y en algún momento de ese año, en un programa de televisión que se llamaba La mujer, y que conducía Blackie, una vieja conductora famosa, apareció María Elena y dijo que también había empezado a escribir muy jovencita. Y que con su primer libro, escrito entre los catorce y diecisiete años, había ganado la admiración de Juan Ramón Jiménez, otro autor que yo conocía de la escuela y dije “ésta me va a entender”. En la Feria del Libro del año siguiente le llevé Otoño imperdonable para que me lo firmara, y ella sola me preguntó si yo escribía; le dije que sí, escribió esa dedicatoria tan cariñosa “pichón de poeta, que vuele alto”, y entonces me animé a pedirle la dirección. Le mandé por correo un cuento, y a los pocos días me llegó una postal con una foto de Neruda por Sara Facio, en que me invitaba a ‘ascender o descolgarte’ pasar por su casa cuando quisiera. Y a partir de ahí empecé a visitarla regularmente.
Creo que nunca había ido solo a Buenos Aires; ninguno de mis compañeros iba; aproveché la aburridísima excursión a la Rural con el curso de segundo año, me hice la rata a la vuelta y allá me fui, con el uniforme del colegio, como tantas veces después. No tenía teléfono María Elena. Si querías verla subías –en esa época los porteros te miraban pero no te paraban– y le tocabas el timbre. Vivía en Sánchez de Bustamante 2156, a dos cuadras de Santa Fe, en un último piso. Lo primero que vi cuando abrió la puerta fue el mismo empapelado que había en mi casa de Tolosa. Y una mujer vestida como mi prima, jeans, camisa con chaleco y mocasines con taco. Era un departamento modesto, mejor dicho, dos departamentos que habían unido volteando la medianera. Al terminar ese encuentro escribió una dedicatoria. Hablamos un poco de mis cuentos supongo. Para L. con la nueva amistad de quien lo va a querer mucho, dice una dedicatoria que escribió ese día.
María Elena tenía una experiencia de vida rica como muy pocos escritores argentinos. Era una chica que había tomado el té con Borges en la Richmond, pero también actuado en el Crazy Horse de París, cantando entre dos numeros streaptease; un adolescente que había entrevistado a Ezra Pound pero también alguien tan enamorado del arte popular que escribió una canción maravillosa, ‘La paciencia pobrecita’, dedicada a las tejedoras, y pidió que taparan su ataúd con una manta tejida por ellas. Era alguien que lloraba de emoción en la capilla de Rothko, pero también cuando me mostraba una tamborcito cuadrada que le había regalado un campesino del norte.
En el 81, cuando se le rompió una pierna y le diagnósticaron el cáncer, no la vi por varios meses. Con la caradurez de esos años intenté visitarla en la clínica Bazterrica, y recuerdo una discusión con Sara que lógicamente me vedaba el paso: ‘tenés que pensar que además de poeta es una mujer…’. Bueno, un mediodía, cuando ya estaba seguro de no molestar, golpeé su puerta del departamento de Bustamante y una amiga que la cuidaba me echó, con un parlamento aprendido… cuando de pronto escucho su voz. ‘No, no, ¡si es Brizuelita, que pase!’. Y ahí la encontré: parada en sus dos muletas, ¡y con rulos! Después de la quimioterapia parece que es así. Estás tan linda, le dije. Qué va, me dice, ‘¡parezco un marinero borracho!”.
Me da culpa y pudor cuando aparece por ahí que fui su amigo, porque evidentemente no fue así. Amigos suyos fueron la Negra Córdoba, Pepe Fernández, Esther González Varona (La “Negra” de Fantasmas en el parque)...yo qué sé...Todo novelista sabe que no hay nada más difícil de definir que las relaciones humanas; a veces te lleva toda una novela representar un vínculo entre dos personas… Hay quien dijo que María Elena quiso ser para mí lo que para ella había sido Juan Ramón; yo creo que, en todo caso, quiso hacer conmigo lo que Juan Ramón no fue para ella, porque el viejo era generoso pero muy opresivo, e invasor y ella era la libertad encarnada. Pero tengo esta idea loca: en toda su literatura hay un par de personajes que reaparecen bajo otras formas: la señora de Morón Danga y Agapito, Doña Disparate y Bambuco, Chaucha y Palito. Una señora estrafalaria y culta con un pibe fresco y bruto. A ella le gustó mucho una vez que le dije que eran casi como Don Quijote y Sancho. Yo creo que María Elena en vio en mí una persona sola, que tenía que imaginarse una vida en medio del páramo de esos años.