En el híbrido de Manuel Puig, el psicoanálisis aparece de diversas maneras, pero existe algo que podemos llamar la traducción del arquetipo de C.G. Jung al cliché de la cultura popular, lo que Josefina Ludmer llama polarización “simbólica y social”.
Esta solución de Manuel Puig, donde algo intransferible se vuelve silencioso
para dejar hablar un estado de lengua (como lo hace James Joyce en algunos
capítulos del Ulises), se realiza en
Boquitas pintadas y en The Buenos Aires affaire. En otros
libros, como El beso de la mujer araña
(donde es claro que el arquetipo habla en clichés), Manuel Puig dice haber
querido realizar una “pedagogía” para
lo que llama “sus hermanas”
(argumento que usó cuando sus editores en inglés le sugirieron suprimir las
notas “teóricas” insertadas a pie de página).
Graciela Speranza dedica un capítulo a la relación de Manuel Puig con el
psicoanálisis (Manuel Puig: después de
la literatura, ed. Norma), donde prosigue y amplía la comparación entre el
psicoanálisis y el folletín que más de una vez propuso Ricardo Piglia. The Buenos Aires affaire, la tercera
novela de Manuel Puig, es la más explícita en este sentido: “(...) el caso policial (con su remisión al
género), el caso psicoanalítico (con su remisión a Freud) y el caso amoroso
(Hollywood como casuística sentimental). Al mismo tiempo, amplía las
resonancias del caso individual para abarcar una sintomatología social: el caso
Buenos Aires (el campo artístico porteño) y el caso nacional (la trama política
argentina)” (Piglia, “Los sujetos
trágicos: literatura y psicoanálisis”, en Formas breves, Temas Grupo
Editor).
Así como la revista Idilio, que leían
las muchachas simples, y la revista Sur,
que era algo tan especial, tenían a C. G. Jung entre sus valores conceptuales,
Silvina Ocampo y Roberto Arlt son sensibles a esos objetos verbales que seducen
con su musicalidad. Estos cruces ya fueron advertidos antes: “Decía Puig que el inconsciente está
estructurado como un folletín. El, que escribía sus ficciones muy interesado en
la estructura de las telenovelas y los grandes folletines de la cultura de
masas, había podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno,
que el psicoanálisis pone como centro en la construcción de la subjetividad”,
escribe Piglia, que a su vez no excluye la relación del psicoanálisis con el Ulises de James Joyce. Es decir, no se
sostiene ninguna oposición entre la alta y la baja cultura, entre la revista
Sur y la revista Idilio. Por ejemplo:
“ella alcanzó a ver el significado y la
causa de ese vacío interior: su amor-pasión (que representaba el ideal para
ella) había naufragado en el matrimonio, y no le quedaba ‘nada’. Había, sin
embargo, que hallar algo vital que la salvara”. ¿Se trata de Victoria
Ocampo antes de fundar Sur, o de un
párrafo de Manuel Puig? No, se trata de la respuesta a una joven que manda su
sueño a Idilio, la revista donde
Butelman y Germani argumentan con C. G. Jung, como podemos entender en la
respuesta a otro sueño, que, entre otras cosas, dice lo siguiente: “Estos sueños se arraigan en lo profundo del
inconsciente colectivo (sic), simbolizan, no ya las experiencias, los temores,
los deseos de un individuo, sino los de toda la especie humana. Como librada de las cadenas que la
ataban a la tierra, la soñadora vaga ahora por el espacio: ahora ve la patria,
la tierra, como un planeta entre todos los planetas, y a sí misma, perdida en
la inmensidad del cielo” (Sueños: fotomontajes de Grete Stern, ed.
Fundación Ceppa).
El inconsciente colectivo transmuta lo individual en universal. “Es atractivo entonces el psicoanálisis
porque todos aspiramos a una vida intensa; en medio de nuestras vidas
secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto
experimentamos o hemos experimentado grandes dramas (...). El psicoanálisis nos
convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que
somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra
tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo”: esta
descripción propuesta por Piglia supone una causa divergente cuando se lee
Freud o Jung: para el primero se trata de un recurso a las fabulaciones de la
infancia (como en Manuel Puig, en el caso de su primera novela), para el
segundo la historia particular deja paso a la “profundidad” de los arquetipos.
Freud prosigue la “secularización” –para usar el término de Piglia–, mientras
que Jung la repudia y busca mediante la “iniciación” (más que mediante el
análisis) revertir el tiempo.
En más de una declaración, en respuesta a quienes lo suponían un etnógrafo
dedicado a recolectar maneras de hablar y temáticas populares, Manuel Puig
(1932-1990) subrayó lo intransferible de su literatura, la particularidad de su
posición narrativa. Difícil asunto, ya que el autor ha jugado a borrar al
sujeto de enunciación en la cadena de enunciados cristalizados. Fue esto lo que
llevó a la crítica a proclamar que era un autor kitsch, luego camp y por último
paródico. Incluso, que era estas tres cosas a la vez y también un crítico como
Gardel, con su voz oblicua en relación con los temas que cantaba, llegó a decir
una desaforada admiradora de Derrida. Crítico de la alienación de la gente al
cine, las canciones, el folletín y la novela sentimental. En definitiva, los
comentarios dicen que Manuel Puig hace eso, aunque sea evidente que alguien que
escribe ficción desea antes que nada agradar (o equivalentes que susciten el
éxito de su propuesta).
Por diversos que sean los “estados de ánimo” por los que pasa aquel que escribe
un libro, el producto muestra ciertos modos de articulación y también un resto
que se desplaza. El sujeto, decía Jacques Lacan, es puntual y esfumado a la
vez.
Es por eso que no se trata de comenzar por el sujeto, sino de entender lo
intransferible en tanto objeto. Si Manuel Puig, el autor, deja paso a un
“sujeto” borrado en un lenguaje cristalizado que se presenta como masculino o
femenino, es porque se trata de objeto y de género (no de sujeto y objeto). El
género, a la vez, es contraído por una acumulación de rasgos típicos que no se
confunden, como se ha dicho, con el mito y el “bricoleur”.
¿Por qué haría eso un autor? Manuel Puig decía que su literatura era lo de
menos y que lo fundamental era su realización como mujer. Ser artista era ser
una artista (la Rita Hayworth de la primera novela, la Gladys de la tercera).
Esa mujer que surgirá de la ordalía de la masculinidad es débil, busca un
hombre que la proteja, y cuando lo encuentra es traicionada. Aspira a la
pureza, rechaza la sexualidad. Es juguete de fuerzas que la superan. Es una
mujer que, a diferencia de Victoria Ocampo, no vive en su parte masculina.
Ni activa ni pasiva, esa mujer es inventada en el murmullo de la voz media para
ser interpretada en el reflejo vacío de la voz del narrador: “Pero algo extraño sucede: la está tocando y
no la está tocando, porque le apoya las yemas de sus dedos contra la carne de
la sirvienta y no siente el tacto, como si sus dedos fueran de aire”. El
sujeto se esfuma frente a la consistencia de la mujer, sus dedos se
volatilizan.
En figuritas
Cuando descubrí que el doctor Miguel Kohan Miller había analizado a Jorge Luis
Borges (entre 1945 y 1948), a Manuel Peyrou, a Rosa Chacel, supe que la
conexión de nuestra literatura con el psicoanálisis estaba aún por estudiarse.
Y no se trata de algo puntual, sino de cierto aire –tenemos esa palabra– que
puede encontrarse en Cortázar, de otra manera en Sabato. Un cierto aire que en
la época en que Manuel Puig comienza a publicar tiene una determinada
configuración, pero que puede rastrearse en los años ’30, cuando incluso los
hilos de la ficción y los de la ciencia se cruzaban en determinado autor. Y no
hablo de Elías Castelnuovo, que escribió un libro sobre psicoanálisis, ni de
Marcos Victoria, que publicó más de uno. Hablo de más de un psiquiatra que autorizado
en las vagas teorías del genio se obligó a publicar su novela, alentado por la
influencia de la literatura rusa.
De cualquier manera, el psicoanálisis es algo explícito en Manuel Puig y
expuesto en la narración misma. Una referencia directa a Dora autoriza la
comparación de los casos de histeria publicados por Freud, con las intrigas
familiares contadas por Manuel Puig.
El autor de un libro sobre Manuel Puig dice en El País: “La influencia del psicoanálisis lacaniano se dejaba sentir
poderosamente dentro del diseño de la obra. Los contactos de Puig con la
Escuela Freudiana, fundada por el ya desaparecido Oscar Masotta, y con algunos
de sus más fervientes seguidores, como los novelistas Osvaldo Lamborghini,
Germán Leopoldo García y Luis Gusmán, a su vez miembros del consejo de
redacción de la revista Literal, editada en la capital argentina y divulgadora
de las teorías freudianas retomadas por Jacques Lacan, estaban determinando una
actitud del novelista frente al lenguaje de su literatura (...) quizá demasiado
frívolamente”.
Una vez más, Ricardo Piglia acierta cuando (entrevistado por Página/12 el 24 de
julio de 1990) dice: “El gran tema de
Puig es el bovarismo. El modo en que la cultura de masas educa los
sentimientos. El cine, el folletín, el radioteatro, la novela rosa, el
psicoanálisis: esa trama de emociones extremas, de identidades ambiguas, de
enigmas y secretos dramáticos, de relaciones de parentesco exasperadas, sirve
de molde a la experiencia y define los objetos de deseo”. En otro estilo, los
cuentos de Silvina Ocampo se inscriben en esta constelación.
El bovarismo al que se refiere Manuel Puig no apunta a ningún género en
particular, sino al deseo de ser culto en general: “Me conmueve esa necesidad de engañarse, porque tienen necesidad de belleza,
sin haberla visto nunca. Solamente en figuritas. Los puntos de referencia están
lejos: en Acrópolis, el Louvre, la bahía de Guanabara, la isla de Morea, y la
constante emboscada de la cursilería, no saber qué línea seguir. (...) Es el
fenómeno del mal gusto nuestro, tan misterioso”, dijo Puig en 1972,
entrevistado en Textual (Perú), Nº 4.
Manuel Puig dice que cualquier lenguaje es de masa, que cualquier lenguaje no
dice lo intransferible de cada uno, que cualquier lenguaje es sólo indicativo
del recorrido de una vida cuya causa final –si hay que decir que existe alguna–
no es otra que la causa eficiente del deseo. “No hay elección –dice Manuel Puig–: uno escribe sobre lo que siente como inevitable, como problema propio,
como parte de sí mismo. No se puede escribir para demostrar.”
No se trata entonces de influencia de algo sobre otra cosa, sino de invención a
partir de un silencio: “La primera
persona son las voces que él –se refiere a un personaje– no logra acallar”.