El núcleo inicial de la poesía de Olga Orozco es un paisaje solitario y vasto, en la región de arenas donde transcurrió su infancia. En esa grandeza desierta se mueven seres entrañables, de proporciones gigantescas pero que siempre se alejan dejando una estela de ternura, una resonancia secreta que no cesa jamás. El cielo y la tierra se confunden, los objetos flotan en un espacio donde la refracción del aire crea un mundo doble, una realidad de espejismos. Cada ser, cada cosa, linda allí con el horizonte, emerge a medias hacia lo visible, su otra mitad se prolonga en una dimensión insondable. Los sonidos, los colores, los cuerpos se ahondan en ese vacío que todo lo devora, se tornan imponderables, pasan a través de los muros, circulan con el rastro indeleble de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de mi frente.
El paisaje inicial es el de La Pampa, donde nació Olga Orozco, pero medido con el asombro y los mitos de la infancia, que lo tornan inaudito, lo transforman en una extensión desmesurada, un mundo desamparado y fascinante que a veces era sólo un llamado de arena en la ventana, un fondo de océano seco calcinado por el sol, que ondula con el viento de los sueños y del que se alzan mariposas y estrellas mezcladas con las pelusas errantes del cardo. Tales experiencias crean un sentimiento melancólico, oscilan entre el terror y el milagro. No hay animales allí, apenas alguna vez el golpe tormentoso de la piel del lagarto, algún pájaro detenido en el aire, algún sulky con un caballo que se disuelve como si fuera de humo. Las gentes surgen como apariciones, están en el umbral de otra realidad que las reclama constantemente con la memoria del Paraíso. La soledad, la desnudez de esa llanura de médanos es sólo el reverso de una plenitud entrevista, o mejor aún, recordada, del otro lado de ese umbral. En torno hay un país polvoriento, envuelto en lianas y follajes secos: el rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida, o la hiedra cenicienta que sostiene el verano, todo eso que es apenas un leve polvillo de violetas cayendo inútilmente sobre olvidadas fechas. País cautivo bajo la paciencia inagotable de la hormiga y por el cual la memoria vaga sin límites, con un sabor cósmico y legendario.
Desde lejos, el primer libro de Olga Orozco, es la conquista de un tiempo perdido y rescatado del sueño, un retrato que fluye como una corriente con la imagen de la niña clara y cruel de la alegría coronada de flores polvorientas. Poesía que se extiende con largas nervaduras, con grandes ritmos, que confiere a las cosas una especie de trascendencia mágica, torna rituales los gestos, despliega sin cesar escenas entrevistas en el fondo de la reminiscencia y el exilio. Un universo surgido de lo profundo de la memoria, pero de una memoria que tiene siempre el carácter de un presente total, tiñe con un resplandor vivo cada nueva sensación, hace desaparecer el tiempo, funde pasado y presente en una ardiente melodía vital, lo transforma todo en pasión.
El tono elegíaco, lleno de ecos profundos como los que suben de un aljibe hasta el oído de la infancia, como el rumor del musgo en las mejillas de aquella niña incierta de leyenda, se transforma después. Deja de ser la nostalgia de un pasado desvanecido en la vastedad de la arena para convertirse en la ardiente interrogación de un corazón, no ya arrancado a un melancólico paraíso infantil envenenado por la magia, sino enfrentado al vértigo de su condición humana. En adelante esa poesía deja de estar cautiva tras un cerrojo de lianas y de hiedras. Aquella primera semilla de nostalgia crece y estalla, da paso a la avidez de una existencia a la que se reclama su pureza del primer día. Se transforma en una exigencia que reclama de cada latido su verdad total de sangre y de infinito. Ahora esa poesía es nostálgica en el sentido en que lo son Las flores del mal, en que Maldoror es la expresión suprema de la nostalgia. La verdadera vida está lejos. La intuición de esa carencia es una provocación constante que puede resolverse en un humor desesperado o en la consigna de Rimbaud de cambiar la vida.
En los libros que siguieron, Las muertes y Los juegos peligrosos, la visión poética de Olga Orozco extiende una y otra vez su insaciable ola, ese rumor de abismo, ese movimiento unánime de todo, pasión, destierro, sueño, realidad, perdición y presencia, adioses y ahora. Esa alta tensión que da la medida de un alma, su intensidad, su entrega
de pasión por todo lo imposible,
por cada soledad,
por cada tierno brillo destinado a morir,
por cada frágil brizna movida por un soplo de belleza inmortal.
Incuso ese pasaje de un reino de infancia al sentimiento de una existencia no degradada, entrevista como un don irrenunciable y condenado, se torna lúcido:
Mi sueño no es ahora un recuerdo de gestos marchitos desasidos,
ni un árido llamado que asciende ásperamente las cortezas,
es un clamor perdido…
O bien:
¿Cómo encontrar bajo invencibles lianas
esa respuesta a un alma que interroga incesante,
ese lugar perdido para una oscura forma cuyos lindes se borran,
prolongándose en lágrimas, en huellas, en ademanes vagos, en nombres
tan inciertos para el amor y el odio…?
Rozo apenas los temas esenciales de una obra poética cuya unidad es ejemplar. Su energía de pasión fusiona en un punto único el mundo interior, las cosas y “los otros”, realizando simbólicamente la presentida unidad del mundo. Cada uno de sus poemas se despliega como una constelación de todos los elementos, como un vínculo de todos los planos de la realidad, aunque resuene en ellos la misma pregunta infinita: ¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y cuándo? y sean la expresión de una extrañeza esencial, que es sólo la evidencia de que la tierra en algún lado está partida en dos. Su poesía es la conciencia de esa fractura, inaceptable como la muerte, y al mismo tiempo, su solución, el ámbito en que toda antinomia desaparece. La misma Olga Orozco nos revela su secreto, la clave de su identidad en este planeta terrible y adorable: Yo elegí los delirios, las magias y el amor.