¿El que escribe
teatro –y sólo teatro– es un escritor? O para ser más precisos, ¿es considerado
un escritor? No hay en estos tiempos un dramaturgo que no se haga esta
pregunta, que no tenga la sensación de que ha sido expulsado de la literatura.
Esto no fue siempre así. Hasta mediados del siglo pasado estas dudas no
existían. En 1936 el norteamericano Eugene O’Neill –que sólo escribió obras
teatrales– era consagrado Premio Nobel de Literatura y a nadie le llamó la
atención.
Pero algo se
quebró. Ya en la década siguiente y más notoriamente en la del ’50, empezó el
forcejeo. ¿Cómo nació y por qué? ¿Dónde se quiebra el vínculo entre el
dramaturgo y la literatura?
En realidad, la
crisis del dramaturgo no nace en el ámbito de la literatura, sino adentro del
teatro, en su propio terreno. El teatro, no hay que olvidarse, es un arte
colectivo. Y, como todas las actividades colectivas, desata la lucha por el
poder. Hasta bien entrado el siglo XX la disputa fue entre el dramaturgo y el
actor. Hasta que se produjo la aparición del director, un señor que advirtió
que el espectáculo teatral envejecía, que las formas de narrar arriba del
escenario ya no eran las mismas. El protagonismo del director se acentuó con el
correr de los años y de a poco se fue instalando una nueva mirada sobre el
teatro contemporáneo. Hasta el ’60 se podía hablar del teatro de Beckett,
Brecht, Miller o Ionesco. Hoy las tendencias las marcan los directores, Peter
Brook, Grotowski o Tadeuz Kantor.
En la lucha por
el poder el teatro pasó a manos del director. Y el más golpeado fue el autor
que, en la década del ’70, atravesó los peores sofocones. En esos años se
instaló en el mundo la teoría de la muerte del texto, de su desaparición. Fue
el tiempo de las experiencias colectivas, el nacimiento del teatro de la
imagen, del espectáculo sin cuento, sin narración, sin historia. Como se sabe,
esa era (y es) la tarea del autor: proponer la historia. Es decir que el autor,
expulsado ya de la literatura, era invitado a retirarse del teatro.
Afortunadamente
, esta tendencia comenzó a revertirse en los ’80 y hoy, aun malherido, el autor
sobrevive.
Pero el rol del
dramaturgo se ha ido transmutando. En la medida que el teatro le cuestiona su
presencia de literato omnipresente y la literatura lo desdeña como escritor,
los autores –especialmente los más nuevos– comienzan a acercarse al escenario.
Toman impulso y prueban subirse al tablado. Esta tendencia se consagra en la
década del ’90, cuando muchos de los jóvenes autores asumen también el rol de
director de sus obras y, en algunos casos, el de actor. No hacen otra cosa que
volver a las fuentes. ¿Qué otra cosa que hombres de escenario fueron las dos
cumbres de la dramaturgia universal, Shakespeare y Molière? O más cerca en el
tiempo y en el espacio, Eduardo Gutiérrez que le puso letra a las pantomimas de
los hermanos Podestá y juntos fundaron el teatro argentino. O Armando Discépolo
y Carlos Gorostiza, directores de obras propias y ajenas.
De todas
maneras, y yo diría que afortunadamente, sigue habiendo autores tradicionales,
los que escriben textos para que otros los interpreten. Y lo cierto es que la
producción no es escasa. Todo lo contrario. Los cursos de dramaturgia, en
Buenos Aires, desbordan de alumnos. Más que antes. La única diferencia es que
muchos de esos alumnos son actores o directores que buscan apoyo técnico para
la obra que van a dirigir a van a actuar.
Ahora bien, ha
llegado el momento de que los autores nos hagamos la pregunta: ¿por qué tiene que
estar un dramaturgo dentro de la literatura? La ficción literaria nace
curiosamente con la tragedia griega. Es decir con el teatro. Pero se consagra
con el invento de la imprenta y su criatura más perfecta, el libro. El libro es
el que determina la existencia del escritor en el mismo momento que permite la
difusión del texto escrito. También la del texto teatral. Pero hay una
diferencia: para el texto teatral el libro no es imprescindible. Lo único
imprescindible para el texto teatral son los actores.
El texto teatral nace para ser representado arriba de un escenario. El texto
narrativo o la poesía para ser editados. Por eso el dramaturgo imagina al
espectador y no al lector. Y por eso el dramaturgo piensa en el escenario y no
en el libro.
Es decir, que el vínculo entre el texto teatral y el libro es secundario. Y si
el autor desdeña al libro no puede reclamar el respeto de los anteojudos de la
literatura.
Y de última, ¿qué importa si el autor pertenece o no a la literatura? ¿Hasta
dónde lo tiene que obsesionar? En definitiva, escribir teatro es antinatural.
Nadie que pueda ser el dueño total de la obra escribe una partitura que otros
deban completar. Nadie que pueda ser Dios comparte el poder con el vicario. Y
mucho menos admite que el vicario sea más importante que El.
Lo que ocurre es que la palabra del escritor es una palabra inamovible,
inmodificable. Puede morir la obra pero, si sobrevive, permanece tan lozana
como el día que fue creada. El Quijote es el mismo de siempre. Quien se le
acerque repetirá exactamente la experiencia que otros hicieron desde hace 400
años. Abrirá el libro y leerá: “En un
lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”.
Romeo y Julieta también es la palabra inmodificable, pero sólo cuando está
dentro el libro. Romeo y Julieta es, básicamente, una partitura, una arcilla
que se regenera en cada puesta en escena, en cada versión teatral o
cinematográfica. Y es la versión teatral la que sigue seduciendo al público,
todos los días en alguna parte del mundo.
Son muy pocos los que en nuestros días leen Romeo y Julieta. Pero son miles y
miles los que cada día se acercan a la historia, sentados en una butaca de
teatro, de cine o frente al televisor. La novela, el cuento o la poesía escrita
son piezas embalsamadas. Permanecen intactas. Las obras teatrales, en cambio,
son donantes de órganos.
La obra
literaria es fiel, como una señora burguesa. La obra teatral anda por la noches
cambiando de marido. Una diferencia que el dramaturgo contemporáneo debe
vivirla como un privilegio.
Porque, seamos sinceros: las señoras burguesas son muy respetables. Pero las
putas son más divertidas.