José Martí fue
para todos nosotros el único que logró penetrar en la casa del alibi. El estado
místico, el alibi, donde la imaginación puede engendrar el sucedido y cada
hecho se transfigura en el espejo de los enigmas.
Su imaginación se ha vuelto cenital y misteriosa, y ha penetrado en su misión
con el convencimiento de que quien huye de la escarcha se encuentra con la
nieve. Arrostró esa escarcha; amarró su caballo en el tronco de cuerpo y
aceite, y penetró alegremente en la casa del alibi. Las palabras finales de su Diario, uno de los más misteriosos
sonidos de palabras que están en nuestro idioma, bastan para llenar la casa y
sus extrañas interrupciones frente al tiempo.
En la soberanía de su estilo se percibe la mañana del colibrí, la sombría
majestad de la pitahaya, y los arteriales nudos del cedrón. Podía hablar, dice
Rubén Darío, delante de Odín rodeado de reyes.
Su permanencia indescifrada continúa en sus inmensos memoriales dirigidos a un
rey secuestrado: la hipóstasis o sustantivización de los alegres misterios de
su pueblo. En sus cartas de relación nos describe para su primera secularidad
una tierra intocada, símbolos que aún no hemos sabido descifrar como operantes
fuerzas históricas.
Et caro nova fiet in die irae. Tomará nueva carne cuando llegue el día de la
desesperación y de la justa pobreza.
La majestad de su ley y la majestad de sus acentos nos recuerda que para los
griegos “mártir” significa testigo. Testigo de su pueblo y de sus palabras,
será siempre un cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad. Y si
sólo podemos creer, según la extraña sentencia de Pascal, a los testigos
muertos en la batalla, es en las decisiones de su muerte donde nuestra forma
como pueblo adquirió su esplendor al unir el testimonio con su ausencia, dar
una fe sustantiva para las cosas que no existen, o a la terrenal gravitación de
las más oscuras imágenes.
Orígenes
reúne un grupo de escritores reverentes para las imágenes de Martí.
Sorprende en su primera secularidad la viviente fertilidad de su fuerza como
impulsión histórica, capaz de saltar las insuficiencias toscas de lo inmediato,
para avizorarnos las cúpulas de los nuevos actos nacientes.