A mí no me cabe ninguna duda de que César Vallejo fue el mejor
poeta del siglo veinte en lengua castellana. Claro que es cuestión de gustos,
siempre de gusto sustentable en buenos argumentos. Y hay quienes elegirán a
Darío o a Lorca o a Machado o a Neruda o a Borges o a algún otro grande de los
que vinieron después tras ellos y siguen hoy. Aunque Vallejo no hizo escuela,
dejó marca, lo que es más fuerte. Y no le queda bien a cualquiera, no es para
todos. Sin Vallejo no habría habido Gelman, por ejemplo; el autor de Gotán
no hubiera arrancado como arrancó para después irse solo, tomarse el riguroso
buque personal. Por eso, tenemos muchos poetas para disfrutar y elegir, por
suerte. Pero como Vallejo, pesado y original, fuerte y convincente como el
terrible peruano, nada.
Sobre todo –me parece– por los
increíbles Poemas humanos, publicados en París en 1939, póstumamente, con
un título flojón y descriptivo que –por ignorancia o desidia– prefiero suponer
que no es suyo. Hay quienes gustan encandilarse ya con los revolucionarios
arcaísmos tempranos de Los heraldos negros (“Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé...”)
que es de 1918; o con las valientes oscuridades de Trilce (“escapo de una finta,
peluza a peluza”) de apenas cuatro años después, cuando todo el mundo en la
lengua andaba en la joda o la pavada. Y es cierto: ya era un monstruo, un poeta
sin abuela ni pares, un fruto extraño y verdadero nacido y criado en ese confín
mestizo del continente y de la lengua.
Pero lo último que hizo, el tramo final
de su poesía escrita en París a mediados de los años treinta –los después
reunidos Poemas en prosa, donde está el insuperable Voy a hablar de la esperanza; el agónico España aparta de mí este
cáliz (“Niños del mundo: si España cae, digo, es un decir...”) y los poemas
sueltos que quedaron como si los hubiera ido goteando entre sudor y sangre–,
todo ese conjunto de versos de belleza imposible es uno de los documentos
líricos y existenciales más poderosos que nos ha dado la literatura de nuestro
tiempo. Vallejo tocó fondo, fue hasta el hueso y no volvió para contarlo, lo
pudo decir desde ahí.
Tenía apenas 46 años cuando murió y
probablemente nadie como él había intimado tanto con la Huesuda y sus viejos
compañeros el hambre, la enfermedad, la tristeza, la desesperanza o el dolor a
secas. Y todo eso mientras creía y peleaba por la Revolución, se hacía añicos
diseminado en los otros sin tenerse a sí mismo.
Ese Vallejo arrasado por la más
profunda humanidad es el que se vio, se entrevió, se espió morir (si cabe) en
el notable Piedra negra sobre una piedra blanca, uno de sus poemas más
citados y conocidos. Y que debe haber escrito –supongo, porque de entonces son
sus últimos poemas– en el último tercio de 1937. Se sabe lo que pensaba o esperaba
Vallejo en versos inolvidables: “Me
moriré en París, con aguacero / en un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me
moriré en París –y no me corro– / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”,
dicen los primeros tramos del soneto que menta también famosamente a los huesos
húmeros, el palo y la soga, “la soledad,
la lluvia y los caminos” del final.
Sabemos que no fue así: Vallejo no
llegó al otoño, ya que murió en el comienzo de la primavera, y sabemos que se
pasó un día, porque el 15 de abril de 1938 fue viernes, no jueves. Pero
dejémosle el aguacero, no puede haber habido sol el día que murió Vallejo.