Por Adriana
Márquez
Si te preguntaran: “¿Cómo vivís?”… ¿qué responderías?
Parece una pregunta tan sencilla y sin embargo, ¿qué
nos dice? ¿Sobre qué nos hace mirar?
La última película del director de cine
japonés Hayao Miyasaki está ligada a un libro cuya traducción es “¿Cómo vives?”. El libro fue publicado en
1937 por Genzaburō Yoshino y tuvo
su adaptación en forma de manga en 2017; en cambio, la película no es una adaptación del libro, podría
decirse que éste la “inspiró”.
La obra de Miyasaki,
Kimitachi wa Dō Ikiru ka, fue estrenada en Japón en julio del año
pasado y fue un éxito, superando ampliamente la recaudación y espectadores que
tuvo El viaje de Chihiro, una de sus
películas emblemáticas. En España se presentó como El chico y la garza, acá llega como El niño y la garza.
Y
sin embargo y sobre todo, aunque espero ansiosa verla (se estrena este 11 de
enero en Argentina) lo que me trae aquí a escribir pasa por otro lado: están
leyendo un artículo mío en una revista digital… todo fluye rápido y por medios
muy diversos pero lo que no cambia es que en nuestro hoy lo que no puede faltar
es información. En todo y para todo. Infoxicados fue el término que en algún
momento escuché o leí sobre esto que nos acompaña, indefectiblemente.
Vuelvo
al Sin embargo: Miyazaki estrenó Kimitachi
wa Dō Ikiru ka sin tráiler, brindando poquísimos datos sobre la película y
sin ruedas de prensa. Tan sólo el título y un único póster. “Cuando éramos
niños solo teníamos un cartel y un título. Disfrutaba imaginando de qué iba una
película, y quería recuperar esa sensación”, explicó. Meses después, un
avance en video apenas presentaba un texto muy breve. Sólo cuando fue conocida
en España, luego Estados Unidos, México… empezaron a circular datos e imágenes.
¿Quiero decir con esto que la película es “distinta”, “mejor”,
“original”? No. Ninguna afirmación más contundente que: todavía no la vi. Sí,
soy admiradora de Miyazaki. Sí, lo sigo.
Sí, me deja pensando. Vuelvo a ver sus películas. Sé que no a todo el mundo
debe sucederle lo mismo. Pero si algo puedo argumentar es que creo en Miyazaki (aún si parece
contradictoria la creencia como forma de razonamiento). Quiero decir: sus
películas muestran los infinitos grises de la existencia, de la condición
humana siempre ambigua, cambiante, irreverente, sutil, mágica, trágica,
sorpresiva. Algo que Walt Disney y sus seguidores han reducido a un binarismo
que poco tiene que ver con la vida real.
No me importa “entender” todo. Muchas veces lo que se nos escapa
se esconde por necesidad. No tenemos ni tendremos todas las respuestas: es más
necesario —incluso urgente— hacerse preguntas. Creo que a eso invitan las
películas de Miyazaki. Las respuestas son tan disímiles como los individuos.
Las preguntas son un símismo, como la
poesía, como un haiku.
También es un gris que la película no haya tenido promoción: sin
flashes, asomándose. Recién luego de un año de su estreno en Japón nos llegan
algunos datos, algún tráiler. A la salida será como antes y ahora: me gustó,
más o menos, no, tal parte, etc.
Que por voluntad propia un cineasta reconocido no haya recurrido
a la publicidad no es un artilugio vanguardista, ni siquiera es promocional su
“antipromoción”. Es una postura. Ya lo ha dejado explícito en películas anteriores,
donde mostró, desde lo estético y con un marcado sello personal, las
implicancias medioambientales, tecnológicas, la devastación de las guerras. En
una época en la que todo es promoción (selfies incluidas), Miyazaki nos dice:
vayan y vean. Lo mismo que hacíamos de chicos quienes no nacimos en la era de
la infoxicación. Vayan y vean, tal vez
la realidad se acerque a través de la pantalla, tal vez tengas alguna respuesta
a ¿Cómo vivís? o a la salida te
acompañe alguna nueva pregunta.
La misma postura ejerce en su trabajo: a los 83 años sigue dibujando
y pintando a mano cada imagen que después pasará a ser digitalizada. Asegura
que cada una de sus películas debe "retener la proporción correcta entre
trabajar con la mano y la computadora” para “enriquecer el aspecto visual” y poder seguir denominando a sus
películas “2D”. Así trabaja: cuadro a cuadro. Primero la mano, el trazo. Luego
la máquina. Luego el hombre, supervisando el todo.
Con El niño y
la garza Miyazaki ha demostrado que puede pararse en un mundo regido por el
capitalismo, la globalización, el marketing; pararse ante él, erigir un póster,
elegir el silencio y esperar. Y lo que se espera no es un triunfo o, más bien:
el triunfo es recuperar el misterio para los
espectadores. Un mínimo gesto lejos de la infoxicación. Un gesto
revolucionario. Un gesto sencillamente poético.