En 1869,
Dostoievski y María Grigorievna recibieron en su exilio en Dresde la visita del
hermano menor de María. El joven Snitkin, estudiante de agronomía en Moscú,
hechizó a Dostoievski con sus relatos sobre el movimiento nihilista en las
universidades rusas. Por esos días una noticia de la capital rusa escandalizaba
a los socialistas de Europa: uno de aquellos grupúsculos secretos, comandado
por un tal Nechaev y autobautizado «La Venganza del Pueblo», había ajusticiado
a uno de sus miembros, por considerarlo un soplón de la policía. El cadáver del
estudiante Ivanov había aparecido flotando en el Reservorio de Moscú, con las
manos y los pies atados, cuatro balazos en el pecho y uno en la frente (el tiro
de gracia).
Snitkin, que había
conocido bien a Ivanov, le aseguró a Dostoievski que no lo habían matado por
soplón sino por cuestionar las ideas de Nechaev. El episodio terminó de decidir
a Dostoievski a hacer un ajuste de cuentas con su propio pasado revolucionario.
En los cuadernos de notas de Los demonios dice que fue su propia generación,
con su europeísmo libertario de juventud, la que había engendrado a la joven
generación terrorista. Y que en su novela confluirán los relatos del joven
Snitkin, la cobertura de prensa del asesinato de Ivanov y sus propios recuerdos
de la célula que integró en 1849. «Lo que escribo es tendencioso. Transmite sin
ambages mi opinión a la juventud actual. Que me llamen retrógrado y vociferen
contra mí, pero voy a expresar con fuego cuanto pienso», escribe en una carta
de 1870.
Es tan intenso y personal el duelo que libra
Dostoievski contra Nechaev durante la escritura de Los demonios, que en ninguno
de los borradores del libro figura el nombre que le daría después al protagonista
(Piotr Verhovenski): siempre lo nombra como Nechaev, directamente. Esto llevó
al Nobel sudafricano J. M. Coetzee a escribir la novela El maestro de
Petersburgo, donde el estudiante asesinado no es Ivanov sino Pavel Isaev (aquel
hijo adoptado por Dostoievski en su primer matrimonio), y Nechaev y su grupo
cometen el crimen con el propósito de atraer a Dostoievski hacia ellos: hacerlo
abandonar su exilio, lograr que entre clandestinamente en Rusia y que acepte
convertirse en el líder de todas las facciones nihilistas rusas. Recordemos que
Crimen y castigo y Memorias del subsuelo eran parte del combustible que inclinó
al nihilismo a muchos de los jóvenes pobres que desde 1865 habían logrado
acceder a la universidad, llamados con sorna «el proletariado del pensamiento».
Lo cierto es que
ningún otro escritor ruso de la época dio a aquellos grupúsculos nihilistas la
importancia que les daba Dostoievski. Ni siquiera Turgueniev, que era quien
había acuñado el término «nihilista» en su novela Padres e hijos, adjudicaba la
menor capacidad de cambiar al mundo a aquellos jóvenes conspiradores.
Dostoievski, en cambio, sostenía que, así como Occidente había perdido a Cristo
por culpa del catolicismo, Rusia iba a perderse por culpa de los nihilistas. Y
los grandes culpables eran «esos liberales en pantuflas, esos miopes que se
acercan al pueblo sin entenderlo», todos aquellos «intelectuales
terratenientes» que simpatizaban con los jóvenes extremistas, con Turgueniev a
la cabeza. (Aunque Padres e hijos es más ambigua que favorable al fenómeno
nihilista, Dostoievski hace una parodia feroz de Turgueniev en Los demonios: lo
pinta como un autor de moda de espesa melena, voz dulzona y vestuario
impecable, que escribe únicamente para lucirse y que, relatando un naufragio
que ve frente a la costa inglesa, dice: «Miradme mejor a mí, cómo no pude
soportar la vista de aquel niño muerto en brazos de su madre muerta»).
La publicación de
Los demonios recibió críticas hostiles de gran parte de la prensa rusa: el
furibundo ataque contra las ideas liberales les parecía doblemente inaceptable
por provenir de un ex presidiario político que se había pasado al bando
contrario. Y las dimensiones y el extremismo que dio Dostoievski a los
conjurados de su novela les parecieron, a todos sin excepción, excesivos,
exagerados, inverosímiles.
Sí: excesivos,
exagerados, inverosímiles. A pesar de que en el juicio a los asesinos de Ivanov
—que fue contemporáneo a la publicación de Los demonios— se supo, por ejemplo,
que el propósito oculto de Nechaev al ordenar el crimen fue unir más al grupo a
través del terror. También se citó profusamente de El catecismo del
revolucionario, un panfleto redactado a medias por Nechaev y el mismísimo
Bakunin en Ginebra un año antes, que dice cosas como ésta: «El revolucionario
es un hombre sin intereses propios, sin sentimientos, sin hábitos y sin
propiedades; no tiene siquiera nombre. Todo en él está absorbido por un solo
propósito: la revolución».
En aquel juicio se
condenó a casi la totalidad de los procesados (ochenta y cuatro estudiantes) al
exilio en Siberia. Nechaev no estaba entre ellos: fue el único de los asesinos
que logró huir de Rusia (capturado en Ginebra a los pocos meses, permaneció una
década en prisiones suizas). En el juicio en Moscú, sus reclutas contaron que
una de las primeras tareas que tenían al ingresar en la sociedad secreta era
memorizar un poema dedicado a la muerte del gran revolucionario Nechaev.
Por esa clase de
paralelismos entre los nihilistas de carne y hueso y los inventados por Dostoievski,
Máximo Gorki escribió en 1906 (cuando Dostoievski llevaba ya veinticinco años
muerto y no era nada fácil en Rusia agenciarse un ejemplar de la novela): «Los
demonios es el más perverso, y el más talentoso, de todos los intentos por
difamar el movimiento revolucionario de la década del ‟70».
Lo cierto es que aquella burguesía ilustrada
que había respondido con escarnio a aquel pronóstico de Dostoievski en 1870 es
la misma que, en 1917, huyó al extranjero y allí se sentó a esperar el fin de
la pesadilla bolchevique, jurando que Dostoievski lo había vaticinado en su
novela (tal como había anunciado su advenimiento): «Los demonios no
permanecerán en el cuerpo que han penetrado. Llegará el día en que Dios los
expulsará», se recitaban unos a otros.
Cuarenta años
después, Albert Camus dijo que los argelinos que enfrentaban a los militares
franceses le recordaban a aquellos nihilistas de Los demonios. Medio siglo más
tarde, cuando cayeron las Torres Gemelas, volvieron a corporizarse los
personajes de Dostoievski, esta vez como los terroristas islámicos que se
inmolaron dentro de aquellos aviones. Los demonios tiene y seguirá teniendo ese
efecto porque retrata como ninguna otra novela lo más electrizante, terrorífico
y paradigmático de toda conjura: ese lugar donde la fe se cruza con el
fanatismo, los fines se cruzan con los medios y los poseídos se topan con los
vulgares mortales (a propósito, Los poseídos y Los endemoniados son los otros
dos títulos que ha recibido esta novela en su traducción a nuestro idioma).