La primera pregunta viene cantada: ¿por qué no escribís cuentos?
–Yo me lo pregunto muchas veces...
Vos sabés que yo empecé escribiendo cuentos, como supongo que empieza casi todo
el mundo. No tengo copias, siquiera, pero debo de haber escrito unos diez
cuentos de juventud. Fue un inicio tardío. Muy influido por Cortázar, sobre
todo, por Poe, por Lovecraft y en menor medida por Hemingway. Yo intentaba
cuentos fantásticos.
Cuando
decís inicio tardío, ¿a qué te referís?
–A que yo empecé a escribir a los
veintidós, veintitrés años, cuando todavía vivía en Tandil. Esos cuentos que
digo son todos de Tandil. En Buenos Aires no escribí nada hasta que empecé Triste... Puedo decir, incluso, que
había descartado la literatura a raíz de mi fracaso en el cuento. Yo era un
gran lector de cuentos, y admirador incondicional de Quiroga, de Poe y sobre
todo de Maupassant. Ellos fueron mis maestros cuando empecé a leer. Por eso
digo “tardío”: porque yo empecé a leer libros sólo después de los veinte años,
y sentí el impacto de esos grandes cuentistas del realismo, y el impacto de
grandes novelistas, leídos muy dispersamente.
¿Tu camino
como novelista fue una elección o era un destino?
–Yo creo que lo encontré. Por
ejemplo, Cuarteles de invierno es
producto de la frustración de un cuento. Yo estaba en Bruselas, sin un centavo
encima, y un escritor italiano, Giovanni Arpino, a quien había conocido al
azar, me pidió un cuento para una revista que editaba en Milán, y ofreció
pagarme 100 dólares. Eso era, para mí, una fortuna. Me dije: “Tengo que ser capaz de escribir un cuento;
no puedo ser tan imbécil de perderme esto, habiendo escrito ya dos novelas e
intentado otros cuentos, y siendo un periodista bastante aceptable. Debería
poder escribir diez carillas con dignidad...”. Bueno, me senté, con ese
criterio mercantil: no se me podían escapar esos pesos que necesitaba
desesperadamente. Pero las diez carillas se me consumieron en la simple llegada
del tren a la estación. Bajaban del tren, se iban a la pensión, y ya estaban
las diez carillas. Y yo me perdía los 100 dólares. Bueno... me di cuenta de eso
con dolor, y tuve que escribirle a Arpino: “No
puedo, no sé cómo se hace, en diez carillas apenas han salido de la estación”.
¿Cuáles son
los cuentos que más admirás de los que has leído?
–Fundamentalmente dos: “Babilonia revisitada”, de Scott
Fitzgerald, y “Bienvenido Bob”, de
Juan Carlos Onetti. También “El muerto”,
de Borges, y “El hombre muerto”, de
Quiroga.
¿Sentís
nostalgia del cuentista que decís no ser?
–¡No! Porque... ¿cómo te lo muestro
a vos, eh? ¿Cómo se lo muestro a Briante, a Blaisten? ¿Cómo espero el juicio de
cualquiera de ustedes, que sé que será lapidario? No, ni loco. Entonces, lo que
hago, si tengo que escribir un cuento, es disfrazarme de otra cosa. Y si vos me
decís “éste es un cuento de mierda”,
yo te diré “esperá, Mempo, esto no es un
cuento, no seamos tan exigentes, esto es un relato que se termina en unas pocas
carillas...”. Más que nostalgia, me duele haber perdido una batalla...
Acepto tu
confesión, y te hago una: en el fondo, no te creo. ¿Qué sabés si no vas a
escribir un cuento estupendo?
–No, esperá, además hay otra cosa:
yo soy un tipo que tiene muy pocas ideas argumentales. Y como vos sabés, para
mí y para algunos pocos narradores que vamos quedando, el argumento es muy
importante. Necesitamos una historia: sea de amor, sea de fútbol, de ciencia
ficción, hay que narrar una historia. Bueno, como yo tengo muy pocas historias
que quiero contar, soy terriblemente avaro con ellas. Cuando se me ocurre una,
me digo que o es una novela o será parte fragmentaria de una novela. Pero no
por eso dejo de pensar qué pasa, y qué es, el cuento dentro de esta sociedad. Y
por extensión, la narrativa.
¿Cómo sería
eso?
–Nosotros vivimos –y entiendo por
nosotros a quienes fuimos muy jóvenes a fines de los ’60 y principios de los
’70– una sociedad absolutamente distinta. Entre otras enormes caídas, una de
ellas arrastró a gran parte de la literatura, y a gran parte de aquellos
lectores que sabían mucho de literatura y que admiraban a grandes escritores.
Yo no he vuelto, ahora, a oír hablar en los bares de Horacio Quiroga. Yo
recuerdo que, cuando vine a Buenos Aires, una de las primeras cosas que hice
fue el recorrido del suicidio de Quiroga: fui a la farmacia donde compró el
cianuro... Yo quería ser Quiroga, me sentía bajo su influjo gigantesco. Y creo
que hoy estas categorías son diferentes. No sólo porque el vasto mundo en que
vivimos ha cambiado, sino porque la Argentina se atrasó, está pobre, en fin,
todo lo que conocemos y diagnosticamos: las editoriales están en crisis, las
revistas no se interesan por la narrativa porque pareciera que al lector la
narrativa no le interesa y lo único que quiere saber es si Menem va a ser
presidente o no... Es decir, la categoría ficción ha sufrido serios contrastes.
Y no son sólo los años de la dictadura, sino años de atraso profundo debidos a
la represión y a todo lo que pasó, que nos han sumido en un gran atraso.
Comparándonos con países más o menos desarrollados, por ejemplo hoy, en Italia,
el gran best-seller, Stefano Banni, es un cuentista. Y esto sería impensable en
nuestra sociedad. Que es una sociedad que pareciera haberse privado, también,
de la fantasía que el cuento le propone. De esa pequeña utopía y esa pequeña
aventura que es el cuento.
Sin
embargo, Borges y Cortázar, en la Argentina, han sido grandes a través del
cuento.
–Sí, pero son de hace dos o tres
décadas. Hoy, un Cortázar sería impensable. Por su compromiso, tanto literario
como político, sería impensable socialmente. Ni hoy ni mañana es pensable,
porque fue un producto muy de los años ’50 y ’60, de un país con cierto auge
económico, que todavía creía en sí mismo, que todavía tenía la meta parisina, o
la fantasía sajona de Borges. Vos fijate que ocurren disparates como que han
salido volúmenes de cuentos de Bioy Casares, a mi juicio el más grande de los
escritores argentinos vivos (sé que vos decís lo mismo de Filloy, a quien
respeto pero a quien he leído poco y mal), y con todo lo considerable que es
Bioy, ni siquiera se sabe qué es lo que publica...
Volviendo a
información, ¿qué leías en tu adolescencia, digamos entre los diez y los veinte
años?
–Prácticamente nada. Salvo los
libros de la escuela, debo de haber leído, antes de los veinte años, algún
libro referido al fútbol. Recuerdo haber pedido por correo (yo vivía en
Cipolletti, Río Negro) un libro de Borocotó sobre un chico que jugaba al
fútbol. Esas eran mis identificaciones. En Cipolletti no había librería, como
no habían asfalto ni cloacas. No había más matices que el cine o el fútbol.
Para mí un libro era lo que tenía mi viejo en su biblioteca, libros técnicos,
una enseñanza, uno los abre y aprende cosas tangibles: electrónica,
arquitectura. En mi casa no había ni un Martín Fierro.
¿Y cómo fue
que empezaste a leer?
–Fue cuando volví a Tandil, ya de
grande. Yo era jugador de fútbol, en las ligas locales. Era lo que me
interesaba. Un día el novio de una prima, un tipo que se llamaba Juan
Campagnole, me cuestionó el hecho de que yo era un ignorante. Me dijo que había
encontrado un libro en su biblioteca, y que le parecía que a mí me iba a
gustar. Era una novela de ciencia ficción: Soy leyenda, de Richard Mathieson.
Fue el primer libro que leí en mi vida. Me encantó, y cuando lo volví a ver, le
dije: “Dame más”. Y entonces me trajo
Los
hermanos Karamazov. Mirá que bestia. Recuerdo que fue algo dramático
para mí, porque andaba por la calle pero quería volver a casa para seguir
leyendo. Quería saber qué pasaba. Todo lo demás era accesorio; lo que yo sentía
era una ansiedad tremenda por saber cómo carajos iba a resolverse la historia.
Y así vinieron, después, Flaubert, Quiroga, Maupassant... Juan me daba libros
que él escogía al azar, al azar mío, quiero decir, y yo descubría el mundo de
la ficción. Con Quiroga tuve el primer gran metejón, me volvió loco y fue mi
modelo indiscutible en un momento de mi vida. Maupassant fue otra aventura, y
para que tengas una idea de mi relación con el cuento –y decir cuento es decir
Maupassant– su retrato preside aún hoy mi lugar de trabajo... Y cuando viene
alguien a mi casa, si no lo conoce, le digo que es el abuelo de cualquiera de
nosotros. Obviamente, cuando viví en Francia tuve el placer de releerlo en su
lengua, que es algo maravilloso, aunque también comprobé con dolor que allá se
lo consideraba un escritor de segunda. A mí eso me dolió mucho. Porque ojo: yo
conservo la emoción, todavía. Soy alguien que puede llorar leyendo. Igual que
cuando veo cine, hay ciertas cosas que me hacen llorar. Y que no tienen que ver
con la impresión melodramática, sino con la belleza. De pronto, algo que es
demasiado bello, me hace saltar un lagrimón. Dicho como suena, Mempo: sin
pudor. Eso me pasó con Madame Bovary. No por lo que le
pasaba a Emma, sino por la manera de contar, tan hermosa. Y luego, ya más
sereno, trataba de averiguar cómo lo hacía, a ver dónde arrancaba una escena,
cómo resolvía tal situación. Y por supuesto, como en toda obra maestra, eso es
indescifrable.
Siempre
fuiste de esos apasionamientos. Recuerdo, cuando éramos mucho más jóvenes, la
vez que descubriste a Lovecraft.
–Cuando leía a Lovecraft yo sentía
miedo. Literalmente: mientras tenía en las manos El color que cayó del cielo me
fijaba si la puerta estaba bien cerrada.
Antes de
escribir tu primera novela, me acuerdo de que juntabas materiales para el Gordo
y el Flaco mientras buscabas una forma narrativa que estaba indefinida. ¿Cuáles
eran tus modelos narrativos de entonces?
–Mientras lo buscaba, cuando yo lo
contaba en el bar, en la caminata, en el café o en la redacción, yo no tenía
modelo narrativo, y por eso hablaba de esa historia y no la escribía. El
descubrimiento, y desde allí se abrió para mí la puerta de la literatura, fue El
largo adiós, de Chandler. Hasta ese libro todo para mí era imposible,
todo nebulosa. Fijate que lo único que sería hoy capaz de reivindicar de lo que
hago, defendiéndome como gato panza arriba, son los diálogos. Diría que creo
que no están tan mal. Y en aquel tiempo yo era incapaz de escribir un diálogo
que fuera creíble. Para mí, aquel día de 1972 en que leí El largo adiós se me
abrió el mundo. Ahí encontré la manera de contar ese material de Triste...
con el que antes los abrumaba a ustedes en los bares. Yo creo que me parezco
mucho a él en algo: en el temperamento pasional. Ese temperamento que le hacía
decir, cuando se atacaba tanto a Hemingway, que un hombre con talento, un
hombre de genio, cuando ya no tiene con qué tirar, tira con el corazón. Cuando
ya no tiene más nada, se arranca el corazón y lo tira. Y eso es lo que hace
Hemingway, decía, entonces más respeto...
Y de los
contemporáneos, ¿quién te marcó más profundamente? Yo arriesgaría diciendo que
te influyeron mucho los artículos que escribía Tomás Eloy Martínez. No así su
literatura.
–Sí, es verdad. Para mí, Tomás
significaba una escritura periodística impecable, y sus artículos eran una
escuela, junto con los de Osiris Troiani. Cada artículo de ellos era un
ejercicio de estilo, y tenían más que ver con la narrativa que con el
periodismo... Yo los reverenciaba. No sé si Troiani acabó escritor, pero Tomás
llegó a serlo, y muy bueno. A mí me gustó mucho su primera novela, Sagrado,
que a él ya no le gusta. Es un novelista tardío, también, aunque la gran
diferencia conmigo es que él es un hombre de una enorme cultura.
¿Y Borges,
Bioy, Cortázar?
–Bueno, Borges me pareció siempre
tan gigantesco que no cuenta siquiera como modelo. Es tan inalcanzable Borges,
que no parece terráqueo.
Tu
escritura está muy lejos de la de Borges. ¿Ha sido adrede, una forma de pelea,
de parricidio, de distanciamiento?
–Sí, en cierto modo. Nunca me
hubiera propuesto adjetivar como Borges, por ejemplo. Además, creo que eso ha
sido la tumba de generaciones de escritores. Y lo advertís en cualquier
librería de viejo: abrís un libro al azar y encontrás los adjetivos de Borges,
pero mal puestos. ¿Por qué? Porque hay gente que no se dio cuenta, pero con
Borges y con Cortázar muchos han cavado su tumba.
¿Y qué te
pasó a vos con Cortázar?
–Yo estuve muy influido por él,
pero supe salir a tiempo. Luego lo conocí personalmente. Y jamás se me ocurrió
volver a intentar un cuento con semejante modelo de lado.
Me llama la
atención que en tu formación hay norteamericanos, franceses y argentinos. Pero
no hay casi latinoamericanos...
–Para mí entran muy tarde. Y
confieso que a muchos no los he leído. Para mí los latinoamericanos son Onetti,
como uno de los más grandes, junto con Yo, el supremo de Roa Bastos. Son de
las pocas cosas que estoy absolutamente seguro de que en el siglo XXI van a
seguir existiendo. Agregale dos o tres novelas de García Márquez y todo Rulfo.
Bueno, mi ingreso a la obra de Rulfo fue otro de los grandes momentos de mi
vida... En cambio no he leído a Fuentes; no he podido. He hecho serios
esfuerzos, pero me dije que habrá tiempo si estoy preso un día. Esto no es un
desprecio para Fuentes, que quede claro, pero sucede que no puedo, me excede.
No es prioritario en mi vida.
¿Qué leés
actualmente?
–Muy disperso todo, como al
comienzo. Paso con bastante facilidad de cualquier libro que está en la
biblioteca y que nunca he leído, el último Kundera o algún argentino
contemporáneo que me interesa porque ya he leído algo de él, o porque me lo
recomiendan muy especialmente, o porque sus primeras páginas me invitan a
seguir... En Francia casi no leí a los franceses. No me interesaron. Aunque
adoré a Simenon, y no precisamente sus libros más conocidos. Coincido con
García Márquez en que debió ganar el Premio Nobel. Y ahora tardíamente descubro
a Graham Greene. La cantidad de prejuicios que yo tenía con él, no te podés dar
una idea. Para mí, un tipo que era católico, que creía en Dios y en los curas,
no valía la pena leerlo. ¿Qué idea del mundo podía tener ese hombre que valiera
la pena leer? (Se ríe.) Y sin embargo, un día, como por azar, empecé con él y
hoy lo sigo, lo releo y le debo grandes momentos y reflexiones de mi vida... Y
lo que ahora estoy leyendo es historia argentina. Es muy difícil entrar en ella
si uno no es un experto. Pero un día compré los 22 volúmenes de la Biblioteca
de Mayo, que son bastante inhallables. Y empecé con los originales. Y estoy
enamorado. Castelli dejó de ser un cartón, y Belgrano, cuando lo veo en la
estatua, ya no me resulta tan indiferente. Esos tipos tenían una idea de algo.
Es todo muy inquietante, te juro. En la medida en que yo no tengo eso. Y que
siento que el país no lo tiene. Pero ése es otro cuento, ¿no?