Cualquiera que lo haya intentado podrá dar fe: la lectura de textos teatrales suele resultar un pelotazo. Con pocos me pasa pero a Chejov sin embargo lo releo mucho. Más allá de cierta inevitable afinidad rusa que tengo con el tipo es uno de los pocos autores cuyos libretos me producen un verdadero placer. No puedo leerlos sin una embobada sonrisa de felicidad. Hay algo sorprendente y gozoso en la solvencia con la que compone esos personajes de expresividad insólita. Y en su habilidad para crear relato sin que se le vean nunca los piolines al relator. Mal que le pese a los chiitas de lo performático la dramaturgia tradicional no es sino un relato contado a varias voces y sin que el espectador –ah, ingenuo…- descubra nunca que le están haciendo el cuento. Un orden disfrazado de caos, vamos. Siempre tengo la sensación de que hasta la aparición de Chejov al teatro se le venía viendo demasiado el orden, aparecía demasiado el autor, el narrador, aforando. A veces hasta saludando con orgullo. Los magos tienen una técnica que llaman misdirection por medio de la cual se concentra la mirada del espectador a un lado para hacer el truco en otro. El teatro de Chejov me resulta siempre una gran prestidigitación en la cual a menudo me hace perder distraído mirando para acá para hacerme encontrar cada tanto pasmado y mirando para allá con un nudo irreprimible en la garganta. Ante el libro como ante el escenario Chejov me hace llorar y eso me da una alegría inefable. Pero la gran alegría está en que me hace llorar sin saber nunca porqué ni cómo.
La palabra implícito (de plica) alude en su origen al interior del rollo de papel que debe ser desplegado para acceder a su texto. Creo que gran parte del placer, a veces inexplicable, que nos propone su teatro está justamente en ese desenrollar de lo implícito -lo que está y no está- a que nos obliga. De esas aparentes ausencias que misteriosamente encuentran siempre signo en el cuerpo del actor que lo representa, y que con ese código construye un discurso tan sólido en su sentido como esfumado en su soporte. Se dice que fue Da Vinci quien inventó la técnica del sfumato, esa forma de veladura que aplicada -por ejemplo- al rabillo del ojo de La Gioconda consigue crear la mirada más intrigante que haya dado alguna vez la pintura. Qué curioso: no es allí la línea la que hace sentido, la reproducción del detalle, sino al contrario es la sombra, lo negro, lo falto de luz y color. El contorno de los ojos de la Mona Lisa se pierde allí, desaparece, y en la hipótesis de su ausencia, de lo aludido, esos ojos se completan en la cabeza del espectador creando el milagro. Como Leonardo lo fue en la pintura, fue Chejov el descubridor, digamos, del sfumato dramático. De él aprendí –yo como todos, vamos- los procedimientos de ese desdibujado, de esa realidad desvanecente que es sello de la dramaturgia de este último siglo.