Dicen que una vez que fue Zizek a la
Biblioteca Nacional se rompieron los vidrios de una puerta ante el empuje de
las personas. Cuando vino Derrida al Cervantes (yo estaba allí) encontré todo
tranquilo, pero leí luego en el diario que afuera se habían roto las vitrinas
de la entrada. Un aglomeramiento, también. Fui asistente de una conferencia de
Habermas en el Teatro San Martín: puedo recordar largas filas, gente afuera,
apretujones. ¿Y la conferencia? Nada del otro mundo, lectura monótona de un
paper, aunque sobre Wim Wenders y el cine alemán de posguerra. En el medio,
ataque moderado de Habermas a Heidegger. ¿Por qué no habrán escrito teatro
estos autores? Sartre escribió teatro, pero como nunca vino a la Argentina (con
sus vidrieras y tribunas receptivas) ahorró preocupaciones en materia de
puertas, cristales y mampostería.
En cierto momento era posible ver en
Buenos Aires (y otras ciudades argentinas) “Los
secuestrados de Altona” o “Las manos
sucias”. ¿Es posible esa fusión entre teatro, literatura y filosofía?
Sartre la hizo posible a un costo muy alto, no podía dejar de ser un humanista.
El sospechado Heidegger, que desmenuzó y sustrajo las piezas internas del
humanismo para capturar las más oscuras prácticas del pensamiento activo, pudo
perdurar. No generó idiomas para las ciudades sino para el desmantelamiento
redentor de los textos. Sartre desapareció con los actores y directores de
teatro que lo pusieron en las tablas, y con el mundo soviético que lo desvelaba
y sometió a crítica con su “filosofía teatral” en “Cuestiones de método” y tantos otros escritos.
Pero el hombre de las ciudades sólo
tiene que extrañar a Sartre. No se lo lee hoy sino como efecto de un
extrañamiento, y si es posible imaginar algo más, como una filosofía que había
que ir a ver a las salas teatrales en ese momento y no más. Jugaba a ser un
desterrado cuando se esfumara su presente vivo. Vivía en cuanto era
representado, dejando una coleta de ilusión visual en la memoria del
espectador. Esa adición ilusa en la memoria es ahora la Buenos Aires de las
revistas Contorno o El Grillo de Papel, del John William
Cooke “existencialista” y de la revista Les
Temps Modernes comprada en la librería Galatea, uno de cuyos célebres
números –sobre la Argentina 1982– dirigieron David Viñas y César Fernández
Moreno.
Recién ahora se puede releer
debidamente la formidable crítica que en 1944 hace Sartre de la poesía de
Francis Ponge o la ardua fenomenología de un programa de radio en los capítulos
avanzados de la “Crítica de la razón
dialéctica”. El teatro lo proyectó y de repente lo convirtió en un material
envejecido para millares de espectadores. Su filosofía se resintió, se
descascaró haciéndose “de época”. ¿Vetusta? No; es que Sartre siempre puede
leerse con tal que soñemos, a la distancia, el resquebrajarse de unos vidrios
en la entrada del teatro.