Confuso privilegio ser sobreviviente.
En especial cuando a uno –en este caso, a mí– le piden que tome la palabra para
saludar a alguien que ya no está. Nada menos que “hacer uso de la palabra” en
relación a una persona ausente de manera definitiva, tratando de convocar una
presencia que participe de lo episódico y la congoja. Un conjuro, en realidad,
frente a los agravios del olvido.
Trato de ser muy claro: el elogio de sus libros (Sudeste o El
álamo carolina) resultaría tan intenso que, eventualmente, pudiera ser
recibido como una apología. Y las apologías no son mucho más que una colección
de ripios, enfáticos a simple enunciado. O como un epitafio con signos de
admiración. Exorcismo, entonces, de encomios o alabanzas. Al fin de cuentas, si
algo resuena como lo más opuesto a las cortesías es la apelación al luto. Un
duelo que nada tiene de rezongo y mucho menos de victimismo. Y en eso estamos
aquí.
Aludí al dilema de un sobreviviente como yo. Desde el otro extremo del panegírico
me hacen señas varias discordancias. Y aclaro aún más: disconformidad en
relación a la piadosa –crédula, incauta– confianza de Haroldo hacia
compatriotas que él creía personas y no eran más que traficantes.
De donde se sigue, ni elogios legítimos ni reproches fraternales. Pero del
dilema inicial (eso sí, y para trascenderlo) pasar a la diatriba frente a
quienes merodearon a Haroldo abusando de su religiosa –tal cual– credulidad que
renegaba de virtudes oficiales: infidentes, obscenos amenos bastardos,
impostores diestros y veloces, yesmen para lo que les mandaran; y en plano
inclinado, espías, delatores y verdugos. Las diatribas, menos mal, son un
género muy transitado por las indignaciones tan clásicas como genuinas;
extensas, en absoluto monótonas, con una inventiva ultrajantemente equitativa,
certeza mediante irrebatibles juicios fidedignos. Y que suelen especializarse
en figurones impávidos y serviciales. La memoria de Haroldo Conti se transforma
así en querella de vestales canonizadas.
Pero, dos cosas para destacar –brevemente– como jubiloso desagravio ante todas
esas miserias: primero el viaje que hicimos juntos con Haroldo y, después, uno
de sus libros fundamentales.
Salimos de La Habana en uno de aquellos aviones vetustos, obstinados a los que llamaban
–creo recordar– Britanias con cuatro hélices aún y con la mitad de la cabina de
pasajeros “despejada” para hacerles lugar a cajas, bultos y demás correos.
Haroldo y yo íbamos sentados con las rodillas recogidas a la altura del pecho.
Bien. Abajo y de un tajo. El portaba una especie de cañón de aluminio relleno
con afiches del nuevo cine cubano; yo, apenas si un cenicero con el emblema de
cierto hotel y destinado a una amiga del barrio de Boedo. Haroldo me lo
reprochó. Aeropuerto de Terranova: Haroldo descifraba un monumento a la Queen
of England mientras yo me resbalé en la pista helada tratando de no resultar
demasiado sentimental. En Irlanda los dos nos descubrimos más corroborados al
verificar el mítico verde calumniado por Oscar Wilde, Shaw y el Ulises. En
Praga abundamos sobre Kafka y en torno al socialismo centroeuropeo. Y nos
desquitamos en Madrid encarnizándonos con el Generalísimo. Haroldo hablaba con
fervor de Buenos Aires eludiendo, reposadamente, toda pasión argentina.
Por eso, de Sudeste quisiera sugerir: se equivocan quienes lo emparentaron
con El
viejo y el mar; no se trata en Haroldo del Caribe transparente sino del
Paraná embarrado que finge mansedumbre alterada por bruscos arrebatos a lo
Horacio Quiroga. El río es tiempo que fluye y cuerpo (herida, pejerrey y
agobio) del protagonista, que suele empecinarse en trabajos robinsonianos o en
fantasmas en un delta grotescamente alucinado, a lo Fermín Eguía. Sudeste
“elemental” con agua, desde ya, fuego, zanjas y ventarrones. Comarca primordial
marcada por faenas y sabidurías que siempre aluden o preanuncian la presencia
de la muerte.
La muerte, muertes, en Sudeste y en los otros libros de
Haroldo Conti (baladas, jaulas y cazadores), casi siempre aparecen como ecos,
ráfagas, amagos o inscripciones en la corteza de los árboles. Es que los
epitafios de Haroldo fundamentalmente son vegetales. La piedras entre nosotros
resultan mojones o se llaman Walsh, Ortega Peña, Paco Urondo. Invictos. Como
Haroldo Conti, más sosegado pero también invicto.